Se dan tantas clases de amor que no sabemos a cuál de ellas referirnos para definirlo. Se llama falsamente amor al capricho de algunos días, a una relación inconsistente, a un sentimiento al que no acompaña la estima, a una costumbre fría, a una fantasía novelesca, a un gusto seguido de un rápido disgusto... en suma, se otorga ese nombre a un sinfín de quimeras.
Si algunos filósofos tratan de examinar a fondo esta materia poco filosófica que estudien el Banquete, de Platón, en el que Sócrates, amante honesto de Alcuzades y de Agatón, conversa con ellos sobre la metafísica del amor. Lucrecio habla del amor físico, y Virgilio sigue las huellas de Lucrecio.
El amor es una tela que borda la imaginación. ¿Quieres formarte idea de lo que es el amor? Contempla los gorriones y los palomos que hay en tu jardín, observa al toro que se aproxima donde está la vaca, y al soberbio caballo que dos mozos llevan hasta la yegua que apaciblemente le está esperando y al recibirle menea la cola; observa cómo chispean sus ojos, escucha sus relinchos, contempla sus saltos, sus orejas tiesas, su boca que se abre nerviosamente, la hinchazón de sus narices y el aire inflamado que de ellas sale, sus crines que se erizan y flotan y el movimiento impetuoso que los lanza sobre el objeto que la naturaleza les destinó. Pero no los envidies, porque debes comprender las ventajas de la naturaleza humana, que compensan en el amor todas las que natura concedió a los animales: fuerza, belleza, ligereza y rapidez.
Hay animales que no conocen el goce, como los peces que tienen concha; la hembra deja sobre el légamo millones de huevos y el macho que los encuentra pasa sobre ellos y los fecunda con su simiente, sin conocer ni buscar a la hembra que los puso.
La mayor parte de los animales que se aparean no disfrutan más que por un solo sentido, y cuando satisfacen su apetito termina su amor. Ningún animal, excepto el hombre siente inflamarse su corazón al mismo tiempo que se excita la sensibilidad de todo su cuerpo; sobre todo, los labios gozan de una voluptuosidad que no fatiga, y de ese placer sólo goza la especie humana. Es más, ésta, en cualquier época del año puede entregarse al amor; los animales tienen su tiempo prefijado. Si reflexionas y te haces cargo de estas preeminencias, exclamarás con el conde de Rochester: «El amor, en un país de ateos, es capaz de conseguir que adoren a la divinidad».
Como los hombres recibieron el don de perfeccionar todo lo que la naturaleza les concedió, llegaron a hacerlo con el amor. La limpieza y el aseo, haciendo la piel más delicada, aumentan el deleite que causa el tacto, y el cuidado que se tiene para conservar la salud hace más sensibles los órganos de la voluptuosidad. Los demás sentimientos se entremezclan con el del amor como los metales se amalgaman con el oro; la amistad y el aprecio lo favorecen, y la belleza del cuerpo y la del espíritu le añaden nuevos atractivos. Sobre todo, el amor propio estrecha esos lazos, porque el amor propio se encomia a sí mismo por la elección que hizo y las múltiples ilusiones que hace nacer, y embellece la obra cuyos cimientos inició la naturaleza.
Tales ventajas tienen los hombres sobre los animales. Si aquéllos disfrutan placeres que éstos desconocen, sufren en cambio pesares de los que las bestias no tienen la menor idea. Lo más terrible para el hombre es que la naturaleza haya emponzoñado en las tres cuartas partes del mundo los placeres del amor y los manantiales de la vida con esa enfermedad venérea espantosa que a él sólo ataca y a él sólo infecta los órganos de la generación.
De esta enfermedad no puede decirse que, como otras afecciones, es consecuencia de nuestros excesos. No es la relajación la que la introdujo en el mundo. Friné, Lais y Mesalina no sufrieron esa enfermedad, que trajeron de las islas de América, donde los hombres vivían en estado de inocencia, y se extendió por el Viejo Mundo.
Si de algo pudo acusarse a la naturaleza de contradecirse en su plan y de obrar contra sus propias miras es por haber difundido esa tremenda calamidad que sembró en la tierra la vergüenza y el horror. Si César, Antonio y Octavio no conocieron esa enfermedad, causó en cambio la muerte de Francisco I.
Los filósofos eróticos suscitaron la cuestión de si Eloisa pudo seguir amando verdaderamente a Abelardo cuando después de castrado fue fraile. Yo creo que Abelardo siguió siendo amado; la raíz del árbol cortado conserva siempre un resto de savia y la imaginación ayuda al corazón. Nos complacemos en continuar sentados a la mesa cuando no comemos ya. ¿Es esto amor?, ¿es un simple recuerdo?, ¿es amistad? Es un no sé qué compuesto de todo ello, un sentimiento confuso semejante a las pasiones fantásticas que los muertos conservaban en los Campos Elíseos. Los atletas que durante su vida habían triunfado en las carreras de carros después de muertos guiaban carros imaginarios. Allí Orfeo creía cantar aún. Eloisa vivía con Abelardo de ilusiones; ella le acariciaba con la imaginación algunas veces, con el placer superior que debía producirle haber hecho en el Paracleto voto de no amarle, y sus caricias debieron ser más deleitosas porque eran más culpables. La mujer no puede concebir pasión por un eunuco, pero puede conservar el cariño a su amante si por amarle le castran.
No sucede lo mismo al amante que envejeció al pie del cañón. De su exterior apuesto nada queda, sus arrugas repelen, su pelo blanco retrae los dientes que le faltan desagradan, y todo cuanto puede hacer la mujer amada, siendo virtuosa, se reduce a ser su enfermera y a soportar que le ame, dedicándose a enterrar a un muerto.
Si algunos filósofos tratan de examinar a fondo esta materia poco filosófica que estudien el Banquete, de Platón, en el que Sócrates, amante honesto de Alcuzades y de Agatón, conversa con ellos sobre la metafísica del amor. Lucrecio habla del amor físico, y Virgilio sigue las huellas de Lucrecio.
El amor es una tela que borda la imaginación. ¿Quieres formarte idea de lo que es el amor? Contempla los gorriones y los palomos que hay en tu jardín, observa al toro que se aproxima donde está la vaca, y al soberbio caballo que dos mozos llevan hasta la yegua que apaciblemente le está esperando y al recibirle menea la cola; observa cómo chispean sus ojos, escucha sus relinchos, contempla sus saltos, sus orejas tiesas, su boca que se abre nerviosamente, la hinchazón de sus narices y el aire inflamado que de ellas sale, sus crines que se erizan y flotan y el movimiento impetuoso que los lanza sobre el objeto que la naturaleza les destinó. Pero no los envidies, porque debes comprender las ventajas de la naturaleza humana, que compensan en el amor todas las que natura concedió a los animales: fuerza, belleza, ligereza y rapidez.
Hay animales que no conocen el goce, como los peces que tienen concha; la hembra deja sobre el légamo millones de huevos y el macho que los encuentra pasa sobre ellos y los fecunda con su simiente, sin conocer ni buscar a la hembra que los puso.
La mayor parte de los animales que se aparean no disfrutan más que por un solo sentido, y cuando satisfacen su apetito termina su amor. Ningún animal, excepto el hombre siente inflamarse su corazón al mismo tiempo que se excita la sensibilidad de todo su cuerpo; sobre todo, los labios gozan de una voluptuosidad que no fatiga, y de ese placer sólo goza la especie humana. Es más, ésta, en cualquier época del año puede entregarse al amor; los animales tienen su tiempo prefijado. Si reflexionas y te haces cargo de estas preeminencias, exclamarás con el conde de Rochester: «El amor, en un país de ateos, es capaz de conseguir que adoren a la divinidad».
Como los hombres recibieron el don de perfeccionar todo lo que la naturaleza les concedió, llegaron a hacerlo con el amor. La limpieza y el aseo, haciendo la piel más delicada, aumentan el deleite que causa el tacto, y el cuidado que se tiene para conservar la salud hace más sensibles los órganos de la voluptuosidad. Los demás sentimientos se entremezclan con el del amor como los metales se amalgaman con el oro; la amistad y el aprecio lo favorecen, y la belleza del cuerpo y la del espíritu le añaden nuevos atractivos. Sobre todo, el amor propio estrecha esos lazos, porque el amor propio se encomia a sí mismo por la elección que hizo y las múltiples ilusiones que hace nacer, y embellece la obra cuyos cimientos inició la naturaleza.
Tales ventajas tienen los hombres sobre los animales. Si aquéllos disfrutan placeres que éstos desconocen, sufren en cambio pesares de los que las bestias no tienen la menor idea. Lo más terrible para el hombre es que la naturaleza haya emponzoñado en las tres cuartas partes del mundo los placeres del amor y los manantiales de la vida con esa enfermedad venérea espantosa que a él sólo ataca y a él sólo infecta los órganos de la generación.
De esta enfermedad no puede decirse que, como otras afecciones, es consecuencia de nuestros excesos. No es la relajación la que la introdujo en el mundo. Friné, Lais y Mesalina no sufrieron esa enfermedad, que trajeron de las islas de América, donde los hombres vivían en estado de inocencia, y se extendió por el Viejo Mundo.
Si de algo pudo acusarse a la naturaleza de contradecirse en su plan y de obrar contra sus propias miras es por haber difundido esa tremenda calamidad que sembró en la tierra la vergüenza y el horror. Si César, Antonio y Octavio no conocieron esa enfermedad, causó en cambio la muerte de Francisco I.
Los filósofos eróticos suscitaron la cuestión de si Eloisa pudo seguir amando verdaderamente a Abelardo cuando después de castrado fue fraile. Yo creo que Abelardo siguió siendo amado; la raíz del árbol cortado conserva siempre un resto de savia y la imaginación ayuda al corazón. Nos complacemos en continuar sentados a la mesa cuando no comemos ya. ¿Es esto amor?, ¿es un simple recuerdo?, ¿es amistad? Es un no sé qué compuesto de todo ello, un sentimiento confuso semejante a las pasiones fantásticas que los muertos conservaban en los Campos Elíseos. Los atletas que durante su vida habían triunfado en las carreras de carros después de muertos guiaban carros imaginarios. Allí Orfeo creía cantar aún. Eloisa vivía con Abelardo de ilusiones; ella le acariciaba con la imaginación algunas veces, con el placer superior que debía producirle haber hecho en el Paracleto voto de no amarle, y sus caricias debieron ser más deleitosas porque eran más culpables. La mujer no puede concebir pasión por un eunuco, pero puede conservar el cariño a su amante si por amarle le castran.
No sucede lo mismo al amante que envejeció al pie del cañón. De su exterior apuesto nada queda, sus arrugas repelen, su pelo blanco retrae los dientes que le faltan desagradan, y todo cuanto puede hacer la mujer amada, siendo virtuosa, se reduce a ser su enfermera y a soportar que le ame, dedicándose a enterrar a un muerto.
en Diccionario filosófico de Voltaire, 1764
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