Capítulo IV de la Segunda Parte
Unos días después, Nicolás vio aparecer ante sí a la madre y a Sofía pobremente vestidas con trajes de indiana usados, una mochila al hombro y el bastón en la mano. Aquel atuendo hacía parecer más pequeña a Sofía, y hacía su rostro pálido aún más severo.
Al decir adiós a su hermana, Nicolás le estrechó calurosamente la mano, y la madre observó una vez más qué poco aparatoso era su afecto. No se prodigaban los besos ni las palabras cariñosas, y, sin embargo, eran sinceros y llenos de ternura el uno hacia el otro. Donde ella había vivido, las gentes se abrazaban mucho y se decían frecuentemente cosas afectuosas, lo que no les impedía morderse entre sí como perros rabiosos.
Las dos mujeres atravesaron la ciudad en silencio, llegaron al campo y tomaron una ancha carretera de tierra apisonada, entre dos filas de viejos abedules.
-¿No se cansará? -preguntó la madre a Sofía.
-¿Cree que no tengo costumbre de andar? Ya sé lo que es. Alegremente, como si relatase travesuras de su infancia, Sofía se puso a contarle a la madre sus actividades revolucionarias. Tenía que vivir bajo un nombre falso, utilizando una carta de identidad falsificada, disfrazarse para escapar a los espías, transportar decenas de kilos de libros prohibidos a distintas ciudades, organizar la evasión de camaradas deportados, hacerles cruzar la frontera. Tuvo instalada en su casa una imprenta secreta, y cuando los gendarmes, que lo supieron, se presentaron a registrar, apenas tuvo tiempo de disfrazarse de criada unos segundos antes de su llegada. Había salido cruzándose con los visitantes en la puerta del edificio, con el abrigo, el pañuelo a la cabeza y un bidón de petróleo en la mano, y en aquel riguroso frío de invierno había atravesado la ciudad de un extremo a otro. Otra vez había llegado a un lugar desconocido, para ir a casa de unos amigos; subía ya la escalera, cuando se dio cuenta de la presencia de un funcionario de la policía. Era demasiado tarde para volverse atrás; entonces, llamó audazmente a la puerta del piso de abajo y, entrando con su maleta en la vivienda de unos desconocidos, les explicó francamente su situación.
-Pueden entregarme si quieren, pero creo que no lo harán -dijo con firmeza.
Aterrada, aquella gente no durmió en toda la noche, esperando a cada momento que llamasen a su puerta, pero no se decidieron a entregarla a los gendarmes, de lo que rieron todos juntos cuando llegó el día. Otra vez, vestida de monja, había viajado en el mismo vagón y en el mismo banco que un inspector que trataba de encontrarla y que se alababa de su habilidad, al explicar cómo iba a dar con ella. Estaba seguro de que iba en aquel tren, en segunda clase. A cada parada salía, diciendo al volver:
-No la veo..., debe ir durmiendo. ¡También ellos se cansan, llevan una vida dura, del estilo de la nuestra!
La madre reía escuchando estos relatos, y la miraba con ojos de afecto. Alta, delgada, Sofía caminaba con el paso firme y ligero de sus esbeltas piernas. En su modo de andar, en sus palabras, en el tono mismo de su voz, levemente opaca pero resuelta, en toda su silueta elegante, había una bella salud moral, una alegre osadía. Posaba sobre todas las cosas su mirada nueva y joven, y en cualquier parte encontraba detalles que excitaban su juvenil alegría.
-¡Mire qué abeto más bonito! -exclamó, mostrando a la madre un árbol que ésta se detuvo a mirar. No era ni más alto ni más recio que los otros.
-¡Una alondra!
Los ojos grises de Sofía tuvieron un resplandor de ternura y su cuerpo pareció querer lanzarse delante del claro cantar de la alondra invisible, en el cielo luminoso. A veces, con un ágil movimiento, se bajaba a coger una flor silvestre cuyos pétalos temblorosos acariciaba amorosamente, con el ligero roce de sus delgados y nerviosos dedos. Y canturreaba alguna hermosa música.
Todo ello acercaba a la madre a aquella mujer de ojos claros, se apretaba involuntariamente contra ella, esforzándose en ir a su mismo paso. Pero, a veces, en las frases de Sofía, había algo de demasiado vivo, que parecía superfluo y que suscitaba en Pelagia un pensamiento inquieto.
-No va a gustarle a Michel.
Un instante más tarde, Sofía hablaba de nuevo, sencillamente, cordialmente, y la madre, sonriendo, la miraba con ternura.
-¡Qué joven es usted aún! -suspiró.
-¡Oh, tengo ya treinta y dos años! -dijo Sofía.
Pelagia sonrió:
-No es eso lo que quiero decir...; por su aspecto se puede pensar que tiene más. Pero cuando se la mira a los ojos, cuando se la escucha..., es asombroso, parece una muchachita. Ha llevado una vida agitada y difícil, peligrosa, y, sin embargo, su corazón sonríe siempre.
-No creo que mi vida sea difícil, y no puedo imaginar ninguna mejor ni más interesante... Voy a llamarla por su patronímico, Nilovna. Pelagia no le va.
-Como quiera. Si eso le gusta... -dijo la madre pensativa. La miro a usted, la escucho, y reflexiono. Me gusta ver cómo conoce el camino que lleva al corazón de las gentes. Se abren ante usted sin vacilación, sin temor: el alma se descubre por sí sola y va a su encuentro. Yo pienso en todos ustedes, y me digo: vencerán al mal, es seguro que lo vencerán.
-Tendremos la victoria porque estamos con los trabajadores -dijo Sofía con fuerza y seguridad-. El pueblo decide; con él todo es realizable. Solamente hay que despertar su conciencia, que no tiene libertad para desarrollarse...
Sus palabras despertaron en la madre un sentimiento complejo. Sofía le daba pena, sin saber por qué; era una piedad amistosa que no hería, y le habría gustado oírle decir otras palabras, más sencillas.
-¿Quién os recompensará de vuestros trabajos? -preguntó dulce y tristemente.
-Ya estamos recompensados -respondió Sofía, en un tono que pareció a la madre lleno de orgullo-. Hemos encontrado una vida que nos satisface, y donde podemos desplegar todas las fuerzas de nuestra alma, ¿hay algo mejor?
La madre le lanzó una ojeada y bajó la cabeza, pero pensó de nuevo:
«No gustará a Michel.»
Aspirando a pleno pulmón el aire tibio, no caminaban muy aprisa, sino con paso sostenido, y la madre tenía la sensación de efectuar un peregrinaje. Recordaba su niñez, y la alegría que la animaba cuando, en alguna fiesta, dejaba su aldea para ir a algún monasterio lejano, a visitar algún milagroso icono.
Algunas veces, Sofía cantaba con voz no muy potente, pero muy bella, canciones nuevas que hablaban de cielos o de amor, o se ponía a declamar versos celebrando los campos, el Volga, y la madre sonreía, escuchaba balanceando involuntariamente la cabeza al ritmo de la poesía, cuya música le encantaba.
Su corazón se bañaba en la tibieza, la paz y el ensueño como en un viejo jardín una tarde de estío.
1906-1907
No hay comentarios.:
Publicar un comentario