domingo, diciembre 14, 2008

"Individuo y cosmos en la filosofía del Renacimiento", de Ernst Cassirer

Inicio del tercer capítulo



Cuando hacia fines del año 1501 apareció en Roma la embajada que debía escoltar hasta Ferrara a Lucrecia Borgia, que contraía matrimonio con Alfonso de Este, contábase entre los diversos festejos que en la corte pontificia se organizaron en honor de esa embajada, una pieza de circunstancia en que se representa una lucha entre la Fortuna y Hércules. Juno envía contra su antiguo enemigo Hércules a la Fortuna, quien en lugar de vencerlo, queda derrotada, prisionera y encadenada. Cediendo finalmente a las instancias de Juno, Hércules la deja en libertad, pero impone una condición: ni una ni otra han de acometer empresa hostil alguna contra la casa de los Borgia o contra la de los Este, antes por el contrario las diosas han de amparar la alianza matrimonial de ambas casas [1]. Por cierto se trata sólo de una pieza de corte cuyo lenguaje es asimismo del todo cortesano y convencional; además la elección del símbolo de Hércules no parece a primera vista sino una alusión al nombre del duque Hércules de Este, padre de Alfonso, que gobernaba Ferrara. Pero mucho sorprende el hecho de que esta misma oposición alegórica representada por la pieza de circunstancia no sólo se encuentre repetidas veces en la literatura de la época, sino que penetre también en la filosofía misma. En efecto, hacia fines de la centuria aparece el mismo tema en la obra filosófica capital de Giordano Bruno. En Spaccio della bestia trionfante, de Bruno (1584), la Fortuna se presenta ante Zeus y ante la asamblea de los dioses olímpicos para pedirles el puesto que Hércules tenía en el número de las constelaciones. Pero su pretensión es vana aunque, eso sí, a la Fortuna, la inestable, la inconstante, no puede negársele ningún lugar en el universo; puede mostrarse a su gusto en todas partes, ya en el cielo, ya en la tierra. El puesto de Hércules, en cambio, es el concedido a la fortaleza del ánimo porque allí donde reinen la verdad, la ley y el justo juicio, no puede faltar la fortezza, que es amparo de todas las otras virtudes, escudo de la justicia y torre de la verdad; invulnerable a los vicios, no se doblega por los trabajos; constante contra los peligros, severa con la codicia, es la despreciadora de la riqueza y la vencedora de la Fortuna [2]. No debe sorprender que hayamos presentado la expresión cortesana de este pensamiento junto a la filosófica porque precisamente la circunstancia de que sea posible tal relación constituye un rasgo característico de la cultura del Renacimiento y de su general actitud espiritual. Burckhardt nos ha mostrado cómo la sociabilidad del Renacimiento y la forma de sus fiestas y espectáculos revelan gran parte de su espíritu, y una figura como Giordano Bruno enseña que las máscaras alegóricas de esos espectáculos extendían su influencia a un dominio que, de acuerdo con nuestro modo de pensar habitual, debía reservarse sólo al pensamiento abstracto, conceptual y sin imágenes. En una época en que las formas espirituales dominaban o informaban la vida en todos sus aspectos, en que los pensamientos capitales sobre el puesto del hombre en el mundo, sobre su destino y sobre la libertad manifestaban su influencia hasta en las piezas festivas, en tal época, pues, el pensamiento no podía limitarse a quedar encerrado en sí mismo y aspiraba, por lo tanto, a expresarse en símbolos visibles. Giordano Bruno constituye la expresión más luminosa de esa disposición espiritual y de esa actitud general de la filosofía del Renacimiento. Ya desde sus primeros escritos, desde el libro De umbris idearum, manifiéstase Bruno firmemente convencido de que, a los efectos del conocimiento humano, la idea debe representarse y concretarse en forma de imágenes. Y aunque tal representación en sí, frente a la substancia trascendente de las ideas, parezca mera sombra, constituye empero la única que conviene a nuestro pensamiento y a nuestro espíritu. Así como la sombra no constituye la oscuridad absoluta, pues es mezcla de luz y tinieblas, parejamente las ideas, cuando las concebimos en forma humana, no son apariencia y engaño sino la verdad misma en la medida en que puede ser concebida por un ser limitado y finito [3]. Para tal modo de pensar, la alegoría no es un mero complemento exterior y puramente accesorio, no constituye una envoltura accidental del pensamiento sino que se convierte en vehículo del pensamiento mismo. Particularmente la ética de Bruno, que se relaciona tanto con la forma del universo como con la del hombre, apela en todo momento a ese medio de expresión específicamente humano. El Spaccio de Bruno representa el desarrollo cabal de ese lenguaje ético y alegórico valiéndose de figuras e imágenes del cosmos espacial y visible. Las fuerzas que agitan lo íntimo del hombre son miradas como potencias cósmicas, las virtudes y los vicios se consideran constelaciones; pero si de acuerdo con este modo de considerar las cosas la fortezza ocupa el primer lugar, tal concepto no puede entenderse únicamente en su significado moral, en su estrecha limitación ética, pues, de acuerdo con su prístino sentido etimológico de virtus que en este caso expresa plenamente, significa a la postre la fuerza de la virilidad, la fuerza de la voluntad humana que se convierte en domadora del destino, en domitrice della fortuna. Es ésta —para emplear la expresión que Warburg ha acuñado para otra esfera— una nueva pero al mismo tiempo genuinamente antigua fórmula del pathos; se trata de un sentimiento heroico que busca su lenguaje y su justificación teorética.









[1] Mayor información sobre esta pieza de circunstancia puede obtenerse en: Lucrezia Borgia de Ferd. Gregorovius, 1911, pág. 183.
[2] Bruno, Spaccio della bestia trionfante, Dial. II, terza parte; Opere italiane (ed. Lagarde, Göttingen,
1888), pág. 486.
[3] Bruno, De umbris idearum, Intentio secunda, Opera latina (ed. Tocc. Iombriani, etc.), Vol. II, pág. 21.












Póstumo, 1951.










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