miércoles, julio 22, 2009

“Y Segundo Qué Tuvo Que Ver Con Los Perros”, de Rodrigo Severin







Corría una apacible tarde primaveral, tarde de plaza, plaza de Coyoacán. Lo de primaveral en realidad lo traía el día, porque más bien esta breve historia se sitúa en las vísperas de otoño y fiestas patrias… O quizás se lo traía Segundo de Chile, que por situarse en el hemisferio opuesto, lleva el correspondiente desfase estacional. Pero como el mes de septiembre no se puede traer ni llevar, sí traía Segundo la nostalgia de sus propias fiestas nacionales, que sincronizan con las mexicanas.

El caso es que nuestro desdichado héroe, sin quererlo ni buscarlo, se vio envuelto en un conflicto menor como parte, advirtiendo fatídicamente en el preciso instante en que establecía el implícito pacto que motiva este relato, que sería a contrapelo suyo, pues de tomar partido, bien le habría gustado asociarse a la contraparte.

A pesar de haber conocido en primera persona “la venganza de Moctezuma” por una enchilada (con agravantes) del día anterior, Segundo Severo se paseaba ufano por la plaza de los coyotes, con un híbrido de jovialidad, parsimonia y orgullo. Y era principalmente orgullo el sentimiento que dominaba su temple, pues luego de un ya aliviado café, había adquirido tres joyitas desde El Parnaso: Martín Fierro de Hernández, El desenfreno erótico de Deleito y Piñuela y Crítica de la filosofía kantiana de Schopenhauer. El beneficio del trato redundó en un aumento de la capacidad pulmonar de Segundo, que ya tenía por criaturas las que ha poco no eran más que piezas inanimadas de entre un mar de ellas, destinadas a una trivial transacción. Banal y fugaz, dimensiones de su ánimo, no eran aspectos que escapasen a su sensibilidad, mas éste no era asunto que estuviese dispuesto a cuestionar en tan sublime momento.

Niños revoloteando, palomitas de maíz, algodones, enamorados, globos, guirnaldas, banderas, verde, blanco y rojo formaban parte de los motivos cromáticos que adornaban y desbordaban la plaza: todo ello contribuía a su magnanimidad.

Dispuesto a perpetuar el trance, Segundo se había sentado a un costado del centro de la plaza con el vago propósito de atestiguar la multiplicidad de pequeños eventos que dan vida y configuran el acontecer propio de tan singular espacio urbano. Su contemplación, que ahora más parecía embobamiento, fue distraída por el jugueteo de dos perros pastores irlandeses: azabache el uno, bayo el otro. La impresión que causaba el cuadro resultaba realmente conmovedora, puesto que los perros chapoteaban y entraban y salían de la fuente dando grandes brincos a gusto y disgusto, teniendo por fondo y contraste sendos coyotes que coronaban la fuente, en idéntica actitud, bañados por imperecederos y también lúdicos chorros fluviales.

Absorto se encontraba Segundo disfrutando de la escena, cuando por su espalda apareció una viejita que le interpeló diciéndole:

-Qué tal joven, mi nombre es Laura. Le echa una ojeada a mis cosas por favor, que yo voy a ir a hablar con “estos”.

Al rematar su sentencia con “estos”, la señora agachaba la cabeza y fruncía el ceño, ajustando sus lentes con la mano derecha, de modo que asomaran sus ojos por sobre el marco de aquellos, y así, quedando fijos en los de Segundo, enfatizar con mayor dramatismo su despecho y severidad. Mecánicamente y algo perplejo, Segundo contestó:

-Sí, cómo no.

En esto, la señora Laura se dirigía, a paso lento pero resuelto, ya adivinaba Segundo, al que aparecía como amo de los pastores, que se ubicara a unos diez metros por enfrente suyo. Una vez llegada, encaró al joven, inicialmente con gravedad y recato. Pero duró poco su solemnidad, dado que la serenidad y sensatez con que el joven replicaba a sus razonamientos no hacían más que aguijonear la irritación de doña Laura, de tal forma que al poco rato la señora estaba dando gritos y haciendo grandes aspavientos.

-¡Cómo es posible que sus perros se bañen en la fuente! ¡Qué mal educados los tiene! ¿No sabe usted que la función de la pileta es la de decorar y no de servir de bañera para los perros?…

Luego llegan los niños de la escuela y mojan sus manitas… Fíjese que yo tengo unas perritas que son muy bien educadas y saben muy bien cómo comportarse…

-Y ahora, ¿por qué no las trae? ¿pues por qué no las saca a pasear?… ándele, no sea mala. A los perros les gusta jugar, y está bueno que jueguen- interrumpió el joven con un dejo de picardía.

La desproporción entre la cada vez mayor liviandad con que el joven se tomaba el asunto y la furia creciente de la señora Laura, tornaba el espectáculo en gran comedia, tanto más en cuanto los perros parece que más se esmeraban en jugar, ya sacudiendo toda el agua absorbida en la pileta sobre la señora, ya saltando con las patas embarradas encima de ella. Tal era la ofuscación de la viejecita, que al tiempo no prestaba atención a las travesuras de los perros, sino exclusivamente al valor trascendental de sus argumentos y enseñanzas.

-¡A dónde vamos a llegar con esta juventud! ¡No hay ningún respeto!… Ya hablé con el jardinero, y me contó que ya se le había quejado y que usted le había puesto como camote. ¡Voy a poner un reporte en La Delegación!

Segundo, con un ojo puesto en los bultos de la señora Laura, y con el otro en la discusión, se deleitaba terciando mentalmente dimes y diretes. No había punto alguno en que concordara con la viejita. Se decía: “… pero, qué le importa a esta vieja que se bañen y jueguen los perros… no le hacen daño a nadie, alegran el parque y con los coyotes dan una estética fantástica al lugar… ¿por qué estas viejas salen a ventilar sus neurosis y a molestar al resto del mundo? ¿no se bastan a sí mismas acaso, que además tienen que aburrir a los demás?…”. Con sorna y cierta maldición se reía para sus adentros de la vieja, toda embadurnada por los mismos perros que estaban siendo víctima de sus airados reclamos.

Absorto en su burla interna, Segundo Severo no se percató de que la discusión ya había acabado. La señora Laura volvía descargada y tranquila, como si nada hubiera pasado. Volvió a ver “las cosas” de la señora para asegurarse de que permanecían ahí, donde ella las había dejado, y hacerle un coloquial (y algo cínico) gesto de “misión cumplida”.

-Muchas gracias caballero -apuntó doña Laura.
-Cuando guste.

Luego de un suspiro de satisfacción, por haber presenciado tan pintoresca historia, Segundo volvió a poner los pies sobre tierra y quiso ojear el flamante Martín Fierro. Su bolso negro no estaba en ningún lado. Un vértigo le recorrió el cuerpo entero. Alzó la vista y en dirección de la Merendera de Las Lupitas, a unas dos cuadras de distancia, enmudecido, divisó dos coyotes que se alejaban corriendo, uno de los cuales llevaba del hocico su bolsón con pasaporte, dólares y tres libros nuevos.

Se revisó los bolsillos y contó en monedas veinte pesos. Resignado se fue a la próxima cantina.

-¿A cómo sale una cerveza?
-Veinte pesos, señor.
-Una por favor.




México, D.F., 2000










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