viernes, agosto 14, 2009

“El guía espiritual”, de Alexandra David-Néel






A
sí, del mismo modo que nosotros recurrimos a las luces de un profesor cuando queremos aprender matemáticas o gramática, en el Tíbet se recurre a un maestro místico para ser iniciado en los procedimientos espirituales.

El guía espiritual es denominado gurú en sánscrito, y los tibetanos han admitido este término extranjero en su lenguaje literario. Sin embargo, en la conversación, dicen generalmente "mi lama", y el adjetivo posesivo se entiende como indicador de la relación de discípulo a maestro.

Aunque los tibetanos pagan con un profundo respeto y una ayuda material efectiva los conocimientos que les son comunicados, es raro encontrar en este país la adoración ciega hacia el gurú, tan común en la India. El poeta anacoreta Milarespa fue una excepción. Los ejemplos de fervor parecido al suyo, su admiración por su maestro y la devoción que le testimonió, son excesivamente raros.

A pesar de muchas expresiones hiperbólicas empleadas en los discursos que le dirigen, o cuando hablan de él a otras personas, la veneración de los discípulos tibetanos va claramente más allá del maestro, hasta el saber del cual éste es depositario. Con escasas excepciones, los discípulos están cons­cientes de los defectos de "su lama", pero el respeto les impide confiar a otra persona sus descubrimientos en este sentido. Además, muchas cosas que parecerían reprensibles a un occi­dental no los chocan en lo más mínimo.

Los tibetanos, en general, no carecen de principios mo­rales, pero sus principios no son necesariamente los que se .adoptan en nuestros países. Por ejemplo, la poliandria, fre­cuentemente juzgada con severidad en Occidente, no les parece en modo alguno pecaminosa; pero en cambio el matrimonio entre parientes, incluso cuando los esposos son primos lejanos, les parece la peor de las abominaciones. Nosotros no vemos en esto ningún mal.

Aunque los tibetanos se muestren a veces pródigos en homenajes a un hombre cuyas imperfecciones saltan al primer golpe de vista, en muchos casos esta conducta no es conse­cuencia de la ceguera. Para comprender esta actitud hay que recordar que las nociones sobre el "yo" corrientes en Occidente son muy dis­tintas de las admitidas por los budistas. Así, hasta cuando rechazan la creencia en un alma inma­terial e inmortal, considerada como su verdadero "yo", la mayoría de los occidentales continúa imaginando una entidad homogénea, que dura por lo menos desde el nacimiento hasta la muerte. Esta entidad puede sufrir cambios, volverse mejor o peor, pero no se supone que estos cambios ocurren minuto a minuto. Y descuidando la observación de las manifestaciones que cortan la continuidad habitual del individuo se habla de un hombre bueno, malo, austero, disoluto, etc.

Los místicos lamaístas niegan la existencia de ese "yo". Afirman que se trata sólo de un encadenamiento de transformaciones, un agregado donde los elementos materiales y men­tales actúan los unos sobre los otros, y son conti­nuamente intercambiados con los de los agregados vecinos. El individuo, tal como ellos lo ven, es semejante a la corriente rápida de un río, o a un torbellino de múltiples aspectos. Los discípulos avanzados saben reconocer, entre la suce­sión de individualidades que se muestran en el maestro, aquella de la cual se puede obtener lecciones y consejos útiles. Para asegurarse este beneficio soportan las manifestaciones de orden inferior que aparecen en el mismo lama, como si aguardaran pacientemente, en medio de una muchedumbre vulgar, el paso de un sabio.

Un día yo conté a un lama la historia del reverendo Ekai Kawaguchi, quien, durante una estadía en el Tíbet, con el deseo de aprender la gramática, se dirigió a un maestro de renombre. Este último pertenecía a la orden religiosa y se presentaba como un gelong (practicante religioso de orden mayor). Sin embargo, tras haber habi­tado algunos días en casa del maestro, el alumno descubrió que su profesor había transgredido la regla del celibato, y que era padre de un niño. Este hecho le inspiró un profundo desagrado: embaló sus libros, sus petates, y se fue.

"¡Qué santurrón!", exclamó el lama al oír la anécdota. ¿Acaso el gramático sabía menos gramática por haber cedido a las tentaciones de la carne? ¿Qué vínculo existe entre esas cosas, y acaso la pureza moral del profesor debe preocupar al estudiante? El hombre inteligente cosecha el saber en donde lo encuentra. ¿Acaso no es un loco aquel que rehúsa recoger una joya depositada en un recipiente sucio, a causa de esta suciedad?

Los lamaístas esclarecidos contemplan desde el punto de vista psíquico la veneración testimoniada a un guía espiritual. De hecho consideran del mismo modo cualquier especie de culto. Sin dejar de reconocer que la dirección de un experto en materia espiritual es extremadamente útil y preciosa, muchos de ellos se inclinan a atribuir al discípulo mismo la mayor parte de la responsabilidad en el éxito o el fracaso del entrenamiento espiritual. No se trata aquí del celo del neófito, de su atención ni de su inteligencia: la utilidad de éstas se da por descontada. Pero otro elemento es considerado necesario, e incluso más poderoso que cualquier otro. Este elemento es la fe.

La fe, creen los místicos del Tíbet, y como ellos muchos asiáticos, es una fuerza en sí misma. Actúa independiente­mente del valor intrínseco del objeto. El dios puede ser una piedra y el padre espiritual un hombre vulgar y, sin embargo, el hecho de adorarlos puede despertar en el devoto una energía y unas facultades latentes insospechadas.

En cuanto a los testimonios exteriores de respeto, tienden en el culto al gurú, como en cualquier otro culto, a alimentar y acrecentar la fe y la veneración. Muchos novicios que nunca se hubieran atrevido a aventurarse por el sendero místico de no haber creído que eran sostenidos y empujados hacia adelante por el poder mental o mágico de su lama, en realidad se han apoyado sólo en sí mismos a lo largo de todo el camino. De todos modos, la con­fianza que tuvieron en su maestro produjo un efecto parecido al de una ayuda exterior efectiva.

Existen casos extraños. Algunos se entregan a veces a 18 prácticas de devoción o a otros ejercicios análogos, aunque estén perfectamente convencidos de la no existencia del objeto de su culto. Y esto no es una locura, como podríamos sentirnos tentados a creer, sino la demostración de un profundo conoci­miento de las influencias psíquicas y del poder de la auto­sugestión. Algunos católicos preconizan un procedimiento que, a primera vista, parece análogo. Consiste en hacer practicar todos los ritos de la religión por un incrédulo, con el fin de atraerlo a la fe.

Podemos pensar que la "incredulidad" de quien se presta a este juego con la finalidad de llegar a creer no es muy seria, y que el individuo en cuestión carece de convicción profunda: de ahí el éxito de una estratagema cuyo éxito él mismo desea.

Entre los lamaístas se trata de una cosa muy distinta. Estos últimos no buscan creer. La gimnástica a la que se entregan tiende simplemente a producir en ellos algunos esta­dos de conciencia que los creyentes imaginan se deben a la buena voluntad de su dios, o de su gurú, cuando en verdad son el fruto de la misma práctica: el acto físico influye sobre el espíritu. Esta ciencia ha sido conocida por los grandes "gurús" católicos. Aparece en los Ejercicios Espirituales de San Igna­cio de Loyola.

Los maestros místicos tibetanos han estudiado minuciosa­mente los efectos sobre el espíritu de las actitudes del cuerpo, de los gestos, de las expresiones del rostro, al igual que la acción de los objetos y del ambiente que nos rodea. El conoci­miento de estos procedimientos forma parte de su ciencia secreta, lo utilizan para el entrenamiento espiritual de sus discípulos, y los más avanzados de ellos lo emplean a veces voluntariamente, como acabamos de decir, para actuar sobre sí mismos.






en Iniciaciones e iniciados del Tíbet, 1972











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