lunes, abril 13, 2009

“El sexo sagrado del huésped de los amos”, de Pier Paolo Pasolini







Es una tarde de primavera avanzada (o, dada la índole ambigua de la historia, de principios de otoño), una tarde silenciosa. Apenas se oyen los ruidos —muy lejanos— de la ciudad.

Un sol oblicuo ilumina el jardín. La casa está aislada en el silencio; sin duda, han salido todos. En el jardín sólo queda el joven huésped. Está sen­tado en una reposera o en un sillón de mimbre. Lee, con la cabeza en la sombra y el cuerpo al sol.

Como lo comprobaremos dentro de poco —cuando, siguiendo las miradas que lo observan, nos acerquemos a él y percibamos los detalles de su cuerpo al sol— lee apuntes de medicina o de inge­niería.

El silencio del jardín en la paz profunda de ese sol impasible o consolador, entre los primeros ge­ranios que despuntan (o bien con las primeras hojas de los granados que caen) se interrumpe por un ruido irritante, monótono, excesivo: es la pequeña cortadora de césped mecánica que siega, moviéndose aquí y allá por el parque, reiniciando cada vez sin variantes, sin interrupción, su estri­dor incierto.

La que empuja adelante y atrás la cortadora de césped es Emilia.

Está en un rincón del jardín, al fondo de un parque liso, llano, de un verdor casi deslumbran­te, mientras el joven está en otro ángulo, cerca de la casa, bajo una pérgola de hiedra.

De cuando en cuando el ruido excesivo de la cortadora se interrumpe: Emilia se detiene un ins­tante, tensa. Mira con fijeza al joven, con una mirada muy extraña, como de quien no tiene el coraje de mirar y al mismo tiempo es lo bastante inconsciente como para no avergonzarse de su propia insistencia. Al contrario, su mirada se nu­bla poco a poco, como si fuera la propia Emilia la que pudiera sentirse molesta por esa indiscreta insistencia.

¿Durante cuánto tiempo sigue andando Emi­lia con la cortadora de césped, deteniéndose, mirando para después reanudar la marcha, encor­vada y sudorosa? ¿Y durante cuánto tiempo, in­consciente no sólo de ella, sino también de que la ignora, sigue el joven leyendo sus apuntes? Duran­te mucho tiempo, quizá durante toda la mañana, o sea durante la breve mañana de las casas ri­cas, donde las diez son todavía el alba. El sol se alza cada vez más en el cielo sin nubes, hasta ha­cerse ardiente en una árida paz estival.

Emilia sigue empujando con ímpetu, con tor­peza, la cortadora de césped (por lo demás, ese no debería ser trabajo de ella, sino del jardinero; pero desde hace algún tiempo ha tomado a su cargo el cuidado del parque por una especie de rivalidad con el jardinero, ya que ella es hija de campesinos y viene directamente del campo).

El joven no advierte, pues, que lo miran, to­talmente y casi inocentemente inmerso en su estudio que, ante los ojos de Emilia, es un pri­vilegio casi sagrado. Sobre todo porque ahora ha dejado los apuntes —quizá para descansar un poco— y lee un pequeño volumen, en rústica, de las poesías de Rimbaud. Y esta lectura lo absorbe aún más que la anterior.

Al principio, la mirada de Emilia, que se detie­ne para contemplarlo, es rápida, fugaz, y sólo puede abarcar la figura toda del huésped, con la cabeza en la sombra y el cuerpo al sol.

Pero después su mirada se agudiza y se fija du­rante más tiempo en aquel objeto lejano y sin reacciones: mientras se pasa el antebrazo por la frente para quitarse el sudor, explora, ceñuda, los detalles del cuerpo que se le ofrece allá, incons­ciente y total.

Poco a poco, sus gestos —que parecen obsesivos tan sólo por su simple mecanicidad— se vuelven obsesivos de un modo explícito y casi ostentoso.

De modo que ese ir y venir en la humilde fun­ción de cortar el césped pierde su naturalidad, su índole de tarea cotidiana, y se convierte casi en la forma externa de una intención oscura.

Y en verdad, en esas incesantes miradas al hués­ped empieza a insinuarse algo turbio, insensato. A tal punto que al fin —como si ya no pudiera re­sistir (pero el huésped sigue sin reparar en Emi­lia, sumergido en su lectura y, por otro lado, socialmente, espiritualmente, tan alejado de ella)—, Emilia, teatralmente, deja la cortadora en medio del parque y entra casi corriendo en la casa. Atra­viesa la sala, la cocina, entra en su cuarto, peque­ño como una celda, con los lujos concedidos por sus amos y con sus pobres pertenencias abigarra­das. Y allí empieza a hacer gestos que parecerían normales, pero que resultan absurdos por su fre­nesí y su inoportunidad. Se peina. Se levanta los pendientes. Reza (una breve plegaria, entre beata y extática). Después se sacude de su éxtasis, besa y vuelve a besar una imagen con el Sagrado Co­razón, y sale. Vuelve, siempre teatralmente, al jar­dín, a su cortadora.

Y reinicia el ceremonial obsesivo, empujando aquí y allá la cortadora por el césped, explorando siempre con los ojos turbios e inocentes el cuerpo del muchacho. Al poco tiempo, la contemplación de ese cuerpo se le hace insoportable. Y Emilia se revuelve enfurecida contra su propia tentación.

Escapa de nuevo, pero esta vez de manera aún más clamorosa: llorando, casi aullando, como víc­tima de un ataque de histeria.

Pisotea el césped del jardín, como una oveja loca, y vuelve a entrar, jadeando, en la casa.

Atraviesa una vez más la sala, se precipita en la cocina, y con un gesto violento pero un poco abstraído e idiota, arranca el tubo del gas, como si quisiera matarse.

Esta vez el joven, por la fuerza de las cosas, ha debido reparar e interesarse en ella. No puede sino haber oído ese llanto, esos sollozos frenéticos; no puede sino haber entrevisto la huida de la mujer, que a todas luces pretendía ser mirada y tomada en cuenta. De modo que la sigue casi corriendo y la encuentra en la cocina. Y allí la ve entregada a sus gestos exaltados de loca. La auxilia. Le quita el tubo del gas de las manos, procura animarla, reconfortarla, encontrar el medio para interrumpir ese ciego acceso de dolor que ya no reconoce nada.

La arrastra a su cuarto minúsculo y la tiende en la cama: la tiende, mientras ya Emilia empieza a agitarse y a suspirar con afán menos frenético y a mostrar el deseo de ser calmada y consolada.

En todo esto —en el acto de alzarla, de hablar­le, de tenderla en esa triste yacija—, el joven hués­ped tiene un aire extrañamente protector, casi maternal; como de una madre que ya conoce los caprichos de su hijo y se anticipa a ellos en una especie de amorosa conciencia.

Esa actitud suya, esa expresión de los ojos que parecen decir "¡no es nada grave!" se acentúan aún más cuando Emilia (halagada por su ternura y sus caricias, y ciegamente obediente a su ins­tinto, ya sin tapujos), casi mecánicamente, en una especie de inspiración más mística que histérica, se levanta la falda sobre las rodillas.

Este parece el único medio que tiene, privada de conciencia y de palabras —y ya de pudor— para declararse, para ofrecer algo, como una sú­plica, al muchacho. Y precisamente por excesivo, todo eso tiene una pureza y una humildad de animal.

Entonces el muchacho —siempre con aire ma­ternal, protector, dulcemente irónico—, le baja un poco la falda, como para defender el pudor que ella ha olvidado y que se le ofrece por entero. Después le acaricia la cara.

Emilia llora de vergüenza: mas no se trata de esa peculiar clase de llanto que es el desahogo in­fantil de una crisis ya aplacada, consolada.

Él le seca las lágrimas con los dedos.

Ella besa esos dedos que la acarician con el res­peto y la humildad de una perra o de una hija que besa las manos de su padre.

Nada se opone a su amor: y el muchacho se tiende sobre el cuerpo de la mujer, prestándose a su deseo de ser poseída por él.





en Teorema, 1970










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