jueves, abril 03, 2008

“Un episodio en la vida de un pintor viajero”, de César Aira

Fragmento



Desde semejante goma mágica, el mundo debía verse diferente, pensaba Krause. No eran sólo los recuerdos cercanos los que se teñían de alucinación, sino el mundo cotidiano. Rugendas no hablaba mucho del asunto, todavía debía de estar asimilando los síntomas. Y seguramente no tenía tiempo para llevar a su conclusión un razonamiento, por causa de los ataques, que se daban, promedio, cada tres horas. Cuando lo arrebataba el dolor, era una posesión, un viento interior. No necesitaba dar muchas explicaciones sobre este punto, porque lo que pasaba era demasiado visible, pero aun así decía que en pleno ataque se sentía amorfo.

Curiosa coincidencia de palabras: amorfo, morfina. Esta seguía acumulándose en su cerebro. Gracias a ella volvía a pintar, y regulaba sus horarios en los marcos del alivio y el dibujo. Así recuperaba alguna normalidad. No necesitó recuperar la técnica, gracias al procedimiento fisionómico. El paisaje sanluiseño, con sus encantadoras intimidades, fue el objeto ideal para su ejercicios de convaleciente. En sus diecinueve fases vegetales, la naturaleza se adaptaba a su percepción, con velos edénicos; el paisaje morfina.

Como un artista siempre está aprendiendo algo mientras practica su arte, así lo haga en las circunstancias más apretadas, Rugendas descubrió en este momento una característica del procedimiento que hasta entonces le había pasado desapercibida. Y era que el procedimiento fisionómico operaba con repeticiones: los fragmentos se reproducían tal cual, cambiando apenas su ubicación en el cuadro. Si no era fácil notarlo, ni siquiera por el que lo hacía, era porque el tamaño del fragmento variaba inmensamente, desde el punto al plano panorámico (podía desbordar mucho al cuadro). Y además, en su trazado, podía ser afectado por la perspectiva. Tan pequeño y tan grande como el dragón.

Igual que tantos descubrimientos, este se presentaba en su faz de máxima inutilidad. Pero quizás algún día serviría de algo saberlo.

Después de todo, el arte era su secreto. Él había conquistado el secreto, aunque a un precio exorbitante. En el pago se sumaba todo, ¿por qué no iba a sumarse el accidente, y la transformación consiguiente? En el juego de las repeticiones, en la combinatoria, hasta él podía disimularse, y funcionar oculto como un avatar más del artista. Las repeticiones: por otro nombre, la historia del arte.

¿Por qué esta ansiedad por ser el mejor? ¿Por qué la única legitimación que se le ocurría era la calidad? De hecho, no podía empezar siquiera a pensar en su trabajo si no era por la calidad. ¿No sería un error? ¿No sería una fantasía malsana? ¿Por qué no hacerlo como todo el mundo (como Krause, sin ir más lejos), es decir lo mejor posible, y poniendo el acento en otros elementos? Esa modestia podía tener efectos considerables, el primero de los cuales sería permitirle ser artista también de otras artes, si quería. De todas. Podía llegar a hacerlo un artista de la vida. La ambición absolutista provenía de Humboldt, que había ideado el procedimiento como una máquina general del saber. Desarmando ese autómata pedante, quedaba la multiplicidad de los estilos, y estos tomados de a uno eran acción.











1 comentario:

Anónimo dijo...
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