Extracto
En Todo lo sólido se desvanece en el aire, defino el modernismo como el intento que realizan los hombres y mujeres modernos por convertirse a la vez en sujetos y objetos de la modernización, asumir el control del mundo moderno y hacer de él su hogar. Es una idea del modernismo más amplia e incluyente que la ofrecida por lo general en los textos académicos. Implica una manera amplia y abierta de comprender la cultura, muy diferente del enfoque conservador que fragmenta la actividad humana y coloca cada uno de estos fragmentos en una casilla separada, rotulándolos según el tiempo, el espacio, el lenguaje, el género y la disciplina académica correspondiente.
La perspectiva amplia y abierta es sólo una entre muchas posibles, pero tiene grandes ventajas. Nos permite ver todo tipo de actividades artísticas, intelectuales, religiosas y políticas como parte de un proceso dialéctico único, y desarrollar interrelaciones creativas entre ellas. Crea las condiciones para un diálogo entre el pasado, el presente y el futuro. Atraviesa el espacio físico y social: revela solidaridades entre los grandes artistas y la gente ordinaria, entre los residentes de lo que desmañadamente llamamos el Viejo, el Nuevo y el Tercer Mundo.
Une a las personas superando las fronteras de la etnia y la nacionalidad, el sexo, la clase y la raza. Amplía la visión que tenemos de nuestra propia experiencia. Nos muestra que nuestras vidas son más ricas de lo que imaginamos y comunica a nuestra cotidianidad una nueva resonancia y profundidad.
Ciertamente no es ésta la única manera de interpretar la cultura moderna, como tampoco la cultura en general. No obstante, tiene sentido si deseamos que la cultura sea una fuente de alimento para la preservación de la vida y no un culto de la muerte.
Si consideramos el modernismo como la lucha por hacer de un mundo que cambia constantemente nuestro hogar, advertiremos que ninguna de las modalidades del modernismo puede ser definitiva, las construcciones y logros más creativos están condenados a convertirse en prisiones o en sepulcros blanqueados de los cuales nosotros o nuestros hijos nos veremos obligados a escapar, o a los que habremos de transformar para que la vida continúe. El personaje principal de Memorias del subsuelo de Dostoievski lo sugiere en el interminable diálogo que sostiene consigo mismo:
Ustedes, señores, ¿creen quizás que estoy loco? Permítanme defenderme. Admito que el hombre es primordialmente un animal creativo, predestinado a luchar conscientemente por un ideal, y predestinado a la ingeniería, esto es, a construir eterna e incesantemente nuevos caminos, dondequiera que conduzcan (...) Al hombre le agrada crear caminos, esto está fuera de duda. Pero... ¿no será quizás... que instintivamente teme alcanzar su ideal y completar el edificio que construye? ¿Cómo saberlo? Quizás sólo le agrade contemplar el edificio a cierta distancia y no de cerca, quizás sólo le agrade construirlo y no desee habitar en él.
Cuando viajé al Brasil en agosto de 1987, en ocasión de una discusión en torno a este libro, experimenté dramáticamente el conflicto de los modernismos y de hecho participé en él. Mi primera escala fue Brasilia, la capital creada ex nihilo por un mandato del presidente Juscelino Kubilschek exactamente en el centro geográfico del país, a fines de la década de los años cincuenta y comienzos de los sesenta. Fue planeada y diseñada por Lucio Costa y Osear Niemeyer, discípulos izquierdistas de Le Corbusier. Desde el aire, Brasilia parecía una ciudad dinámica y excitante: en efecto, había sido construida a semejanza del jet desde el cual prácticamente todos los visitantes la observábamos por primera vez. A nivel de la tierra, sin embargo, donde la gente realmente vive y trabaja, resultó ser una de las ciudades más lóbregas del mundo. No es este el lugar para hacer una descripción detallada del diseño de Brasilia; no obstante, la impresión general que produce —confirmada por todos los brasileros que conocí— es la de inmensos espacios vacíos en los que el individuo se siente perdido, tan solo como el hombre en la luna. Hay una ausencia deliberada de espacios públicos donde la gente pueda reunirse y conversar, o sencillamente mirarse unos a otros y pasar el rato. La gran tradición del urbanismo latinoamericano, donde la vida de la ciudad gira en torno a una plaza mayor, fue rechazada explícitamente.
El diseño de Brasilia se hallaba quizás en perfecta consonancia con la dictadura militar; una capital gobernada por generales que deseaban mantener la gente a distancia, aparte, subyugada. Sin embargo, como capital de una democracia es un escándalo. Si Brasilia ha de perseverar en la democracia, sostuve en discusiones públicas y en los medios de comunicación, precisa de un espacio público donde la gente pueda acudir de todas partes del país y reunirse con libertad, hablar unos con otros y dirigirse al gobierno —después de todo, siendo una democracia, se trata de su gobierno—, para discutir sus necesidades y deseos y expresar su voluntad.
Al poco tiempo, Niemeyer comenzó a responder. Después de algunos comentarios desobligantes acerca de mí, hizo una declaración de mayor interés: Brasilia era el símbolo de las aspiraciones y deseos de los brasileros; atacar su diseño era ofender al pueblo mismo. Uno de sus seguidores añadió que yo había revelado mi vacuidad interior al presumir de modernista mientras que atacaba una obra considerada como una de las encarnaciones supremas del modernismo.
Todo esto me hizo vacilar. Niemeyer tenía razón en una cosa: cuando Brasilia fue concebida y planeada, a fines de los años cincuenta y comienzos de los sesenta, realmente encarnaba las esperanzas del pueblo brasilero y, más específicamente, su deseo de modernización. El abismo existente entre estas esperanzas y su realización pareciera ilustrar el argumento del hombre del subsuelo: para el hombre moderno, puede ser una aventura creativa construir un palacio y una pesadilla verse obligado a vivir en él.
El problema se torna especialmente agudo para un modernismo que excluye el cambio o le es hostil; o mejor, un modernismo que busca un gran cambio único y nada más. Niemeyer y Costa, siguiendo a Le Corbusier, creían que el arquitecto moderno debía utilizar la tecnología para encarnar materialmente ciertas formas ideales y eternas. Si era posible hacerlo para una ciudad entera, tal ciudad sería perfecta y completa; sus límites podrían extenderse, pero nunca se desarrollaría desde su interior. Al igual que el Palacio de Cristal, tal como es concebido en Memorias del subsuelo, la Brasilia de Costa y Niemeyer dejó a sus ciudadanos, y a los de todo el país, “sin nada que hacer”.
En 1964, poco después de inaugurada la nueva capital, la dictadura militar puso fin a la democracia brasilera. Durante los años de la dictadura, a la que se opuso Niemeyer, la gente se encontraba más preocupada por los atroces crímenes que se cometían que por los defectos que pudiera tener el diseño de la ciudad. Sin embargo, una vez recobrada la libertad a finales de la década de los años setenta y comienzos de los ochenta, resultó inevitable que muchos llegaran a resentir una capital que parecía diseñada para mantenerlos en silencio. Niemeyer hubiera debido saber que una obra modernista que privaba a la gente de algunas de las modernas prerrogativas fundamentales —hablar, reunirse, discutir, comunicar sus necesidades— habría de suscitar necesariamente antagonismos. Con ocasión de mis intervenciones en Río, en Sao Paulo, Recife, descubrí que servía de conducto para expresar una difundida indignación en contra de aquella ciudad donde, como me lo manifestaron tantos brasileros, no había lugar para ellos.
Y sin embargo, ¿qué culpa le cabe a Niemeyer? Si algún otro arquitecto hubiese ganado el concurso para el diseño de la ciudad, ¿no es probable que hubiese construido un escenario tan enajenante como el actual? ¿No es cierto que los aspectos más desvirtuados de Brasilia surgen de un consenso mundial acordado entre urbanistas y diseñadores? Fue sólo en las décadas de los años sesenta y setenta, cuando la generación que construyó proto-Brasilias en todo el mundo —y no en menor escala en las propias ciudades y suburbios de mi país—, tuvo la oportunidad de habitar en ellas cuando descubrió cuántas carencias tenía el mundo construido por los modernistas. Luego, al igual que el hombre del Palacio de Cristal, los miembros de esta generación y sus hijos comenzaron a protestar y a abuchear, llegando finalmente a crear un modernismo alternativo que afirmara la presencia y dignidad de todas las personas que habían sido excluidas.
El sentimiento que tuve de las deficiencias de Brasilia me condujo de nuevo a uno de los temas centrales de mi libro, un tema que consideraba de tal relevancia que no lo formulé con la claridad con que hubiera debido hacerlo: la importancia de la comunicación y el diálogo. Pareciera que no habría nada específicamente moderno en estas actividades; se remontan a los comienzos de la civilización e incluso contribuyen a definirla. Sócrates y los Profetas las ensalzaban como valores humanos primordiales hace más de dos mil años. Creo, sin embargo, que el diálogo y la comunicación han adquirido un peso específico y una particular urgencia en nuestra época, pues la subjetividad y la interioridad se han enriquecido y desarrollado con mayor intensidad y, a la vez, se tornan más solitarias y aisladas que nunca. En un contexto semejante, el diálogo y la comunicación se convierten en una necesidad desesperada y en una fuente primaria de deleite. En un mundo en el cual los significados se desvanecen en el aire, estas experiencias constituyen una de las pocas fuentes de sentido con las que podemos contar. Una de las pocas cosas que pueden hacer de la vida moderna algo digno de ser vivido es la mayor oportunidad que nos ofrece —y en ocasiones incluso nos impone— de hablar unos con otros, de abrirnos a los demás y comprenderlos. Debemos aprovechar al máximo estas posibilidades; deberían moldear la manera que tenemos de organizar nuestras ciudades y nuestras vidas*.
* Este tema sugiere conexiones con pensadores tales como Georg Simmel, Martin Buber y Jürgen Habermas.
Prólogo de Marshall Berman a
All that is Solids Melt into Air, Penguin Books, 1988,
que no fue incluido en la traducción castellana editada por Siglo XXI.
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