sábado, julio 19, 2008

“El hombre popular”, de Frédéric Mistral







El alcalde de Guigoñán tuvo la bondad de invitarme, el año pasado, a la fiesta de su pueblo. Nosotros habíamos sido camaradas de escritorio, durante siete años, en la escuela de Monte-Favat, pero después ni siquiera habíamos vuelto a vernos.

-¡Bendito sea Dios! -exclamó al verme- lo que es tú, sigues siendo el mismo: fresco como una flor, hermoso como una peseta, derecho como un bolo... Te habría reconocido entre mil.
-Sí -le respondí- siempre el mismo; sólo que la vista disminuye un poco, que las sienes ríen, que los cabellos blanquean y que "cuando las cimas están blancas los valles ya no están calientes".
-¡Vaya con el tonto! -me dijo- los viejos bueyes son los que hacen el surco más derecho... Y además no todo el que quiere llega a veterano... Pero vamos a comer.

Ya ustedes saben la manera cómo en las fiestas de pueblo se come; y además yo respondo de que en la casa de mi amigo Bastaña nadie se muere de hambre.

Los platos con que en esa tarde nos regaló, eran dignos del tratamiento de "Usía": truchas de la Sorga, cangrejos de río, carnes espléndidas, vinos de marca, licores de todas clases que adornaban el centro de la mesa, y una pollita de veinte años para hacer el servicio, que... no les digo a ustedes más.

Al llegar a los postres comenzamos a oír un ruido sordo que venía de la calle. ¡Run! ¡run! ¡run!... Eran los tamboriles en manos de la juventud del pueblo que venía, según costumbre, a dar serenata al señor cónsul.

-Abre la puerta, Fransoneta -gritó mi amigo Bastaña- ve a buscar las fougasses y ¡paf! lava las copas.

Cuando los músicos acabaron su primera tamborilada, comenzaron a marchar detrás de los jefes de la juventud, quienes entraron en la sala llevando ramitos de flores en el ojal y acompañados, no sólo del mozo que mostraba fieramente los premios en el extremo de un asta, sino también de las bandas de faranduleros y de muchachas.

Los vasos se llenaron de buen vino de Alicante; los enamorados, cada uno a su turno, cortaron un pedacito de mina; todos brindaron grandemente a la salud del señor alcalde; y cuando todos hubieron bebido, cuando todos hubieron reído, pronunció mi amigo este pequeño discurso:

-Bailad todo lo que os dé la gana, hijos míos, divertíos todo lo que podáis; en no dándose golpes y en no haciendo desorden, todo está permitido.
-¡Viva el señor Bastaña ¡-gritó la juventud.
Y poniéndose en camino la farándula, todo el mundo se fue.

Cuando al fin nos quedamos solos el amigo Bastaña y yo, mi primera pregunta fue:

-¿Cuánto tiempo hace que eres alcalde de Guigoñán?
-Cincuenta años.
-Con seriedad ¿hace ya cincuenta años?
-Sí, te lo aseguro; cincuenta años. Yo he visto pasar, querido, once gobiernos y no creo morir, si el buen Dios me ayuda, sin enterrar todavía otra media docena.
-Pero ¿cómo has hecho para salvar tu puesto a través de tantos acontecimientos y de tantas revoluciones?
-¡Ah! mi amigo, este es el Pater de los asnos. El pueblo, el buen pueblo, el bravo pueblo, no pide sino que se le conduzca. Ahora bien: hay algunos que dicen: "es preciso conducirlo dulcemente". En cuanto a mí ¿sabes lo que digo? pues: "es preciso conducirlo alegremente". Fíjate un segundo en los pastores: los más listos no son los que llevan siempre el garrote levantado, ni menos aún los que se acuestan bajo un sauce y se duermen sobre los repechos, sino los que marchan tranquilamente a la cabeza de sus rebaños, tocando sus flautas. El ganado que se considera libre y que en efecto lo es, pace, sin perder un mordisco, todas las puntas de hierba nueva; luego, cuando los vientres están llenos y la tarde comienza a caer, el pastor toca el aire de retirada y el rebaño toma contento el camino del corral. En cuanto a mí, yo hago lo mismo: toco la flauta y mi rebaño me sigue.
-¡Tú tocas flauta! Eso está bueno para contado... Pero en tu distrito tiene que haber blancos, rojos, testarudos y rabiosos, como en todas partes. Y luego, cuando llega la hora de elegir un diputado, por ejemplo, ¿cómo te las arreglas?
-¿Que cómo me las arreglo? Pues no metiéndome en nada, mi buen hombre; porque decir a los blancos: votad por la República sería perder su latín y su trabajo y decir a los rojos: votad por las Flores de Lis, valdría tanto como escupir contra esta muralla.
-Pero ¿y los indecisos, los escambarla, los que no tienen opinión, los pobres inocentes, la buena gente que vacila ¡caramba! y que va según el viento?
-¡Ah! ¿esos? cuando por casualidad me preguntan mi opinión en la barbería: "Vean ustedes -les contesto- Basaquín no vale más que Basacán. Si ustedes votan por Basaquín, este verano tendrán pulgas y sí ustedes votan por Basacán, tendrán pulgas este verano. Cuanto a nosotros los guigoñanenses, una buena lluvia nos conviene más que todas las promesas de los candidatos. Lo mejor, en realidad, sería elegir campesinos, como en Suecia y en Dinamarca, porque de otra manera nunca estaréis bien representados. Los abogados, los burgueses de todas clases, en fin, que ustedes mandan al parlamento, no piden sino una cosa: quedarse en París el mayor tiempo posible para ordeñar la vaca y coger lo mejor del pesebre... ¡Poco les importa a ellos Guigoñán! Pero si, como yo os aconsejo siempre, vosotros eligierais campesinos, las economías serían mayores, los grandes trabajos se suprimirían, se abrirían canales, se abolirían los derechos reunidos, no se harían la guerra y se apresurarían a
arreglar los negocios para volver a sus campos antes de la cosecha... ¡Pensar en que, habiendo en Francia más de veinte millones de pies terrosos los campesinos no tienen bastante inteligencia para escoger entre ellos mismos unos trescientos que vayan a representar la tierra!... ¿Qué se arriesgaría con ensayar? En todo caso, más mal que los otros no han de hacer. Y cada uno exclama al oírme: "Este señor Bastaña puede tener razón a pesar de sus bromas."
-Bueno -le dije- pero tú personalmente, tú, Bastaña ¿cómo has hecho para conservar tu popularidad y tu autoridad en Guigoñán cincuenta años seguidos?
-Nada más sencillo -me respondió-. Mira, ahora tenemos necesidad de tomar el aire, levantémonos de la mesa y cuando hayamos dado una o dos veces la vuelta a Guigoñán, tú sabrás tanto como yo del asunto en cuestión.

Levantémonos, pues, de nuestras sillas, encendimos un cigarro y echamos a andar, camino de las fiestas.

Delante de la puerta, en el camino, había unos cuantos muchachos que jugaban a los bolos. Un tirador levantó su pala y su bola se quedó en el mismo sitio después de haber ganado dos puntos de un solo golpe.

-¡Suerte de Dios! -gritó mi amigo Bastaña.
-¡Eso sí que se llama tirar! Mis felicitaciones, Juan Claudio; yo he visto bastantes partidas y te aseguro que nunca vi escamotear una bola tan bonitamente. Eres un famoso tirador.

Y seguimos andando. A pocos pasos dos chiquillas pasaron delante de nosotros con los brazos enlazados.

-Mire usted eso -dijo Bastaña-, mire usted eso y dígame si no parecen un par de reinas. ¡Los cuerpos bonitos, las caritas finas, los pendientes a la última moda! ¡La flor del pueblo!...

Las chiquillas volvieron la cabeza y nos saludaron sonrientes.

Al atravesar la plaza, como pasásemos frente a una puerta donde un hombre estaba sentado:

-Y bien, maestro Quitrán -le dijo Bastaña-, ¿vamos a luchar como hombres o como semihombres este año?
-¡Ah! mi pobre señor -respondió el viejo atleta- nosotros ya no luchamos como nada.
-¿Se acuerda usted del año en que se presentaron sobre el campo Meissonnier, Marseille y Rabassou, los tres luchadores más grandes de Provenza? Usted los derrotó a todos, sin embargo...
-¡Cómo no había de acordarme! -dijo el luchador enardeciéndose-. Eso fue justamente el año de la toma de la ciudadela de Amberes; había un premio de cien escudos, con un carnero para los semi-hombres... El prefecto de Aviñón me dio la mano... ¡Y luego las gentes de Bedarride que pensaron en batirse con las de Curtezón... porque unos estaban de mi parte y otros en contra!... ¡Ah! ¡Qué tiempos! Hoy más vale no hablar de luchadores; porque ya no hay ni un hombre, señor, ni uno... y además ellos se entienden entre sí...

Cuando hubimos andado unos cincuenta pasos, el señor cura salía de su presbiterio.

-Buenas noches, señores.
-Muy buenas, señor cura... y ya que tengo el gusto de encontrarlo es necesario que hablemos un momento de cierto asuntillo. Esta mañana, en la misa, me parece haber notado que nuestra iglesia va siendo muy estrecha, sobre todo para los días de fiesta... ¿No cree usted que sería muy bueno pensar en ensancharla?
-En ese punto, señor alcalde, yo comparto en absoluto su opinión, porque en realidad los días de ceremonia no hay lugar para hacer un movimiento.
-Voy a ocuparme de eso, señor cura, voy a ocuparme de eso. En el primer consejo municipal propondré la cuestión, la pondremos a estudio y si la prefectura quiere prestarnos su ayuda...
-Magnífico, señor alcalde, magnífico; por mi parte no puedo menos que darle un millón de gracias.

Un momento después, nos topamos con un muchacho que iba a entrar al café con su chaqueta sobre el hombro.

-En todo caso -le dijo Bastaña- me parece que tú no estás enmohecido. Ya me han dicho algo de la buena sacudida que supiste dar al pisaverde que cortejaba a Madelón queriendo sustituirte.
-¿Y acaso no estuvo bien hecho, señor alcalde?
-¡Bravo, Jousselet, bravo! Es preciso no dejarse comerla sopa... Sólo que, para otra vez, te aconsejo pegar menos duro.
-Vamos -le dije a mi amigo- ahora ya comienzo a comprender.
-¿Sí? Pues aguarda un poco aún -me respondió él.

Como saliésemos de las fortificaciones, lo primero que encontramos fue un rebaño que ocupaba todo el ancho del camino. Bastaña gritó al pastor:

-Sólo oír el ruido de tus cascabeles ya comencé a decirme: ese debe de ser Jorge; y ya ves cómo no me equivoqué. Tu rebaño parece un espejo. ¡Qué animales tan hermosos! Nadie sabe lo que tú les das de comer... Y lo que es el precio, estoy seguro de que no los darías, el uno con el otro, por menos de diez escudos.
-Seguramente que no -replicó Jorge-. Los compré en la feria fría este año mismo... Casi todos han de reparir.
-No sólo eso, amigo, sino que un ganado de tal especie hade producir camadas iguales...
-¡Dios lo oiga, señor alcalde!

Apenas habíamos acabado de hablar con el pastor, cuando vimos acercarse a un carretero llamado Sabatu:

-¡Hola, chico! -le dijo Bastaña-. Tal vez no vas a creerme, pero es lo cierto que todavía estabas tú con tu carreta a media legua de distancia cuando yo había ya adivinado tus latigazos.
-¿Verdaderamente, señor?
-No hay más que tú, muchacho, para hacer tronar la mecha de esa manera.

Y Sabatu hizo vibrar el aire con su fusta, hiriendo rudamente nuestros oídos, para probarnos que era verdad.

A fuerza de andar encontramos una vieja que recogía hierbas en los bordes de las fosas.

-¡Cómo! ¿Eres tú, Berangera? Pues has de saber que al mirarte por la espalda, con tu fichú rojo, te había tomado por Teresona, la nuera del maestro Franc. ¡Vaya, es admirable que te le parezcas tanto!
-¿Yo? ¡Este señor Bastaña siempre es el mismo! Figúrese usted que yo ya tengo setenta años...
-¡Qué demonio! Si tú te miraras por detrás, ya verías cómo aun estás guapa...
-¡Siempre bromista, siempre bromista, el señor alcalde! -decía la buena vieja echándose a reír.

Y luego, dirigiéndose a mí:

-Ya ve usted, señor, y no es por que él esté delante, pero en realidad, nuestro señor alcalde es una delicia de hombre. ¡Tan familiar que habla, ya lo ve usted, hasta con los últimos del pueblo, hasta con los niños de tres meses! Por eso es por lo que, habiendo tomado la alcaldía hace cincuenta años, la conservará toda su vida.
-Y bien, colega -me dijo Bastaña-, ya ves que no he sido yo quien la ha hecho hablar... A todos nos gustan las buenas tajadas, a todos nos agradan los cumplidos y todos gozamos al mirarnos tratados con buenas maneras... Y así, sea con el rey, sea con el pueblo, el que quiera mandar mucho que guste mucho también.

He ahí todo el secreto del alcalde de Guigonán...











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