miércoles, abril 29, 2009

"En el mesón Las Tres Lilas", de Jan Neruda







Me parece que enloquecí en aquella ocasión. Me esta­llaban los músculos, me bullía la sangre en las venas.

Era una noche caliente, tenebrosa. Tras varios días de calor sofocante, gruesas nubes negras taparon el cielo. Desde esa tarde había un ventarrón que las arreaba y des­barataba en tiras, para amasarlas otra vez más adelante. Por fin se desató una tormenta tremenda con un aguacero brutal; la borrasca y la lluvia duraron hasta bien avan­zada la noche. Me quedé sentado bajo la galería del me­són "Las Tres Lilas", próximo a la puerta de Strahov; un pequeño mesón únicamente frecuentado por muchos clien­tes los días domingo, sobre todo cadetes y suboficiales entretenidos en el saloncito con sus bailes acompañados por el piano. Era justamente un domingo. Me quedé sen­tado, solo bajo la galería, en una mesa cercana a la ven­tana. Casi sin intermitencia, resonaban los truenos; la llu­via aporreaba las tejas sobre mí; el agua caía a baldes por las calles anegadas, y adentro del mesón los cadetes no dejaban en paz al piano más que por instantes. Cada tanto atisbaba por la ventana abierta y podía ver a las sonrien­tes parejas felices en plena danza; cuando me aburría de ello, examinaba las sombras del jardín. A la luz de un rayo pude ver unas pilas de huesos humanos junto al cerco del jardín, donde terminaba la galería. En no sé qué época había existido en ese lugar un cementerio y justamente la semana pasada acababan de desenterrar las osamentas restantes para llevarlas a otro sitio. Aún esta­ban la tierra en desorden y los sepulcros sin cerrar.

Muy poco me quedé quieto en la mesa. Me paraba a cada rato e iba a la puerta abierta del saloncito para poder ver mejor las parejas de bailarines. Me fascinaba una bella joven de aproximadamente dieciocho años. Era espi­gada, con buenas y gallardas formas, pelo negro cortado a la altura de la nuca, rostro oval y delicado como el terciopelo, ojos claros... ¡una belleza de muchacha! En especial me cautivaban sus ojos. Eran claros como el agua, misteriosos como un lago lleno de secretos, y tan firmes que de inmediato hacían pensar en las palabras: "Primero se cansará el fuego de la leña y el mar de las aguas que esa mujer de los hombres".

Bailaba casi sin parar. Rápidamente se percató de que me gustaba. Al pasar delante de la puerta en que yo es­taba parado, me clavaba los ojos insistentemente y cuando se desplazaba por el saloncito me daba cuenta de que me estaba mirando desde lejos. No pude ver, por el contra­rio, que conversara con ninguno de los asistentes.

Cuando aparecí de nuevo en la puerta se cruzaron de inmediato nuestras miradas, aunque ella estaba al fondo. Terminaba la contradanza y en esa circunstancia apareció en la sala otra chica, muy apurada, con la respiración cortada y completamente empapada, que avanzó entre la gente hasta la chica de los lindos ojos. Recomenzó la música para la última parte de la contradanza. La que acababa de entrar le susurró alguna cosa a la de los ojos cautivantes; quien se limitó a asentir con la cabeza, sin decir una sola palabra. La última parte del baile duró bastante. La dirigía un cadete gallardo y bromista. Al terminar la danza, la chica de los ojos claros dirigió la vista otra vez a la entrada que daba al jardín y por fin salió por la puerta principal de la sala. La vi colocarse el tapado y después se fue.

Me instalé de nuevo en mi mesa. La borrasca arreció en ese instante, como si quisiera agotar los ruidos de que disponía; el viento aulló otra vez y los rayos caían sin parar. Presté atención, agitado, pero en verdad no dejaba de pensar en esa chica y en sus ojos subyugantes. No me moví de mi silla; de cualquier manera, me era impo­sible irme a mi casa.

Un cuarto de hora después miré de nuevo la sala. La chica se encontraba de nuevo allí. Estaba acomodándose la ropa empapada, se secaba los cabellos mojados, con la colaboración de una amiga un poco mayor.

–¿Para qué te fuiste a tu casa con semejante tormenta? –le preguntó la acompañante.
–Mi hermana vino por mí.

Fue la primera vez que escuchaba su voz. Era fuerte y suave como una seda.

–¿Ocurría algo en tu casa?
–Recién murió mi madre.

Tuve un estremecimiento.

La joven se dio vuelta y salió hacia la galería. La tenía junto a mí; me miró fijo en los ojos y sentí su mano en la mía, trémula. La tomé de la mano. ¡Era tan tierna!

La conduje, sin hablar, hasta donde terminaba la galería; fue tras de mí sin oponerse.

La borrasca estaba en su apogeo. El vendaval aullaba, trepidaban el cielo y la tierra, sacudiéndose; resonaban los truenos encima de nosotros y todo era tétrico en derredor. Parecía que los muertos se lamentaban en sus sepulcros abiertos.

Se escondió entre mis brazos. Contra el pecho sentí el roce de su ropa mojada y la presión de su cuerpo elástico y cálido contra el mío, y su aliento ardiente como una lla­marada... ¡Creí que debía sorber su alma pervertida!






en Cuentos de la Malá Strana, 1877











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