Me atrevo a decir que la infancia de buena parte de quienes nacimos en los años sesenta no habría sido la misma sin la alta dosis de películas épicas que nuestros padres nos recetaron, fuera para añadir un trasfondo visual a las lecciones de historia o simplemente para hacer más tolerables los fines de semana. Entre aquellos filmes pródigos tanto en extras y dobles como en escenarios y vestuarios fastuosos destaca, en mi caso, el Ben-Hur de William Wyler (1959), la adaptación más célebre de la novela de Lewis Wallace. Ambientada durante el reinado de Tiberio César Augusto, Ben-Hur refiere como se sabe la ordalía de un príncipe judío (Charlton Heston) que, luego de un accidente causado por su hermana en el que resulta herido el gobernador de Palestina, es traicionado por su amigo romano Messala (Stephen Boyd), quien lo envía a Tiro para ser esclavizado como galeote; de camino al puerto, mientras jura venganza con una ira similar a la de Edmundo Dantés, Ben-Hur se cruza con Jesucristo, que le da a beber agua: un gesto que él intenta devolver hacia el final de su odisea, antes de atestiguar la crucifixión en el Gólgota. Aunque no he visto la cinta en casi tres décadas, recuerdo varias imágenes: la teja que cae de una azotea para sellar la desgracia de Ben-Hur; el cuenco de agua que sacia la sed del héroe al filo del desfallecimiento; la balsa que navega en un set marítimo llevando a Ben-Hur y Quinto Arrio (Jack Hawkins), el cónsul que aquél salva de una galera en llamas; el sudor que baña el rostro de los participantes en la carrera de cuadrigas, en la que se consuma la venganza contra Messala. El dios narrativo, parafraseando el aforismo atribuido entre otros a Flaubert, está justo en estos detalles que se adhieren a la memoria.
No sería sino hasta muchos años después de que mi incredulidad se suspendiera para conceder una verosimilitud histórica a la película que me enteraría de los diversos anacronismos y fallas en que incurrieron el director y su equipo. La sombra de la cámara entra en algunas escenas, por ejemplo, y las huellas de la grúa son visibles en la arena del circo romano, a donde se cuela una plataforma de acero galvanizado. Aquí y allá aparecen libros con pastas en una era en que sólo se usaban rollos de pergamino. Los romanos no podían contar con galeotes porque esta clase de esclavitud surgió hasta el siglo XVI. A la secuencia donde Messala y Ben-Hur conversan en un patio se filtra el ruido de motocicletas que circulan por una avenida próxima. Y qué decir de los errores de continuidad, que según los expertos son legión. De entre todos estos descuidos, lógicos hasta cierto punto si se advierte que la cinta se rodó hace cincuenta años –la industria ha contribuido a depurar al menos los gazapos estrictamente técnicos–, sobresale uno que no me deja de asombrar: la presencia de un Rolex que va mudando de muñeca de acuerdo con distintas versiones. Sea que lo traiga uno de los trompeteros romanos que figuran en la carrera de cuadrigas, el propio Ben-Hur durante la misma escena o el cónsul Quinto Arrio a bordo de la balsa salvadora –todavía no he querido confirmarlo–, el reloj intruso sintetiza para mí la dificultad de creer en las reconstrucciones históricas emprendidas por el cine y la televisión. Dicho de otro modo, la suspensión de la incredulidad que ejercí en mi niñez ha derivado en un escepticismo que crece con el tiempo, con cada giro de las manecillas de ese Rolex futurista ceñido a una muñeca del pasado. A la vez, paradójicamente, el anacronismo que no noté entonces me hace apreciar el esfuerzo que tres teleseries contemporáneas invierten en volver a contar, con la mayor fidelidad posible y desde diferentes ángulos, cuentos que hemos leído en cantidad de libros. Si las series de televisión de hoy día son la second life de una cauda de actores y directores fugados y en ocasiones exiliados de la pantalla grande, Rome, The Tudors y Mad Men son además la oportunidad para que la historia nos convenza de nuevo.
Rome (2005-2007): la historia de lado
Otra de romanos, pensé al comenzar a ver Rome, la serie producida por HBO en colaboración con la BBC y la RAI. Peor aún, me dije, una muestra más del peplum, el género nacido entre los músculos de un ex Mister Universo (Steve Reeves) que encarnó a Hércules a finales de los años cincuenta. Espadas y lanzas, togas y sandalias, aristócratas y plebeyos, circos y guerras, traiciones y contratraiciones, pensé recordando Yo, Claudio, la miniserie de los setenta basada en dos novelas de Robert Graves que tanto entusiasmó a mi madre. Al concluir la secuencia inicial de créditos del primer episodio, sin embargo, sentí que algo despertaba mi atención: quizá la curiosidad de saber cómo era reconstruida esa Roma sucia y decrépita, alejada de los convencionalismos hollywoodenses, en la que el graffiti callejero cobraba vida. Luego leería que Jonathan Stamp, el asesor histórico, afirmó alguna vez que la intención de la serie era ofrecer verosimilitud más que exactitud. Luego me daría cuenta de que John Milius, uno de los creadores de Rome –los otros dos son William J. MacDonald y Bruno Heller–, es el coguionista de Apocalypse Now (1979), una de mis películas favoritas. Pero para entonces era muy tarde: el tránsito de la República Romana al Imperio me había hechizado por completo.
En Rome están todos los tópicos del peplum: espadas y lanzas, togas y sandalias y lo demás. Claro: es la utilería de la historia. Pero también está el romance entre Cleopatra y Marco Antonio, a quienes yo evocaba tibiamente interpretados por Elizabeth Taylor y Richard Burton. La ausencia de tibieza HollyRome –término acuñado por Milius y compañía para aludir al peplum– es uno de los hallazgos de la serie. Para continuar con el ejemplo, Cleopatra se presenta como una opiómana que viaja en un palanquín bajo el sol del desierto, mientras que Marco Antonio se desempeña con la ferocidad de un sexoadicto que lleva el campo de batalla a la cama. Su amorío deriva así en una orgía pasoliniana frenada sólo por el suicidio de ambos, el de él asistido por Lucio Voreno, que junto con Tito Pullo forma la memorable pareja de centuriones que ocupa el centro de la historia.
Sesgada pero no absurda, más pendiente de la credibilidad psicológica que de la precisión historiográfica, la óptica de la serie nos deja ver a un Julio César epiléptico que entabla una tortuosa relación con Servilia, madre de Bruto, una de las grandes mujeres trágicas de la pantalla contemporánea. A un Cayo Octavio que antes de convertirse en el emperador César Augusto y revelar su filón sadomasoquista comete incesto con su hermana Octavia, que previamente establece un nexo lésbico con Servilia. A un Pompeyo Magno que después de la derrota en Grecia es decapitado al pisar territorio egipcio. A una Atia, sobrina de Julio César, trocada en una arpía lujuriosa. O a Voreno y Pullo como náufragos en un islote donde construyen una barca con los cadáveres de sus compañeros: la nave de los muertos que nos conduce por las aguas procelosas de la antigüedad.
The Tudors (2007-a la fecha): la historia de frente
En una de las entrevistas concedidas con motivo de su interpretación de Enrique VIII en The Tudors, Jonathan Rhys Meyers revela que su personaje se ha encamado a unas veintidós mujeres en la serie; una cifra que, dice, no es considerable si se compara con la cantidad que un chico o una chica de buen ver confiesa en un club nocturno del Londres contemporáneo: cincuenta acostones en lo que va de un año. Tiene razón: una veintena de partenaires sexuales es poca cosa cuando se trata del segundo monarca de la dinastía Tudor, célebre entre otras muchas hazañas por contraer matrimonio en seis ocasiones e incurrir en bigamia con Catalina de Aragón y Ana Bolena a ojos de los papas Clemente VII y Paulo III. Más que ponderar la promiscuidad británica de hoy día, sin embargo, Rhys Meyers alude a algunas críticas que señalan la “excesiva” carga erótica de la serie. ¿Cae en el exceso –por poner un ejemplo– Charles Brandon, duque de Suffolk, encarnado como una suerte de potencia libidinosa que arrasa con cuanta mujer le sale al paso? No lo creo: los espectadores de talante conservador parecen olvidar que sexo y poder integran una de las parejas más antiguas y fieles de la historia. Lo que hace The Tudors es acentuar la compenetración de esa pareja.
Ideada y escrita en su totalidad por Michael Hirst, experto en estos terrenos merced a los guiones de Elizabeth (1998) y Elizabeth: The Golden Age (2007) –el díptico en el que Cate Blanchett da vida a la hija de Enrique VIII y Ana Bolena–, The Tudors carga a mi juicio con uno de los mayores lastres de las recreaciones históricas: retratar a los personajes con un casting extraído de una revista de modas. No es una queja: presenciar un desfile de bellezas vestidas y desvestidas a la usanza del siglo XVI siempre se agradecerá, pero puede restar verosimilitud al relato, sobre todo si el grueso de los actores remite a los anuncios de una GQ patrocinada por la Iglesia anglicana. No obstante, una vez salvado el escollo de la apostura, esa sí un tanto excesiva, la serie empieza a surtir su efecto hipnótico. A este efecto contribuyen, entre una variedad de aciertos, la defenestración del cardenal Thomas Wolsey, un auténtico lobo con piel eclesiástica; la metamorfosis de Tomás Moro en un inquisidor que no duda en enviar seis herejes a la hoguera “con justa razón”; el odio irrestricto de Thomas Cromwell hacia la hipocresía que reina en las cúpulas del catolicismo; el sudor inglés vuelto metáfora de la paranoia epidemiológica que cunde actualmente. Desde su trono alzado sobre una red de sexo y poder, intrigas y contraintrigas, el Enrique VIII de The Tudors encara el discurrir de los tiempos y se une a él. Nadie se baña dos veces en el mismo río, piensa, pero la historia con su cíclica tenacidad tendrá la última palabra.
Mad Men (2007-a la fecha): la historia de fondo
Una fabulosa escena incluida en el episodio que cierra la primera temporada de Mad Men condensa todo el embrujo de esta serie ambientada en los años sesenta. Don Draper, el donjuán que trae la batuta narrativa y funge como director creativo de la agencia publicitaria Sterling Cooper, cita a un antiguo colega (Teddy, copywriter de origen griego) para explicar a unos ejecutivos de Kodak lo que verdaderamente representa el producto que ellos llaman “la rueda” y que acabará siendo el famoso carrusel para diapositivas. “Nostalgia –dice Draper–. Una emoción delicada pero fuerte. Teddy me dijo que en griego nostalgia significa literalmente el dolor de una vieja herida; es una punzada en el corazón, mucho más poderosa que la simple memoria. Este aparato no es una nave espacial: es una máquina del tiempo. Va hacia atrás y hacia adelante. Nos lleva a un sitio al que anhelamos regresar. No se llama la Rueda: es el Carrusel. Nos permite viajar como viajan los niños. Damos vueltas y vueltas y volvemos a casa, al lugar donde sabemos que nos aman.” Durante su monólogo, Draper muestra a los clientes diapositivas que recortan su propio pasado conyugal y familiar: fragmentos de una felicidad que ahora se ve perturbada por la disolución de la tenue línea que separa lo privado de lo público. Es un instante mágico: nostalgia, sí, en estado puro.
Creada por Matthew Weiner, Mad Men toca fibras nostálgicas al trazar el retrato intimista de un grupo de seres disfuncionales que viven el boom de Madison Avenue en la Nueva York previa a la edificación de las Torres Gemelas y por ende a la posibilidad de un ataque terrorista. La amenaza, sin embargo, flota en ese ambiente idílico conquistado por el incesante humo de cigarro y los efluvios del alcohol que fluye como otro río Hudson entre las oficinas de Sterling Cooper y diversos bares y restaurantes de lujo. (Pocas veces se ha fumado y bebido tanto en la pantalla chica: el hedonismo sin restricciones). Invisible, sutil, esa amenaza remite al ruido de fondo captado por Don DeLillo: estamos después de todo en la era Kennedy, lo que implica no sólo el arranque de la carrera espacial sino los primeros descalabros en Vietnam, la invasión de Bahía de Cochinos, la paranoia nuclear detonada por la crisis de los misiles en Cuba, el activismo vinculado al Movimiento por los Derechos Civiles y el magnicidio que revela la presencia de un poder detrás del poder. Una época, en suma, de cambios sísmicos para la sociedad estadounidense.
Esa sociedad tiene a su delegado en los créditos iniciales de Mad Men: un hombre que cae de un rascacielos para atravesar un imperio de signos que promueven hábitos de consumo y evocar el vértigo explorado por Alfred Hitchcock. Es justo la impronta hitchcockiana lo que da mayor realce a las vidas cruzadas de la serie: tras su fachada de objetos de vitrina, las mujeres nutren corrientes secretas donde se agitan manías y frustraciones, el ennui urbano y la sexualidad a punto de deshacerse de sus ataduras para retribuir el frenesí carnal masculino. Los hombres de Mad Men se lanzan en picada sin saber que allá abajo, donde Ella Fitzgerald canta “Manhattan”, los espera la historia con sus huestes femeninas en busca de liberación.
El reloj ubicuo
Múltiples páginas en internet dan fe de la ubicuidad del Rolex anacrónico de Ben-Hur: Rome, The Tudors y Mad Men –sobre todo las dos primeras– están plagadas de imprecisiones históricas y licencias dramáticas que minan la verosimilitud del relato y falsean la realidad. Por supuesto: ¿de qué otro modo sino a través de licencias dramáticas se podrían reconstruir la Roma de los Césares y la Inglaterra de los Tudor para insertarlas en narraciones ágiles y atractivas a ojos del espectador que no conoce los clásicos latinos ni la obra de los especialistas en el siglo XVI? Y más aún: ¿cómo no falsear la realidad, primordialmente a través del dispositivo dialogístico, si contamos con un registro parcial del habla de esas épocas en que no existían medios mecánicos –léase grabadoras o cámaras– para consignarla con fidelidad? Ahí están las fuentes escritas, sí, y queda claro que los creadores de estas series las han consultado. No obstante, resultaría tedioso en términos estrictamente narrativos que los personajes se expresaran como en un discurso de Cicerón o una bula de Paulo III. La Historia con mayúscula siempre se ha prestado para ser reinterpretada por las historias con minúscula.
Lo que el grueso de las críticas soslaya es la aportación de Rome y The Tudors al género histórico. Mientras que la primera observa la historia de lado, desde el margen ocupado por plebeyos que sin embargo tienen una participación central en los hechos, la segunda aborda la historia de frente, desde la perspectiva de los protagonistas que la forjaron. Son series que ofrecen visiones complementarias: si Rome nos conduce de la plaza pública al interior del senado, The Tudors nos invita a conocer la sala del trono donde se toman las decisiones que acabarán por afectar al pueblo. Mad Men elige otra estrategia: la historia constituye el telón de fondo ante el que se agitan criaturas que ignoran hasta qué punto serán marcadas por los giros de su tiempo. Si en las tres aparece el Rolex de Ben-Hur, confieso que no lo he advertido: o el tictac de sus manecillas se ha acallado con la magia de la tecnología, o mi incredulidad se ha vuelto a suspender pese a mi reticencia.
en Letras Libres, octubre 2009
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