viernes, enero 22, 2010

" 'Todos para uno y uno para todos'. Algunos principios comunarios", de Peter Linebaugh




La solidaridad humana, tal como se expresa en la consigna “todos para uno y uno para todos” es el fundamento de la gestión de y la participación en los bienes comunes. En la sociedad capitalista, ese principio se consiente en juegos infantiles y en el combate militar. Fuera de eso, y tributos hipócritas al margen, sólo asoma en la lucha contra el capitalismo, o, como observa Rebecca Solnit, en los grandes desastres: incendios, inundaciones, terremotos.

La actividad “comunaria” se desarrolla a través del trabajo con otros recursos; no hay aquí división entre los “recursos del trabajo” y los “naturales”. Al contrario: el trabajo es lo que crea cualquier cosa como recurso, y es merced a los recursos que la colectividad del trabajo sale adelante. Como acción, se entiende mejor como verbo –poner en común— que como substantivo – “recurso en común”—. Tanto la “hipótesis de Gaya” de Lovelock como el ambientalismo de Rachel Carson fueron intentos de restaurar esa perspectiva.

La actividad “comunaria” es primaria en la vida humana. Los académicos solían hablar de “comunismo primitivo”. “Bienes comunes primarios” traduce más claramente la experiencia. Raramente ha existido una sociedad sobre la Tierra que no haya tenido en su núcleo bienes comunes; la mercancía, con su individualismo y privatización, estaba estrictamente confinada en los márgenes de la comunidad en la que unas severas regulaciones castigaban a los violadores.
La actividad “comunaria” empieza en la familia. La cocina, en donde se encuentran producción y reproducción y en donde se negocian las energías entre sexos y entre generaciones. Las decisiones capitales en punto a compartir tareas, distribuir el producto, crear el deseo y mantener la salud, se toman por lo pronto en ella.

La actividad “comunaria” es histórica. Las “comunas aldeanas” de la tradición legada por los ingleses, como la commune francesa del pasado revolucionario, son restos procedentes de esa historia, y nos recuerdan que, a pesar de etapas destructivas, partes de ella han sobrevivido, aun si de manera distorsionada, como en los sistemas de bienestar, e incluso antagónica, como en la comunidad residencial vallada y cerrada o en la gran superficie comercial de venta al detalle.

La actividad “comunaria” ha tenido siempre un significado espiritual que se ha expresado compartiendo comida o bebida, en usos arcaicos derivados de prácticas monásticas o en el reconocimiento del habitus sagrado. La teofanía, la manifestación del principio divino, se colige del mundo físico y de sus criaturas. En la América del Norte –en la “isla de la tortuga”— los indígenas mantienen ese principio.

Los bienes comunes son la antítesis del capital. Los “comunarios”, la cosa no ofrece duda, son pugnaces, pero en las comunas no hay lucha de clases. Desde luego que el capital puede surgir de las comunas, cuando una parte de ellas es secuestrada y usada contra el resto. Eso empieza con relaciones anti-igualitarias entre los que tienen menos y los que tienen más. Los medios de producción se convierten en la vía de destrucción, y la expropiación lleva a la explotación, a la división entre los que tienen más y los que tienen menos. El capital ridiculiza las comunas mediante usos ideológicos de la filosofía, la lógica y la teoría económica, coincidentes en asegurar que los bienes en común son o imposibles o trágicos. Las figuras retóricas de esos argumentos dependen de fantasías de destrucción –el desierto, el bote salvavidas, la cárcel—. Y siempre parten de ese axioma tan expresivo de la apuesta del capital por la eternidad: la a-histórica “naturaleza humana”.

Los valores “comunarios” deben enseñarse y renovarse, continuamente. Los tribunales antiguos resolvían disputas dimanantes del exceso de uso; el panchayat en la India hacía –y a veces sigue haciéndolo— lo mismo, al modo como se supone que funciona un comité de agravios en una fábrica; el jurado de pares es un vestigio de la actividad de determinar qué es un crimen y quién es el criminal. Volver a poner al “vecino” en su “sitio”, como se dice en Detroit, lo mismo que en las asambleas de Oaxaca.

La actividad “comunaria” ha sido siempre local. Para el mantenimiento de sus normas, depende de la costumbre, de la memoria y de la transmisión oral, más que de la ley, de la policía o de los medios de comunicación. Mucho tienen que ver con eso la independencia de las comunas respecto de los gobiernos y de la autoridad estatal. El “estado centralizado” se construyó a partir de ella. Es, por así decirlo, su “condición preexistente”. Por lo tanto, la actividad “comunaria” no es lo mismo que el comunismo de la URSS.

Los bienes comunes son invisibles hasta que se pierden. El agua, el aire, la tierra, el fuego: las substancias históricas de la subsistencia; la física arcaica sobre la que se construyó la metafísica. Incluso después de que la tierra empezara a ser mercantilizada durante la Edad Media inglesa todavía se escribían cosas como ésta:

Pero comprar agua o viento o alegría o fuego, el cuarto,/ Esos cuatro los formó el Padre de los Cielos para esta Tierra en común;/ Y son tesoros de la Verdad para ayudar a las gentes de verdad.

Distinguimos entre “lo común” y “lo público”. Entendemos lo público en contraste con lo privado, y entendemos la solidaridad común en contraste con el egotismo individual. Los bienes comunes han sido siempre un elemento de la producción humana, incluso cuando el capitalismo se adueñó de las reservas o abatió las leyes. El jefe puede hablar de “negocios”, pero nada se hace sin respeto. De lo contrario, el resultado es sabotaje y estropicio.

La actividad “comunaria” es exclusiva en la medida en que exige participación. Hay que entrar en ella. En los altos pastos para el rebaño, como en la luz de la pantalla del computador, la riqueza de conocimiento o el bien real de mano y cerebro precisan el gesto y la actitud del trabajo de consumo. Por eso no hablamos ni de derechos ni de obligaciones como de cosas separadas.

El pensamiento humano no puede florecer sin tangencia con la actividad “comunaria”. De aquí la Primera Enmienda, que vincula los derechos de expresión, de reunión y de petición. Basta un momento de reflexión para ver la interacción entre esas tres actividades que van del murmullo solitario a la elocuencia poética y a la transformación del mundo, o:
¡Bing! ¡Bing! Encenderse la bombilla de una idea/ ¡Buzz! ¡Buzz! Comentarla con vecinos y colegas/ ¡Pod! ¡Pod! Decir la verdad al poder.











en sinpermiso.org
Traducción para ese sitio de María Julia Bertomeu










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