Por fin, Antonin Artaud se dejó entrevistar.
- Mi hoja de servicios. Primero, un papel de galán joven en Fait Divers, un film de vanguardia que se vio en el "Ursulines" y que contenía una escena de estrangulamiento a cámara lenta que podía pasar en su momento por una innovación. Algunas siluetas en diversos films: Surcouf, Le juif errant, Graziella. Por fin, Napoleón, de Abel Gance, en el cual encarné a Marat. Fue el primer papel en el que me pude sentir en la pantalla tal y como soy, donde me ha sido posible no sólo tratar de actuar sinceramente, sino expresar la concepción que yo tenía de una figura, de un personaje, que ha aparecido como la encarnación de una fuerza de la naturaleza, desinteresado e indiferente a todo lo que no fuera la fuerza de sus pasiones.
Después de Marat fue el hermano Krassien en Jeanne d'Arc, de Carl Th. Dreyer. Encarné esta vez a un santo, ya no efervescente, lleno de paroxismos y permanentemente arrancado de sí mismo, sino, por el contrario, absolutamente sereno. No quiero preocuparme por lo que el film, por lo que mi papel en este film haya pasado a ser en la versión llamada comercial. Sé que guardo de mi trabajo con Dreyer recuerdos inolvidables. Tuve relación allí con un hombre que ha llegado a hacerme creer en la justeza, la belleza y el interés humano de su concepción. Y cualesquiera que sean mis ideas sobre el cine, sobre la poesía, sobre la vida, me he dado cuenta por una vez de que no estaba en contacto con una estética, o una idea preconcebida, sino con una obra, con un hombre empeñado en elucidar uno de los problemas más angustiosos que existen: Dreyer empeñado en demostrar en Juana de Arco una víctima de una de las deformaciones más dolorosas que existen, la deformación de un principio divino al pasar por los cerebros de los hombres, llámense Gobierno, o Iglesia, o de cualquier otra manera.
También las modalidades, la técnica pura de este trabajo fueron apasionantes, porque si yo he encontrado en Dreyer un hombre exigente, en revancha he encontrado no un director, sino un hombre en el sentido más sensible, más humano y más completo de la palabra. Dreyer, empeñado en pedir, en insinuar al actor el espíritu de una escena, dejándole en seguida la amplitud de dirigirla, de darle una inclinación personal, con tal de que permanezca fiel al espíritu perdido; por cierto, que en la escena final del martirio final de Juana, antes del suplicio, antes de la comunión, cuando el hermano Krassien pregunta a Juana si sigue creyéndose enviada del cielo, la especie de exaltación comunicada a Krassien por Juana, por la situación y la escena, quizá no era indispensable, pero estuvo dictada por la emoción misma de los hechos, y Dreyer no intentó evitarla.
Tendría muchas cosas que decir sobre el film de Carl Th. Dreyer. Me alegro simplemente de que la representación de la versión íntegra haya hecho cambiar la opinión general sobre un film tan extraordinario.
Después de Jeanne d'Arc he hecho un intelectual en Verdun, Visions d'Histoire, de León Poirier, Mahaud en l'Argent, de Marcel L'Herbier, y un papel de bohemio enamorado en Tarakanova, que acabo de terminar bajo la dirección de Raymond Bernard.
Si bien no he tenido ocasión de crear en estos últimos films personajes tan decisivos como en Napoleón y Jeanne d'Arc, estoy seguro, ahora que he tomado contacto con diversos directores, de que me será posible al fin tener la ocasión de crear un personaje completo.
El cine es un oficio espantoso. Demasiados obstáculos impiden expresarse y realizar. Demasiadas contingencias comerciales o financieras molestan a los directores que conozco. Se defienden demasiadas gentes, demasiadas cosas, demasiadas necesidades ciegas. Por todo esto, el cine es un oficio que yo ciertamente abandonaría si en un papel me veo contenido, inválido, cortado de mí mismo, de lo que pienso y de lo que siento.
Por favor, amigo mío, no me compare usted con Conrad Veidt. Hay en este artista una especialización en el paroxismo, en lo excesivo, que yo trato de evitar cada vez más.
Una palabra todavía sobre el oficio de actor. Estoy oyendo cada día a directores, a quienes se les escapa el sentimiento propiamente dramático, alabar, en detrimento del actor profesional, al actor de ocasión, a quien, como en Finis Terrae, por ejemplo, se hace interpretar mejor que a un actor de oficio cualquier escena de la vida.
La discusión se basa en un malentendido, eso es todo.
El actor natural hace sobre la pantalla lo que hace en la vida y se puede conseguir que lo interprete con un poco de paciencia; pero el actor de cine, quiero decir, el bueno, el verdadero, ese que colocado en un terreno artificial, en el terreno del arte o de la poesía, siente y piensa directamente, espontáneamente, sin interpretar, este actor hace lo que nadie podría hacer, lo que él mismo en estado normal no hace.
Esa es toda la cuestión, querido amigo, le agradecería mucho que concediera más espacio en su artículo a las ideas que le comunico que a mis papeles. Las primeras son más susceptibles de interesar a sus lectores que los segundos.
en Cinémonde, 1 de agosto de 1929.
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