Después de una noche de arrebatada invernía, de temporal desencadenado, palabras estas que ya nacieron emparejadas, las primeras no tanto, y unas y otras tan pertinentes a la circunstancia que ahorra el esfuerzo de pensar en nuevas creaciones, bien podría haber despuntado la mañana resplandeciente de sol, con mucho azul en el cielo y jovial revuelo de palomas. Pero no les dio por ahí a los meteoros, las gaviotas siguen sobrevolando la ciudad, el río no es de fiar, las palomas ni se atreven. Llueve, soportablemente para quien salió a la calle con paraguas y gabardina, y el viento, en comparación con los excesos de la madrugada, es una caricia en el rostro. Ricardo Reis salió temprano del hotel, fue al Banco Comercial a cambiar algo de su dinero inglés por los escudos de la patria, le dieron por cada libra ciento diez mil reales, qué pena que no fueran libras oro, que se las pagarían casi el doble, aún así no tiene grandes motivos de queja y sale del banco con cinco mil escudos en el bolsillo, lo que es una fortuna en Portugal. De la Rua do Comerço, donde está, hasta el Terreiro do Pago, hay pocos metros, apetecería escribir Es un paso, si no fuera la ambigüedad de la homofonía, pero Ricardo Reis no se aventurará a atravesar la plaza, se queda mirando de lejos, bajo el cobijo de las arcadas, al río pardo y encrespado, la marea está alta, cuando las olas se alzan parece que van a inundar la plaza, sumergirla, pero es una ilusión óptica, se deshacen contra el muro, su fuerza se quebranta en los escalones inclinados del muelle.
Recuerda que allí se sentó en otros tiempos, tan distantes que llega a dudar si los vivió él mismo, O alguien por mí, tal vez con igual rostro y nombre, pero otro. Nota frío en los pies, húmedos, nota también que una sombra de infelicidad pasa sobre su cuerpo, no sobre el alma, repito, no sobre el alma, esta impresión es exterior, sería capaz de tocarla con las manos si no estuvieran ambas agarrando el mango del paraguas, innecesariamente abierto. Así se abstrae un hombre del mundo, así se ofrece a la risa de quien pasa y dice, Señor, que aquí abajo no llueve, pero la risa es franca, sin maldad, y Ricardo Reis sonríe por haberse distraído, sin saber por qué murmura los dos versos de João de Deus, célebres entre la infancia de las escuelas, Bajo aquella arcada se pasaba bien la noche. Vino por estar cerca y para comprobar, de paso, si el antiguo recuerdo de la plaza, nítido como un grabado a buril, o reconstruido por la imaginación para así parecerlo hoy, tenía correspondencia próxima con la realidad material de un cuadrilátero rodeado de edificios por tres lados, con una estatua ecuestre y real en medio, el arco del triunfo, que desde donde está no llega a ver, y al fin todo es difuso, brumosa la arquitectura, apagadas las líneas, será por el tiempo que hace, será por el tiempo que es, será por sus ojos ya gastados, sólo los ojos del recuerdo pueden ser agudos como los del gavilán. Van a dar las once, hay mucho movimiento bajo las arcadas, pero decir movimiento no quiere decir rapidez, esta dignidad tiene poca prisa, los hombres, todos con sombrero blando, los paraguas goteando, rarísimas las mujeres, y van entrando en las oficinas, es la hora en que empiezan a trabajar los funcionarios públicos. Se aleja Ricardo Reis en dirección a la Rua do Crucifixo, aguanta la insistencia de un vendedor ambulante que quiere colocarle un décimo para el próximo sorteo, Es el mil trescientos cuarenta y nueve, mañana sale, no fue éste el número premiado ni saldrá mañana, pero así suena el canto del augur, profeta con matrícula en la gorra.
Compre, señor, mire que si no compra se arrepentirá, mire que es una corazonada, y hay una fatal amenaza en la imposición. Entra en la Rua Garrett, sube al Chiado, hay cuatro mozos de cuerda recostados en el plinto de la estatua, no les importa la lluvia, es la isla de los gallegos, y luego deja de llover, llovía, ya no llueve, hay una claridad blanca detrás de la estatua de Camões, un nimbo, y vea lo que son las palabras, ésta tanto quiere decir lluvia, como nube, como círculo luminoso, y no siendo el vate Dios o santo, y habiendo parado de llover, fueron sólo las nubes, las que se afinaron al pasar, no imaginemos milagros como los de Ourique o Fátima, ni siquiera ese tan simple de que el cielo se muestre azul. Ricardo Reis va a los periódicos, ayer anotó las direcciones, antes de acostarse, en fin, no se ha dicho que durmió mal, extrañó la cama o extrañó la tierra, cuando se espera el sueño en el silencio de una habitación aún ajena, oyendo llover en la calle, cobran las cosas su verdadera dimensión, son todas grandes, graves, pesadas, engañadora es, sí, la luz del día hace de la vida una sombra recortada, sólo la noche es lúcida, pero el sueño la vence, tal vez para nuestro sosiego y descanso, paz al alma de los vivos. Va Ricardo Reis a los periódicos, va adonde siempre tendrá que ir quien de las cosas del mundo pasado quiera saber, aquí en el Barrio Alto por donde el mundo pasó, aquí donde dejó rastro de su pie, huellas, ramas partidas, hojas pisadas, letras, noticias, es lo que del mundo queda, el otro resto es la parte de invención necesaria para que de dicho mundo pueda también quedar un rostro, una mirada, una sonrisa, una agonía, Causó dolorosa impresión en los círculos intelectuales la muerte inesperada de Fernando Pessoa, el poeta de Orfeu, espíritu admirable que cultivaba no sólo la poesía en moldes originales, sino también la crítica inteligente, murió anteayer en silencio, como siempre vivió, pero, como las letras en Portugal no alimentan a nadie, Fernando Pessoa tuvo que buscar empleo en una oficina comercial, y, unas líneas más allá, junto a su tumba dejaron los amigos flores de añoranza. No dice más este periódico, otro dice lo mismo de distinta manera, Fernando Pessoa, el poeta extraordinario de Mensagem, poema de exaltación nacionalista, uno de los más bellos que se hayan escrito jamás, fue enterrado ayer, le sorprendió la muerte en un lecho cristiano del Hospital de San Luis, el sábado por la noche, en la poesía no era sólo él, Fernando Pessoa, era también Álvaro de Campos, y Alberto Caeiro, y Ricardo Reis, vaya, saltó ya el error, la falta de atención, el escribir de oídas, porque nosotros sabemos que Ricardo Reis es este hombre que está leyendo el periódico con sus propios ojos abiertos y vivos, médico, de cuarenta y ocho años de edad, uno más que la edad de Fernando Pessoa cuando se cerraron sus ojos, ésos sí, muertos, no deberían ser necesarias otras pruebas o certificados de que no se trata de la misma persona, y si aún queda alguna duda, que vaya quien dude al Hotel Bragança y hable con Salvador, que es el gerente, que pregunte si no se aloja allí un señor llamado Ricardo Reis, médico, llegado de Brasil, y él dirá que sí, El señor doctor no vino a comer, pero dijo que cenará aquí, si quiere dejar algún recado, yo personalmente me encargaré de dárselo, quién se atreverá ahora a dudar de la palabra de un gerente de hotel, excelente fisonomista y definidor de identidades. Pero, para que no nos quedemos sólo con la palabra de alguien a quien conocemos tan poco, aquí está este otro periódico que colocó la noticia en la página adecuada, la necrológica, e identifica por extenso al fallecido, Tuvo lugar ayer el funeral por el doctor Fernando Antonio Nogueira Pessoa, soltero, de cuarenta y siete años de edad, cuarenta y siete, fíjense bien, natural de Lisboa, graduado en Letras por la Universidad de Inglaterra, escritor y poeta muy conocido en los medios literarios, sobre el ataúd fueron colocados ramos de flores naturales, peor para ellas, pobrecillas, más rápido se marchitarán. Mientras espera el tranvía que lo ha de llevar a Prazeres, el doctor Ricardo Reis lee la oración fúnebre pronunciada al pie de la tumba, la lee cerca del lugar donde fue ahorcado, nosotros lo sabemos, va para doscientos veintitrés años, reinaba entonces Don João V, que no cupo en Mensagem, fue ahorcado, íbamos diciendo, un genovés, buhonero, que por causa de una pieza de droguete mató a uno de nuestros portugueses de una puñalada en la garganta, y luego hizo lo mismo con el ama del muerto, que muerta quedó allí del golpe, y a un criado le dio dos puñaladas no fatales, y a otro lo agarró como a un conejo y le vació un ojo, y si más no hizo fue porque al fin lo prendieron y aquí se cumplió la sentencia por ser cerca de la casa del muerto, con gran concurrencia, no se puede comparar con esta mañana de mil novecientos treinta y cinco, mes de diciembre, día treinta, con el cielo cargado, que sólo anda por la calle quien no puede evitarlo, aunque no llueva en este preciso instante en que Ricardo Reis, recostado en un farol en lo alto de la Calçada do Combro, lee la oración fúnebre, no del genovés, que no la tuvo, a no ser que como tal le sirvieran los denuestos del populacho, sino de Fernando Pessoa, poeta, inocente de muertes criminales, Dos palabras sobre su tránsito mortal, para él bastan dos palabras, o ninguna, quizá sería preferible el silencio, el silencio que ya lo envuelve a él y nos envuelve a nosotros, un silencio de las dimensiones de su espíritu, con él está bien lo que está cerca de Dios, pero tampoco debían, tampoco podían, los que fueron sus pares en el convivio de la Belleza, verlo descender a tierra, o mejor, ascender a las líneas definitivas de la Eternidad, sin manifestar la protesta tranquila, pero humana, el dolor que nos causa su partida, no podían sus compañeros de Orfeu, más que compañeros hermanos, que comulgan con el mismo ideal de Belleza, no podían, repito, dejarlo aquí, en la tierra extrema, sin haber al menos deshojado sobre su muerte gentil el lirio blanco de su silencio y de su dolor, lloramos al hombre que la muerte nos lleva, y con él la pérdida del prodigio de su convivencia y la gracia de su presencia humana, sólo al hombre, es duro decirlo, pues a su espíritu y a su poder creador, a ésos les dio el destino una extraña hermosura inmortal, lo que queda es el genio de Fernando Pessoa. Vaya, vaya, por suerte aún se encuentran excepciones en las regularidades de la vida, desde el Hamlet que andábamos diciendo, El resto es silencio, en definitiva, del resto es el genio quien se encarga, éste o cualquier otro.
Recuerda que allí se sentó en otros tiempos, tan distantes que llega a dudar si los vivió él mismo, O alguien por mí, tal vez con igual rostro y nombre, pero otro. Nota frío en los pies, húmedos, nota también que una sombra de infelicidad pasa sobre su cuerpo, no sobre el alma, repito, no sobre el alma, esta impresión es exterior, sería capaz de tocarla con las manos si no estuvieran ambas agarrando el mango del paraguas, innecesariamente abierto. Así se abstrae un hombre del mundo, así se ofrece a la risa de quien pasa y dice, Señor, que aquí abajo no llueve, pero la risa es franca, sin maldad, y Ricardo Reis sonríe por haberse distraído, sin saber por qué murmura los dos versos de João de Deus, célebres entre la infancia de las escuelas, Bajo aquella arcada se pasaba bien la noche. Vino por estar cerca y para comprobar, de paso, si el antiguo recuerdo de la plaza, nítido como un grabado a buril, o reconstruido por la imaginación para así parecerlo hoy, tenía correspondencia próxima con la realidad material de un cuadrilátero rodeado de edificios por tres lados, con una estatua ecuestre y real en medio, el arco del triunfo, que desde donde está no llega a ver, y al fin todo es difuso, brumosa la arquitectura, apagadas las líneas, será por el tiempo que hace, será por el tiempo que es, será por sus ojos ya gastados, sólo los ojos del recuerdo pueden ser agudos como los del gavilán. Van a dar las once, hay mucho movimiento bajo las arcadas, pero decir movimiento no quiere decir rapidez, esta dignidad tiene poca prisa, los hombres, todos con sombrero blando, los paraguas goteando, rarísimas las mujeres, y van entrando en las oficinas, es la hora en que empiezan a trabajar los funcionarios públicos. Se aleja Ricardo Reis en dirección a la Rua do Crucifixo, aguanta la insistencia de un vendedor ambulante que quiere colocarle un décimo para el próximo sorteo, Es el mil trescientos cuarenta y nueve, mañana sale, no fue éste el número premiado ni saldrá mañana, pero así suena el canto del augur, profeta con matrícula en la gorra.
Compre, señor, mire que si no compra se arrepentirá, mire que es una corazonada, y hay una fatal amenaza en la imposición. Entra en la Rua Garrett, sube al Chiado, hay cuatro mozos de cuerda recostados en el plinto de la estatua, no les importa la lluvia, es la isla de los gallegos, y luego deja de llover, llovía, ya no llueve, hay una claridad blanca detrás de la estatua de Camões, un nimbo, y vea lo que son las palabras, ésta tanto quiere decir lluvia, como nube, como círculo luminoso, y no siendo el vate Dios o santo, y habiendo parado de llover, fueron sólo las nubes, las que se afinaron al pasar, no imaginemos milagros como los de Ourique o Fátima, ni siquiera ese tan simple de que el cielo se muestre azul. Ricardo Reis va a los periódicos, ayer anotó las direcciones, antes de acostarse, en fin, no se ha dicho que durmió mal, extrañó la cama o extrañó la tierra, cuando se espera el sueño en el silencio de una habitación aún ajena, oyendo llover en la calle, cobran las cosas su verdadera dimensión, son todas grandes, graves, pesadas, engañadora es, sí, la luz del día hace de la vida una sombra recortada, sólo la noche es lúcida, pero el sueño la vence, tal vez para nuestro sosiego y descanso, paz al alma de los vivos. Va Ricardo Reis a los periódicos, va adonde siempre tendrá que ir quien de las cosas del mundo pasado quiera saber, aquí en el Barrio Alto por donde el mundo pasó, aquí donde dejó rastro de su pie, huellas, ramas partidas, hojas pisadas, letras, noticias, es lo que del mundo queda, el otro resto es la parte de invención necesaria para que de dicho mundo pueda también quedar un rostro, una mirada, una sonrisa, una agonía, Causó dolorosa impresión en los círculos intelectuales la muerte inesperada de Fernando Pessoa, el poeta de Orfeu, espíritu admirable que cultivaba no sólo la poesía en moldes originales, sino también la crítica inteligente, murió anteayer en silencio, como siempre vivió, pero, como las letras en Portugal no alimentan a nadie, Fernando Pessoa tuvo que buscar empleo en una oficina comercial, y, unas líneas más allá, junto a su tumba dejaron los amigos flores de añoranza. No dice más este periódico, otro dice lo mismo de distinta manera, Fernando Pessoa, el poeta extraordinario de Mensagem, poema de exaltación nacionalista, uno de los más bellos que se hayan escrito jamás, fue enterrado ayer, le sorprendió la muerte en un lecho cristiano del Hospital de San Luis, el sábado por la noche, en la poesía no era sólo él, Fernando Pessoa, era también Álvaro de Campos, y Alberto Caeiro, y Ricardo Reis, vaya, saltó ya el error, la falta de atención, el escribir de oídas, porque nosotros sabemos que Ricardo Reis es este hombre que está leyendo el periódico con sus propios ojos abiertos y vivos, médico, de cuarenta y ocho años de edad, uno más que la edad de Fernando Pessoa cuando se cerraron sus ojos, ésos sí, muertos, no deberían ser necesarias otras pruebas o certificados de que no se trata de la misma persona, y si aún queda alguna duda, que vaya quien dude al Hotel Bragança y hable con Salvador, que es el gerente, que pregunte si no se aloja allí un señor llamado Ricardo Reis, médico, llegado de Brasil, y él dirá que sí, El señor doctor no vino a comer, pero dijo que cenará aquí, si quiere dejar algún recado, yo personalmente me encargaré de dárselo, quién se atreverá ahora a dudar de la palabra de un gerente de hotel, excelente fisonomista y definidor de identidades. Pero, para que no nos quedemos sólo con la palabra de alguien a quien conocemos tan poco, aquí está este otro periódico que colocó la noticia en la página adecuada, la necrológica, e identifica por extenso al fallecido, Tuvo lugar ayer el funeral por el doctor Fernando Antonio Nogueira Pessoa, soltero, de cuarenta y siete años de edad, cuarenta y siete, fíjense bien, natural de Lisboa, graduado en Letras por la Universidad de Inglaterra, escritor y poeta muy conocido en los medios literarios, sobre el ataúd fueron colocados ramos de flores naturales, peor para ellas, pobrecillas, más rápido se marchitarán. Mientras espera el tranvía que lo ha de llevar a Prazeres, el doctor Ricardo Reis lee la oración fúnebre pronunciada al pie de la tumba, la lee cerca del lugar donde fue ahorcado, nosotros lo sabemos, va para doscientos veintitrés años, reinaba entonces Don João V, que no cupo en Mensagem, fue ahorcado, íbamos diciendo, un genovés, buhonero, que por causa de una pieza de droguete mató a uno de nuestros portugueses de una puñalada en la garganta, y luego hizo lo mismo con el ama del muerto, que muerta quedó allí del golpe, y a un criado le dio dos puñaladas no fatales, y a otro lo agarró como a un conejo y le vació un ojo, y si más no hizo fue porque al fin lo prendieron y aquí se cumplió la sentencia por ser cerca de la casa del muerto, con gran concurrencia, no se puede comparar con esta mañana de mil novecientos treinta y cinco, mes de diciembre, día treinta, con el cielo cargado, que sólo anda por la calle quien no puede evitarlo, aunque no llueva en este preciso instante en que Ricardo Reis, recostado en un farol en lo alto de la Calçada do Combro, lee la oración fúnebre, no del genovés, que no la tuvo, a no ser que como tal le sirvieran los denuestos del populacho, sino de Fernando Pessoa, poeta, inocente de muertes criminales, Dos palabras sobre su tránsito mortal, para él bastan dos palabras, o ninguna, quizá sería preferible el silencio, el silencio que ya lo envuelve a él y nos envuelve a nosotros, un silencio de las dimensiones de su espíritu, con él está bien lo que está cerca de Dios, pero tampoco debían, tampoco podían, los que fueron sus pares en el convivio de la Belleza, verlo descender a tierra, o mejor, ascender a las líneas definitivas de la Eternidad, sin manifestar la protesta tranquila, pero humana, el dolor que nos causa su partida, no podían sus compañeros de Orfeu, más que compañeros hermanos, que comulgan con el mismo ideal de Belleza, no podían, repito, dejarlo aquí, en la tierra extrema, sin haber al menos deshojado sobre su muerte gentil el lirio blanco de su silencio y de su dolor, lloramos al hombre que la muerte nos lleva, y con él la pérdida del prodigio de su convivencia y la gracia de su presencia humana, sólo al hombre, es duro decirlo, pues a su espíritu y a su poder creador, a ésos les dio el destino una extraña hermosura inmortal, lo que queda es el genio de Fernando Pessoa. Vaya, vaya, por suerte aún se encuentran excepciones en las regularidades de la vida, desde el Hamlet que andábamos diciendo, El resto es silencio, en definitiva, del resto es el genio quien se encarga, éste o cualquier otro.
1 comentario:
Por favor, que muero leyendo... que muero.
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