jueves, agosto 06, 2009

“Confesiones de un artista de mierda”, de Philip K. Dick

Capítulo 1





Estoy hecho de agua. Jamás se darán cuenta de ello, porque la tengo contenida. También mis amigos están hechos de agua. Todos. Para nosotros, el problema no sólo radica en que debemos andar sin ser absorbidos por la tierra, sino que debemos ganarnos la vida.

En realidad, hay un problema aún mayor. No nos sentimos cómodos en ninguna parte. ¿Por qué?

La respuesta es la Segunda Guerra Mundial.

Comenzó el 7 de diciembre de 1941. En aquella época yo tenía dieciséis años y todavía asistía a la escuela secundaria de Sevilla. Tan pronto como escuché la noticia en la radio, me di cuenta de que iba a combatir en ella, de que nuestro presidente ahora tenía la oportunidad de azotar a los japoneses y a los alemanes, y que haría falta el esfuerzo de todos, hombro con hombro. La radio la había construido yo mismo. Siempre andaba montando receptores de tubos de superheterodino. Mi cuarto estaba atestado de auriculares, cables y condensadores, junto con mucho más material técnico.

El anuncio de la radio interrumpió una publicidad de pan que decía:

«¡Homer! ¡No te olvides del pan Homestead!».

Solía odiar esa publicidad, y acababa de pegar un salto para cambiar de frecuencia cuando, en el acto, la voz de la mujer fue cortada. Naturalmente, lo noté; no tuve que pensar dos veces para comprender que pasaba algo. Ahí tenía mi colección de sellos coloniales de Alemania —los que muestran el yate del Káiser, el Hohenzollem— desplegados a muy poca distancia de la luz directa del sol, sabiendo que debía colocarlos en el álbum antes de que les sucediera algo. Sin embargo, me quedé de pie en medio de mi cuarto sin hacer absolutamente nada, salvo respirar, y, claro está, mantener otros procesos normales en marcha. Mantener mi lado físico mientras mi mente se centraba en la radio.

Por supuesto, mi hermana, mi madre y mi padre habían salido a pasar la tarde fuera, así que no tenía a nadie a quien contárselo. Eso me puso lívido de cólera. Después de las noticias sobre los aviones japoneses que nos bombardeaban, me puse a correr en círculos, tratando de pensar a quién llamar. Por fin, bajé a toda velocidad por la escalera y entré en el salón, desde donde telefoneé a Herman Hauck, un amigo de la escuela de Sevilla que compartía mi pupitre en la clase de Física 2A. Le conté las noticias y no tardó ni un instante en venir a casa en su bicicleta. Nos sentamos a la espera delante de la radio y discutimos la situación.

Al mismo tiempo encendimos un par de Camels.

—Esto significa que Alemania e Italia también intervendrán —le dije a Hauck—. Significa una guerra contra el Eje, no sólo contra los japoneses. Desde luego, primero deberemos machacar a los japs, y luego centrar nuestra atención en Europa.
—Cuánto me alegra ver que aquí tenemos nuestra oportunidad de darle su merecido a esos japoneses —comentó Hauck. Los dos nos mostramos de acuerdo—. Estoy ansioso de que entremos en guerra —añadió. Nos pusimos a dar vueltas por mi habitación, fumando y con los oídos atentos a la radio—. Miserables enanos de panza amarilla —soltó Herman—. ¿Sabes?, no tienen una cultura propia. Toda su civilización se la robaron a los chinos. En realidad descienden más de los monos; no son seres humanos de verdad. No es como luchar contra humanos reales.
—Es verdad —dije.

Por supuesto, esto era por 1941, y una afirmación no científica como ésa no se llegaba a cuestionar. En la actualidad sabemos que los chinos tampoco tienen una cultura. Se hicieron Rojos como la masa de hormigas que son. Para ellos, es una vida natural. Además, realmente no importa, porque estábamos destinados a tener problemas con ellos tarde o temprano. Algún día tendremos que machacarlos como machacamos a los japs. Y cuando llegue el momento, lo haremos.

No fue mucho después del 7 de diciembre cuando las autoridades militares transmitieron las noticias por los postes telefónicos, diciéndole a los japs que debían salir de California para tal y tal fecha. En Sevilla —que se encuentra a unos sesenta kilómetros de San Francisco— teníamos cierto número de japoneses haciendo negocios; uno llevaba un vivero, otro una tienda de comestibles... sus típicas tiendas pequeñas, con las que ganan unos peniques aquí y allá, haciendo que sus diez hijos realicen todo el trabajo y, por lo general, manteniéndose con un bol de arroz al día. Ningún blanco puede competir con ellos, ya que están dispuestos a trabajar por nada. Bueno, pues ahora tenían que largarse, les gustara o no. En mi opinión, era por su bien, ya que muchos de nosotros estábamos agitados ante la visión de los japs saboteando y espiando. En la escuela secundaria de Sevilla, unos cuantos perseguimos a un chico japonés y lo zarandeamos un poco, para que viera cómo nos sentíamos. Si no recuerdo mal, su padre era dentista.

El único jap que yo conocía de verdad era un vendedor de seguros que vivía enfrente de nosotros. Como todos ellos, tenía un gran jardín a ambos lados de la casa y en la parte de atrás, y por las tardes y durante los fines de semana solía aparecer con unos pantalones de color caqui, una camiseta y zapatillas de tenis, llevando una manguera y un saco de fertilizante, un rastrillo y una pala. Había plantado un montón de verduras japonesas que jamás reconocí, algunas alubias, calabazas y melones, más las acostumbradas remolachas y zanahorias. Yo solía observarlo mientras quitaba las malas hierbas alrededor de las calabazas, y siempre le decía:

—Ahí está Jack Calabacín de nuevo en su jardín buscando una nueva calabaza.

Con su cuello flaco y su cabeza redondeada no se parecía a Jack Calabacín; tenía el pelo afeitado, como lo llevan ahora los estudiantes universitarios, y siempre sonreía. Tenía dientes enormes que los labios jamás le tapaban.

En aquella época, antes de que sacaran a los japs de California, me obsesionaba la idea de ese amarillo dando vueltas por el barrio con una calabaza en descomposición, buscando una fresca. Tenía un aspecto tan enfermizo —principalmente porque era muy flaco y encorvado— que me puse a conjeturar cuál podía ser su mal. A mí me parecía que era tuberculosis. Durante un tiempo temí —me molestó semanas enteras— que un día que estuviera en su jardín o que bajara por el camino particular en dirección a su coche, se le rompiera el cuello y se le cayera la cabeza a los pies. Aguardé con temor que le sucediera, por eso siempre debía estar atento cuando le oía. Y siempre que andaba cerca podía escucharle, porque constantemente carraspeaba y escupía. Su mujer también escupía, y era muy pequeña y bonita. Casi se parecía a una estrella de cine. Pero su inglés, según mi madre, era tan malo que resultaba inútil que alguien intentara hablar con ella; lo único que hacía era reírse entre dientes.

La idea de que el señor Watanaba se parecía a Jack Calabacín jamás se me podría haber ocurrido si no hubiera leído los libros de Oz en mis años infantiles; de hecho, todavía tenía algunos por mi habitación bien entrada ya la Segunda Guerra Mundial. Los guardaba con mis revistas de ciencia-ficción, mi viejo microscopio y mi colección de piedras, y con el modelo del sistema solar que había construido en la escuela secundaria para mi clase de ciencia. Cuando se escribieron los libros de Oz, allá por 1900, todo el mundo los tomó por una ficción, igual que sucedió con los libros de Julio Verne y H.G. Wells. Pero ahora empezamos a ver que aunque los personajes, como Ozma, el Mago y Dorothy, eran creaciones de la mente de Baum, la idea de una civilización en el interior del mundo no es algo fantástico. Recientemente, Richard Shaver ha proporcionado una descripción detallada de una civilización en el interior del mundo, y otros exploradores están alerta ante la posibilidad de tales descubrimientos. También puede que se descubra que los continentes perdidos de Mu y la Atlántida pertenecen a una cultura antigua en la que las tierras interiores han desempeñado un papel importante.

Hoy en día, en los años 50, la atención de todo el mundo está dirigida hacia arriba, al cielo. La vida en otros mundos es lo que centra la atención de la gente. Sin embargo, en cualquier momento el suelo se puede abrir bajo nuestros pies y surgir extrañas y misteriosas razas de su interior. Vale la pena pensar en ello... Y en California, con eso de los terremotos, la situación resulta particularmente acuciante. Cada vez que hay un terremoto, me pregunto: ¿abrirá éste la grieta en el suelo que, finalmente, revele el mundo interior? ¿Será éste?

A veces, a la hora de la comida, lo he discutido con mis compañeros de trabajo, hasta con el señor Poity, el dueño de la empresa. Mi experiencia me dice que si algunos tienen conciencia de una raza no terrestre, sólo se preocupan de los ovnis y de las razas con las que nos encontramos, sin darnos cuenta, en el cielo. Es lo que llamaría intolerancia, incluso prejuicio, pero requiere mucho tiempo, hasta en estos días, que los hechos científicos lleguen al conocimiento del público en general. Los mismos científicos son remisos al cambio, así que depende de nosotros, el público científicamente entrenado, ser la avanzadilla. No obstante, he descubierto, incluso entre nosotros, que hay muchos a los que no les importa nada. Mi hermana, por ejemplo. En los últimos años, ella y su marido han estado viviendo en la parte norte del Condado de Marin, y lo único que parece preocuparles ahí arriba es el budismo zen. De modo que aquí, en mi propia familia, hay un ejemplo de una persona que ha pasado de la curiosidad científica a una religión asiática que amenaza, igual que el cristianismo, con ahogar la facultad racional de cuestionamiento.

Sea como fuere, el señor Poity está interesado, y yo le he prestado unos libros del Coronel Churchward sobre Mu.

Mi trabajo en el Servicio de Ruedas One-Day Dealer’s es interesante, y me obliga a emplear parte de mi destreza con las herramientas, aunque muy poco de mi entrenamiento científico. Me encargo de volver a marcar surcos. Lo que hacemos es coger las lisas, es decir, las ruedas que están tan gastadas que ya casi no les quedan estrías; luego, con una punta caliente marcamos surcos hasta la misma cubierta, siguiendo el viejo patrón gastado, de modo que da la impresión de que la rueda aún tiene caucho... cuando, en realidad, sólo queda el material de la cubierta. Entonces, la pintamos con pintura negra de caucho, dejándole la apariencia de una rueda en buenas condiciones. Por supuesto, si la lleváis en vuestro coche, basta con que piséis una cerilla caliente y ¡boom! Tenéis una rueda pinchada. Sin embargo, por lo general, una rueda vuelta a marcar aguanta un mes. De paso, no podéis comprar ruedas como las que yo hago. Tratamos sólo al por mayor, esto es, con agencias de coches usados.

El trabajo no paga mucho, pero resulta divertido descubrir el viejo patrón de surcos... a veces casi ni se ve. De hecho, a veces sólo un experto, un técnico entrenado como yo, puede verlo y rastrearlo. Y hay que hacerlo a la perfección, porque si te apartas del patrón original, queda una marca que hasta un idiota puede reconocer que no ha sido hecha por la máquina original. Cuando termino con una rueda, no parece marcada a mano. Muestra el aspecto exacto que tendría si lo hubiera hecho una máquina, lo cual, para un marcador de surcos, es la sensación más satisfactoria del mundo.





1975










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