El joven gritó una maldición, se levantó furioso y tiró la silla de una patada. El hombre de pelo cano, al hablarle, miraba en la camiseta negra, con la leyenda Iron Maiden, al espectro monstruoso que sujetaba con las manos los extremos de un cable de alta tensión y que lanzaba rayos por los ojos. El espectro tenía la melena muy larga y de un blanco de nieve.
“¿Qué haces? ¡Pon la silla en su sitio!”.
Estaban viendo el partido televisado. El rival había metido el gol del empate y se alejaban las posibilidades de que el Deportivo alcanzara el campeonato de Liga. Sólo faltaban cinco minutos para terminar el encuentro. Al fondo de la cocina, la madre tejía flores con los palillos de encaje. Aquel sonido industrioso pertenecía al orden natural de la casa. Se hacía notar cuando no existía.
“La culpa es de él”, dijo el joven con resentimiento.
“¿De quién? También el hombre de pelo cano se sentía molesto”.
“¿De quién va a ser? ¡Mira que es burro!”.
“¿Por qué le llamas burro? ¡No sabes ni de qué hablas!”.
“Estábamos ganando, estábamos ganando y va y cambia a un delantero por un defensa. Siempre recula. ¿No te das cuenta de que siempre se acojona y recula?”.
“¿Está él en el campo? Dime. ¿Está él en el campo? ¿No hay ahí once tipos que juegan? ¿Por qué siempre le echas la culpa a él?”.
“¡Porque la tiene! ¿Por qué no saca a Claudio? ¿A ver? ¿Por qué no? Íbamos ganando y va y cambia a Salinas. Todo al carajo”. “¿No dices siempre que Salinas es un paquete?”.
“Siempre no. Además ¿por qué lo cambia por un defensa?”.
“Los otros también juegan”, dijo el hombre de pelo cano en tono sensato. “¿No te das cuenta de que el contrario también juega? ¿Éramos unos muertos de hambre? ¿Recuerdas que éramos unos muertos de hambre? Estábamos en el infierno y ahora vamos segundos. ¡No sé qué coño queréis!”.
“¡No me vengas con rollos! Tú eres igual que él”, dijo el joven haciendo en el aire una espiral con el dedo.
“Que si tal, que si cual. Cuidadiño, sentidiño. El fútbol es así, una complicación… Tararí, tarará. Rollo y más rollo”.
“Ya lloraréis por él. Recuerda lo que te digo. ¡Vais a llorar por él!”.
El locutor anunció que se cumplía el tiempo. El árbitro consultaba el reloj. Después, en la pantalla se vio el banquillo local y la cámara enfocó el rostro apesadumbrado del míster. El hombre de pelo cano tuvo la rara sensación de que estaba delante de un espejo. Hundió la cabeza entre las manos y el entrenador pareció imitarle.
“¡Jubílate, hombre, jubílate!”.
El hombre de pelo cano miró para el joven como si le hubiera disparado por la espalda. La madre dejó los palillos de tejer sobre la almohada del encaje y el silencio que siguió tuvo el efecto de una banda sonora de suspense. “¿Por qué dices eso?”, dijo el hombre.
El joven fue consciente de que estaba atravesando una línea de alambre de espinos. La lengua rozaba el gatillo como un dedo que le había cogido gusto y que ya no obedecía las órdenes de la cabeza.
“Digo que va viejo. ¡Que se largue!”.
Habían discutido mucho durante toda la Liga, pero sin llegar al enojo. Ahora, por fin, el asunto estaba zanjado. El hombre de pelo cano había enmudecido, abstraído en algún punto de la pantalla. La cámara buscó al árbitro. Éste llevó el silbato a la boca y dio los tres pitidos del final.
“¡Ya está, se jodió todo! ¡A tomar por el culo!”.
“¡No hables así en casa!”, riñó la madre. Cuando apartaba los ojos cansados de los alfileres de la almohada del encaje, tenía la sensación de que miraba al mundo por una celosía enrejada con punto de flor.
“¡Hablo como me sale del carajo!”. El joven marchó dando un portazo que hizo pestañear la noche.
Ahora el joven gobernaba el motor y el padre escrutaba el mar. Por el acantilado del Roncudo de Corme, en la Costa da Morte, se descolgaban los perceberos. Ellos iban en barca porque su misión era aún más arriesgada. Se acercaba la última hora de bajamar. Desde ese momento, y hasta que pasara la primera hora de pleamar, cada minuto era sagrado. Ellos iban en barca. Ése era el tiempo en que se dejaban pisar las Peñas Cercadas, los temidos bajíos donde rompe el Mar de Fóra. Sólo se aventuran allí los perceberos versados, los que saben leer entre olas, los que descifran las grafías que hace la espuma en los peñascos. Y hay que medir como cuervo marino o gaviota el reloj caprichoso del mar.
El mar tiene muchos ojos.
Cada vez que se acercaban a las Cercadas, el joven recordaba esa frase repetida solemnemente por el padre en la primera salida, como quien traspasa una contraseña para sobrevivir. Había otra lección fundamental.
El mar sólo quiere a los valientes.
Pero hoy el hombre de pelo cano iba en silencio. No le había dirigido la palabra ni para despertarlo. Batió con el puño en la puerta. Bebió un trago de café. Con gesto amargo, como si tuviese sal.
El padre tenía una norma fija antes de saltar a las Cercadas. Por lo menos durante cinco minutos estudiaba las rocas y seguía el vuelo de los pájaros marinos. Una costumbre que él, al principio, y cuando todo aparentaba calma, consideró inútil pero que aprendió a respetar el día en que descubrió de verdad lo que era un golpe de mar. El silencio total. El padre que grita desde la roca para que gobierne la barca y se aleje. Y de repente, saliendo de la nada, aquel estruendo de máquina infernal, de excavadora gigante. Trastornado, temblando, con la barca inundada por la carga de agua, busca con angustia la silueta de las Peñas Cercadas. Allí, erguido y con las piernas flexionadas a la manera de un gladiador, con la ferrada dispuesta como lanza que había atravesado el corazón del mar, está el padre.
Tantos ojos como el mar. El padre tiene hoy la mirada perdida. Él va a decir algo. Masca las palabras como un chicle. Oyes, que. Ayer, no. Pero el padre, de repente, coge la ferrada y el truel, se pone en pie, le da la espalda y se dispone a saltar. El joven sólo tiene tiempo a maniobrar para hacérselo fácil. Mantiene el motor al ralentí, con un remo apoyado en la roca para defender la barca. Espera las instrucciones. Un gesto. Una mirada. Es él quien advierte: “¡Vete con cuidado!”.
El mar está calmado. El joven tiene resaca. Había bebido mucho y regresaba tarde a casa con la esperanza de que la noche limpiaría todo lo del día antes, como hace el hígado con el licor de garrafa.
Mojó las manos en el mar y humedeció los párpados apretándolos con la yema de los dedos. Al abrir los ojos, tuvo la sensación de que habían pasado años. El mar se había oscurecido con el color turbio de un vino peleón. Miró al cielo. No había nubes. Pero fue aquel silencio contraído lo que lo alertó.
Buscó al padre. De manera incomprensible, el hombre de pelo cano le estaba dando la espalda al mar. Gritó haciendo bocina con las manos. Gritó con todas sus fuerzas, como si soplase por una caracola el día del Juicio Final. Atento a los movimientos del padre, olvidó por completo gobernar la barca. Escuchó un sonido arrastrado de bielas lejanas. Y entonces llamó por el padre por última vez. Y pudo ver cómo por fin se volvía, afirmaba los pies, flexionaba las rodillas y empuñaba el hierro frente al mar.
El golpe cogió de costado la barca y la lanzó como un palo de billarda contra las Cercadas. Pero el joven, cuando recordaba, no sentía dolor. Corría, corría y braceaba por la banda del campo, electrizado como el espectro de Iron Maiden. Había regateado a todos los contrarios, uno tras otro, metió el tercer gol en el último minuto, y ahora corre por la banda a cámara lenta, la melena flotante, mientras los Riazor Blues ondean banderas blanquiazules. Corre y corre por la banda con los brazos abiertos para abrazar al míster de pelo cano.
en Cuentos de fútbol, 1998.
Selección de Jorge Valdano.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario