viernes, febrero 22, 2008

«Vieja música y las mujeres esclavas», de Ursula K. Le Guin

Fragmento



–¿Aquí? –dijo Nemeo, el que siempre le retorcía el brazo. Pero el otro, Alatual, dijo:
–No, vamos, es por aquí –y avanzó, excitado, para bajar la prieta jaula del lugar de donde colgaba debajo de la estación principal de vigilancia, muy arriba en la parte interior de la pared.

Era un tubo de áspera y oxidada malla de acero sellado en un extremo y que se podía cerrar por el otro. Colgaba suspendido por un solo gancho de una cadena. Apoyado en el suelo parecía una trampa para un animal, un animal no muy grande. Los dos hombres jóvenes le despojaron de sus ropas y le hicieron meterse en ella la cabeza por delante, usando los azuzadores, aguijones eléctricos con los que activaban a los esclavos perezosos y con los que habían estado jugando durante los últimos dos días. Reían estertóreamente, empujándole y clavándole los aguijones en el ano y el escroto. Se deslizó dentro de la jaula hasta que quedó acuclillado en ella, con brazos y piernas doblados y encajados contra su cuerpo. Cerraron la puerta, atrapando violentamente su pie desnudo contra la malla y causándole un dolor que le cegó mientras volvían a alzar la jaula. Se agitaba locamente en el aire, y se aferró a la malla con sus crispadas manos. Cuando abrió los ojos vio que el suelo giraba a unos siete u ocho metros por debajo de él. Al cabo de un momento los giros y los bamboleos cesaron. No podía mover la cabeza. Podía ver lo que había debajo de la prieta jaula, y tensando los ojos hacia los lados podía ver la mayor parte del interior del recinto.

En los viejos días había habido gente ahí abajo que acudía a contemplar el espectáculo moral, un esclavo en la prieta jaula. Había habido niños traídos para que aprendieran la lección de lo que le ocurría a una criada que rehuía hacer un trabajo, a un jardinero que estropeaba una poda, a un obrero que le contestaba a su capataz. Ahora no había nadie allí. El polvoriento suelo estaba desnudo. Las secas parcelas del jardín, el pequeño cementerio en el extremo más alejado de la parte de las mujeres, la zanja entre los dos lados, los senderos, un vago círculo de hierba más verde justo debajo de él, todo estaba desierto. Sus torturadores se quedaron allí durante un rato, riendo y hablando, luego se aburrieron y se fueron.

Intentó relajar su posición pero apenas podía moverse. Cualquier movimiento hacía que la jaula se agitara y balanceara hasta el punto de hacerle sentir vértigo y temer una caída. No sabía lo segura que estaba la jaula colgada de aquel único gancho. Su pie, atrapado en el cierre de la jaula, le dolía tan agudamente que deseaba desvanecerse, pero aunque le daba vueltas la cabeza permaneció consciente. Intentó respirar tal como había aprendido a hacerlo hacía mucho tiempo en otro mundo, suavemente, relajadamente. No podía hacerlo aquí, ahora, en este mundo, en esta jaula. Sus pulmones estaban estrujados de tal modo dentro de su caja torácica que cada respiración era extremadamente difícil. Intentó no sofocarse. Intentó no dejarse vencer por el pánico. Intentó ser consciente, sólo ser consciente, pero la consciencia era insoportable.

Cuando el sol apareció por aquel lado del recinto y brilló plenamente sobre él, el aturdimiento se convirtió en mareo. En algún momento, entonces, se desvaneció durante un tiempo.

Era de noche y hacía frío e intentó imaginar agua, pero no había agua allí.

Más tarde creyó haber estado dos días en la prieta jaula. Podía recordar el raspar de la malla contra su piel desnuda quemada por el sol cuando lo sacaron, el shock del agua fría arrojada contra él con una manguera. Entonces estuvo plenamente consciente por unos momentos, consciente de sí mismo, como un muñeco, tendido pequeño, fláccido, sobre el polvo, mientras unos hombres encima de él hablaban y gritaban sobre algo. Entonces debió de ser llevado de vuelta a la celda o establo donde era mantenido, porque hubo oscuridad y silencio, pero también estaba todavía colgando en la prieta jaula, asándose en el helado fuego del sol, congelando su ardiente cuerpo, encajado prietamente contra la exacta malla del dolor.

En algún punto fue llevado a una cama en una estancia con una ventana, pero todavía estaba en la prieta jaula, balanceándose muy arriba sobre el polvoriento suelo, sobre el círculo de hierba verde.




1996

















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