domingo, abril 27, 2008

“Golfo de Penas”, de Francisco Coloane





A través de grandes mares arboladas, llevábamos dos días en medio del golfo de Penas luchando contra un temporal del noroeste. Era esa mar gruesa, pesada, que como montañas de agua queda bailando después de la tempestad; la mar de ese golfo que poco tiempo atrás había hecho registrar a la escuadra norteamericana el temporal más grande soportado en sus últi­mos cuarenta años de navegación por todas las latitudes del globo.

Entre ola y ola nuestro barco se recostaba co­mo un animal herido en busca de una salida a través de ese horizonte cerrado de lomos move­dizos y sombríos.

—¡Agárrate, viejo! —dijo un marinero, hacien­do rechinar sus dientes y contrayendo la cara como si un doloroso atoro le anudara las entra­ñas. El barco, cual si lo hubiera escuchado, cru­jió al borde de una rolada de cuarenta y cinco grados, y fue subiendo quejosamente sobre el lo­mo de otra ola, semirrecostado, pero ya libre de la vuelta de campana o de la ida por ojo.

La cerrazón de agua era completa. Arriba, el cielo no era más que otra ola suspendida sobre nuestras cabezas, de cuya comba se descargaba una lluvia tupida y mortificante.

De pronto, emergiendo de la cerrazón, apareció sobre el lomo de una ola una sombra más espesa; otra ola la ocultó; y una tercera la levan­tó de nuevo, mostrándonos el más insólito en­cuentro que pueda ocurrir en estos mares abier­tos: un bote con cinco hombres.

Raro encuentro, porque por ese golfo sólo se aventuran buques de gran tonelaje. El nuestro, con sus trece millas de máquina, hacía más de veinticuatro horas que estaba luchando por atra­vesarlo de sur a norte, y una cáscara de nuez, como ese bote minúsculo, no podía tener la es­peranza de hacerlo con ese tiempo en menos de una semana hasta el faro San Pedro, primeros peñones de tierra firme que se hallan al sur del temido golfo.

En medio de los ruidos del temporal, la cam­pana de las máquinas resonó como un corazón que golpeara sus paredes de metal y el barco fue disminuyendo su andar.

Era un bote de ciprés, rústico, ancho, de gruesas cuadernas que mostraban su pulpa son­rosada de tanto relavarse con el agua del mar y de la lluvia. Los cuatro bogadores remaban vi­gorosamente, medio parados, afirmando un pie en el banco y el otro en el empalletado, y mi­rando con extraña fijeza al mar, especialmente en la caída de la ola, cuando la falda de agua resbalaba vertiginosamente hacia el abismo. El patrón, aferrado a la caña del timón, iba tam­bién de pie, y con una mano ayudaba al remero de popa con un envión del cuerpo, con el que parecía darles fuerza a todos, que, como un solo hombre, seguían el compás de su impulso. De tarde en tarde algún lomaje labrado escondía al bote, y, entonces, semejaban estar bogando suspendidos en el mar por un extraño milagro.

Cuando estuvo a la cuadra, le lanzaron un ca­bo amarrado a un escandallo, que el remero de proa ató con vuelta corrediza a un eslabón aper­nado en su barco. La cercanía se hacía cada vez más peligrosa. Las olas subían y bajaban desacompasadamente al buque y al bote, de tal manera que, en cualquier momento, podría estrellarse el esquife haciéndose pedazos contra los costados de fierro del barco. Una escalerilla de cuerdas fue lanzada por la borda y, cuando la cresta de una ola levantó el bote hasta los pes­cantes mismos del puente, en la bajada, de un salto, el patrón se agarró a la escalera y trepó por ella con la agilidad de un gato. Puso pie en cubierta, y como una exhalación ascendió por las escaleras hasta el puente de mando.

Arriba, patrón y capitán se encerraron en la cabina. Estábamos a la expectativa. Los reme­ros manteníanse alejados a prudente distancia con su cáscara de nuez; el barco encajaba la proa entre las olas y la levantaba como una ca­beza cansada, sacudiéndola de espumas. El con­tramaestre y los marineros estaban listos con la maniobra para izar el bote a bordo en cuanto el capitán diese la orden.

Los minutos se alargaban. ¿A qué tanta de­mora para salvar un bote en medio del océano?

La expectación se aminoró cuando vimos sa­lir al patrón de la cabina. Hizo un gesto molesto con la mano y bajó de nuevo las escaleras con su misma agilidad de gato. Pero la orden de izar a los náufragos no se oyó. Nuestro asombro, entonces, aumentó.

Pasó a mi lado, me enfrentó con una mirada fría y enérgica. Quise hablar, pero la mirada me detuvo. El hombre iba empapado; llevaba el cuerpo cubierto por un pantalón de lana burda y un grueso jersey; la cabeza y los pies desnudos; el rostro, relavado como el ciprés de su bote por la intemperie, y en todo su ser una agilidad de­safiante, con la que parecía esconderse apenas del castigo implacable de la tempestad.

Cruzó de nuevo como una exhalación, saltó, por la borda, se aferró en la escalerilla, y, apro­vechando un balanceo, estuvo de un brinco aga­rrado de nuevo a la caña de su timón.

—¡Largaaa! —gritó, y el proel desató el cabo, lanzándolo al aire con un gesto de desembarazo y de desprecio. Los remeros bogaron vigorosa­mente, y el bote se perdió detrás de una monta­ña de agua. Otra lo levantó en su cumbre y después se esfumó como había venido, como una sombra más oscura tragada por la cerrazón.

En el barco, la única orden que se oyó fue la de la campana de las máquinas, que aumentó el andar. Los marineros estaban estupefactos, como esperando algo aún, con las manos vacías. El contramaestre recogía el cabo y el escanda­llo con lentitud, desabrido, como si recogiera todo el desprecio del mar.

—¿Por qué no los llevamos? —pregunté más tarde al capitán.
—No quiso el patrón que los lleváramos en calidad de náufragos —me contestó, añadien­do—: Cuando le pedí que me dijera la razón, re­puso:

—¡Somos loberos de la isla de Lemuy y va­mos a los canales magallánicos en busca de pie­les! ¡No somos náufragos!
—¿No saben que la autoridad marítima pro­híbe salir de cierto límite con una embarcación menor? ¿Piensan, acaso, atravesar el golfo con esa cáscara?
—¡No es una embarcación menor, es un bote de cinco bogas y todos los años en esta época acostumbramos atravesar con él el golfo! ¡Lo único que le pedimos es que nos lleve y nos deje un poco más cerca de la costa; nada más!
—Si los llevo debo entregarlos a las autorida­des de la capitanía del puerto de su jurisdicción.
—¡No, allí nos registrarán como náufra­gos..., y eso... ni vivos ni muertos! ¡No somos náufragos, capitán!
—Entonces, no los llevo.
—¡Bien, capitán!

Y naciendo un gesto con la mano, el patrón había dado por terminada la entrevista. Sin poderme contener, proferí:

—¡Así como los dejó peleando con la muerte aquí en medio de este infierno de aguas, pudo haberles dado una chance dejándolos más cerca de la costa! ¿Quién le iba a aplicar el reglamen­to en estas alturas?
—¡Era un testarudo ese patrón! —me replicó el capitán, y mirándome de reojo, agregó—: ¡Si me ruega un poco lo habría llevado!

Afuera, la cerrazón se apretaba cada vez más sobre el golfo de Penas.













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