Aquella noche llovía en Bogotá —siempre llueve en Bogotá— y el general Bolívar estaba cansado. Pero ni los años, ni el fracaso de tantos proyectos, ni el desánimo de una vida ya casi quemada, le habían impedido hacer el amor con Manuela. Ella siempre conseguía que olvidase sus derrotas y besando sus labios encontraba un olvidado sabor a sí mismo, la piel de unas horas lejanas.
De pronto se oyeron ruidos, carreras, gritos y mandobles. Lo querían matar y debía defenderse, pero Manuela —astuta y leal como siempre— se lo prohibió. Lo que tenía que hacer era huir —él no era solamente un hombre, era un símbolo, y los símbolos no pueden morir en una conspiración grotesca y tabernaria—. El general saltó por la ventana y huyó por las calles, bajo la lluvia.
Los conspiradores golpearon a Manuela Sáenz y, mientras rompían muebles y cristales buscando al desaparecido, se escuchó, lejano, un disparo.
Unos años más tarde, en otra noche de lluvia, en Bogotá, el poeta José Asunción Silva está haciendo un escueto balance de su vida y de su hacienda. Su hermana —a la que quiso con un amor más que fraternal— está enterrada, sus negocios son una ruina, su poesía no le interesa a nadie en aquella ciudad huidiza y provinciana. Realmente no tiene donde caerse muerto.
Se acerca a la ventana, mira la incesante lluvia y, entonces, siente un golpe en el pecho. Una bala le ha roto el corazón.
Todas las balas tienen un nombre escrito y ésta, disparada una noche de 1828, encontró, por fin, su destino en otra de 1896. En la borrosa ciudad los muertos y sus tiempos se confunden. Yo solamente he imaginado una bala y recordado la lluvia.
De pronto se oyeron ruidos, carreras, gritos y mandobles. Lo querían matar y debía defenderse, pero Manuela —astuta y leal como siempre— se lo prohibió. Lo que tenía que hacer era huir —él no era solamente un hombre, era un símbolo, y los símbolos no pueden morir en una conspiración grotesca y tabernaria—. El general saltó por la ventana y huyó por las calles, bajo la lluvia.
Los conspiradores golpearon a Manuela Sáenz y, mientras rompían muebles y cristales buscando al desaparecido, se escuchó, lejano, un disparo.
Unos años más tarde, en otra noche de lluvia, en Bogotá, el poeta José Asunción Silva está haciendo un escueto balance de su vida y de su hacienda. Su hermana —a la que quiso con un amor más que fraternal— está enterrada, sus negocios son una ruina, su poesía no le interesa a nadie en aquella ciudad huidiza y provinciana. Realmente no tiene donde caerse muerto.
Se acerca a la ventana, mira la incesante lluvia y, entonces, siente un golpe en el pecho. Una bala le ha roto el corazón.
Todas las balas tienen un nombre escrito y ésta, disparada una noche de 1828, encontró, por fin, su destino en otra de 1896. En la borrosa ciudad los muertos y sus tiempos se confunden. Yo solamente he imaginado una bala y recordado la lluvia.
en Enigmas y despedidas, 1999
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