...el tabaco es para el viaje.
Nobody
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No eres Dios, fue lo primero que Zeryel oyó al nacer. Él cuenta su vida de a fragmentos. Primero un paso breve por la infancia, a veces, más que breve, inexistente, en donde aprendió algunas tretas de huida y caza, subió árboles centenarios cuyas hojas brillaban como el cielo, escaló montañas rozando nieves de otro siglo, peleó con aves rapaces a quienes dominó sin tocar siquiera, se lanzó, o cayó, innumerables veces al río Kamukshi, y posteriormente al Wroga, de mayor ancho y enorme caudal. En todas esas ocasiones salvó ileso, producto primero de su suerte y después de su pericia.
A Zeryel, ya anciano, le gusta detenerse en los episodios más heroicos. Adorna las historias cambiando un gato de montaña por un puma hambriento, una montaña que se pierde entre las nubes o el cauce de aquel río que esa vez soportaba el más crudo invierno... Las caídas, “saltos” en su testimonio, aumentaban de altura en cada narración, llegando a veces, si es que el brillo de la noche y el fermento del mosuet lo permitían, a alcanzar dimensiones descabelladas, insoportables o derechamente risibles. Tú no eres Dios, comenzaba siempre al atardecer, y era esa misma frase, fría y cruel, la que usaba para terminar cada velada, aunque esta vez, con un casi inapreciable gesto entre los labios, de sorna, por supuesto, advertido sólo por aquellos quienes repetían las historias en momentos de profunda reflexión... Luego venía la primera juventud y sus más de cien amantes, de su propia tribu y aun de las vecinas. Entonces, y dependiendo de la edad y género del público, se detenía en más detalles, explicando alguna marca aquí, o alguna cicatriz allá; tal vez algún gemido o reacción curiosa, la esposa de algún jefe y sus seis sirvientas, todas bien apetecidas, en una sola noche. Muy pocas veces se detiene en Garala, su esposa favorita, cuyos dientes eran blancos como el sol y sus piernas más bronceadas que la luna, aunque él no lo indique así, sino que ocupe figuras ilusorias, propias del campo de los sueños, que es donde mejor se desenvuelve, sin esfuerzos ni ficciones.
Zeryel se define como un hombre feliz, un anciano feliz; hice todo lo que quise, se ufana cada tanto; realicé labores infinitas sin ayuda; levanté aldeas, incendié y asesiné a los enemigos, creé lazos de igualdad entre los pueblos, y mi descendencia se extiende más allá de lo que vuestros ojos puedan ver, o de lo que sus piernas puedan avanzar. Visité lugares como sólo pueden existir en las visiones... (Zeryel realiza un alto, respira con profundidad y relajo y pide un vaso de mosuet que vacía en un segundo. Mira a su alrededor y el orgullo le endurece el corazón; se sonríe, y en su cálida expresión contiene toda las sonrisas de su pueblo, desde el primer hombre, parido por una sagrada bestia, hasta el último, que se irá por la mañana de un día blanco, enteramente blanco. Los más jóvenes lo observan con veneración. Las mujeres lo consideran un excéntrico, un anciano trastornado por la edad y los excesos. Los mayores ya no existen).
Tú no eres Dios, repite a veces en silencio y soledad, cuando todos han vuelto a la penumbra de sus tiendas, y se queda pensativo, dudando, especulando, nuevamente, en un posible escape o solución. Piensa que alguna vez desaparecerá, así, simplemente, sin aspavientos de ninguna especie, como desapareció su padre y también su abuelo; y se transformará en un espíritu del bosque, un espíritu maligno, dice y ríe ya sin ganas. Pero aún quedan las cenizas, y el fuego avanza, sin piedad, por la boca y la garganta... A Zeryel lo llena el ánimo de la temible danza, pero se contiene, prefiere danzar solo bajo un árbol, o en su tienda, tal como se hacía antes, sin ropa y sobre el fuego, tal vez en un recodo estrecho del hermoso Wroga, al que ya no embauca con sus nados, tal vez por miedo o precaución... La última vez, cuenta, se alzó desde una altura enorme, siguió adelante y resbaló, cayendo por entre las grietas hasta el agua. Sus heridas tiñeron el Gran Río hasta llegar al mar, e incluso allí la sangre confundió a la espuma y derritió a las aves que atrevieron a sorber la mezcla...
Algunos, al oír, se miran confiados, agradados; otros creen que el mosuet tiene algo más, tal vez enredadera verde; o quizás sea la edad, solamente, como dicen las muchachas. Lo cierto es que Zeryel no cuenta de su vida adulta, cuando fue elegido jefe de su tribu y venerado hasta la adoración, cuando organizó a los jóvenes y conquistó, sin hipocresías, a las tribus inmediatas, cuando renovó la aldea, o cuando expulsó a los hombres viles y les otorgó a los infectados el más digno buen morir. Zeryel tampoco cuenta de sus nueve hijos ni que de ellos, sólo quedan cerca de él, o en él, los restos del menor, enterrados o comidos por el padre, nadie sabe. Los otros ocho se alejaron para no volver, así como murieron sus esposas y la gente de su edad. Nadie explica, quizás porque tampoco a nadie le provoca una sospecha, que Zeryel doble en edad al hombre que lo sigue, ni que esté solo, ni que ausente asomos decadentes de ninguna especie. Nadie sabe que sus hijos, hace ya incontables años, han muerto lejos y que Zeryel los ha enterrado a todos y ha regresado, a su lugar, a su pueblo, sin saber por qué. Nadie sabe que Zeryel prefiere ocultar, o desvariar los episodios más tristes de su vida y de su pueblo. Más que a la adultez, prefiere regresar a sus años de la infancia, mi mejor edad, declama con cuidada impronta, e inventa nuevas situaciones, cada vez más insólitas, cada vez más prodigiosas... Nadie repara en que su piel semeja la de un hombre de cuarenta y nueve años, ni que jamás hable, ni siquiera en broma, de su edad madura. A todos les parece natural oír relatos de la infancia, o de la juventud, porque todos representan esa edad, porque nadie la abandona nunca y el reflejo es inmediato... La elección es continuar. Alguien va por más madera. Alguien va por más mosuet. Alguien se acomoda. Alguien duerme en brazos de su amada, o de su amado. Sin embargo, como en un acuerdo ya asumido por el tiempo y la distancia, nadie se levanta para irse hasta que Zeryel sea el primero, aunque la historia de esa noche lleve horas o incluso días, como a veces ha pasado.
Es así como, en ocasiones, el anciano lleva su relato, lo conduce, lo transborda, demasiado lejos, incluyendo estratagemas, animales invisibles que habitan al final de una raíz, seres de otros mundos agitando doce pares de ojos, brujos sanguinarios adictos al mosuet, o su propio cuerpo al desaparecer y reaparecer cada mañana. Es entonces cuando sólo quedan unos cuantos a la escucha, los que están dispuestos a reconocer la realidad más aceptada como una insípida quimera, y al revés. Es decir, los iniciados. A ellos Zeryel les cuenta que algún día él desaparecerá, pero no de un minuto a otro, no de una noche a la mañana, sino que para siempre. No soy Dios, señala, esto lo aprendí hace mucho, pero sé que puedo caminar y caminar hasta llegar muy cerca de él, como si fuera un aprendiz, como para verlo desde lejos, como un ser atento a lo menos evidente, a lo que subyace, como ustedes mismos en un tiempo más. Entonces algunos creen despertar y Zeryel regresa a la narración central, esa que habla de zambullidas milagrosas, peleas a cuchillo con anfibios furibundos o el canto amargo de la historia de sus padres. Nadie duda de esta arista de Zeryel, como nadie duda de su propio pueblo o existencia. Es lo que les queda, es quizás su padre, es el que transporta el rito y tradición, incluso más allá del fuego o de las sombras. Así es como él lo ha decidido o aceptado. Todavía queda un tiempo, poco pero queda, en el que volará, transmigrará de padre a abuelo, de perro a río y de pueblo en pueblo... El rezo transmitido así lo dice: “En el río que no avanza; en aquella puerta-espejo que se abre y pierde, tú no sabes dónde ir, porque has ido y regresado de todos los lugares. En el río que no cambia, donde cae al fin la oscuridad, sin fin, sólo sigue la señal, una ondulación pequeña, una asidua inclinación que te llevará en silencio al otro lado, al lugar de donde proceden los espíritus, desde donde nadie vuelve, a menos que sea realmente un Dios”.
A Zeryel, ya anciano, le gusta detenerse en los episodios más heroicos. Adorna las historias cambiando un gato de montaña por un puma hambriento, una montaña que se pierde entre las nubes o el cauce de aquel río que esa vez soportaba el más crudo invierno... Las caídas, “saltos” en su testimonio, aumentaban de altura en cada narración, llegando a veces, si es que el brillo de la noche y el fermento del mosuet lo permitían, a alcanzar dimensiones descabelladas, insoportables o derechamente risibles. Tú no eres Dios, comenzaba siempre al atardecer, y era esa misma frase, fría y cruel, la que usaba para terminar cada velada, aunque esta vez, con un casi inapreciable gesto entre los labios, de sorna, por supuesto, advertido sólo por aquellos quienes repetían las historias en momentos de profunda reflexión... Luego venía la primera juventud y sus más de cien amantes, de su propia tribu y aun de las vecinas. Entonces, y dependiendo de la edad y género del público, se detenía en más detalles, explicando alguna marca aquí, o alguna cicatriz allá; tal vez algún gemido o reacción curiosa, la esposa de algún jefe y sus seis sirvientas, todas bien apetecidas, en una sola noche. Muy pocas veces se detiene en Garala, su esposa favorita, cuyos dientes eran blancos como el sol y sus piernas más bronceadas que la luna, aunque él no lo indique así, sino que ocupe figuras ilusorias, propias del campo de los sueños, que es donde mejor se desenvuelve, sin esfuerzos ni ficciones.
Zeryel se define como un hombre feliz, un anciano feliz; hice todo lo que quise, se ufana cada tanto; realicé labores infinitas sin ayuda; levanté aldeas, incendié y asesiné a los enemigos, creé lazos de igualdad entre los pueblos, y mi descendencia se extiende más allá de lo que vuestros ojos puedan ver, o de lo que sus piernas puedan avanzar. Visité lugares como sólo pueden existir en las visiones... (Zeryel realiza un alto, respira con profundidad y relajo y pide un vaso de mosuet que vacía en un segundo. Mira a su alrededor y el orgullo le endurece el corazón; se sonríe, y en su cálida expresión contiene toda las sonrisas de su pueblo, desde el primer hombre, parido por una sagrada bestia, hasta el último, que se irá por la mañana de un día blanco, enteramente blanco. Los más jóvenes lo observan con veneración. Las mujeres lo consideran un excéntrico, un anciano trastornado por la edad y los excesos. Los mayores ya no existen).
Tú no eres Dios, repite a veces en silencio y soledad, cuando todos han vuelto a la penumbra de sus tiendas, y se queda pensativo, dudando, especulando, nuevamente, en un posible escape o solución. Piensa que alguna vez desaparecerá, así, simplemente, sin aspavientos de ninguna especie, como desapareció su padre y también su abuelo; y se transformará en un espíritu del bosque, un espíritu maligno, dice y ríe ya sin ganas. Pero aún quedan las cenizas, y el fuego avanza, sin piedad, por la boca y la garganta... A Zeryel lo llena el ánimo de la temible danza, pero se contiene, prefiere danzar solo bajo un árbol, o en su tienda, tal como se hacía antes, sin ropa y sobre el fuego, tal vez en un recodo estrecho del hermoso Wroga, al que ya no embauca con sus nados, tal vez por miedo o precaución... La última vez, cuenta, se alzó desde una altura enorme, siguió adelante y resbaló, cayendo por entre las grietas hasta el agua. Sus heridas tiñeron el Gran Río hasta llegar al mar, e incluso allí la sangre confundió a la espuma y derritió a las aves que atrevieron a sorber la mezcla...
Algunos, al oír, se miran confiados, agradados; otros creen que el mosuet tiene algo más, tal vez enredadera verde; o quizás sea la edad, solamente, como dicen las muchachas. Lo cierto es que Zeryel no cuenta de su vida adulta, cuando fue elegido jefe de su tribu y venerado hasta la adoración, cuando organizó a los jóvenes y conquistó, sin hipocresías, a las tribus inmediatas, cuando renovó la aldea, o cuando expulsó a los hombres viles y les otorgó a los infectados el más digno buen morir. Zeryel tampoco cuenta de sus nueve hijos ni que de ellos, sólo quedan cerca de él, o en él, los restos del menor, enterrados o comidos por el padre, nadie sabe. Los otros ocho se alejaron para no volver, así como murieron sus esposas y la gente de su edad. Nadie explica, quizás porque tampoco a nadie le provoca una sospecha, que Zeryel doble en edad al hombre que lo sigue, ni que esté solo, ni que ausente asomos decadentes de ninguna especie. Nadie sabe que sus hijos, hace ya incontables años, han muerto lejos y que Zeryel los ha enterrado a todos y ha regresado, a su lugar, a su pueblo, sin saber por qué. Nadie sabe que Zeryel prefiere ocultar, o desvariar los episodios más tristes de su vida y de su pueblo. Más que a la adultez, prefiere regresar a sus años de la infancia, mi mejor edad, declama con cuidada impronta, e inventa nuevas situaciones, cada vez más insólitas, cada vez más prodigiosas... Nadie repara en que su piel semeja la de un hombre de cuarenta y nueve años, ni que jamás hable, ni siquiera en broma, de su edad madura. A todos les parece natural oír relatos de la infancia, o de la juventud, porque todos representan esa edad, porque nadie la abandona nunca y el reflejo es inmediato... La elección es continuar. Alguien va por más madera. Alguien va por más mosuet. Alguien se acomoda. Alguien duerme en brazos de su amada, o de su amado. Sin embargo, como en un acuerdo ya asumido por el tiempo y la distancia, nadie se levanta para irse hasta que Zeryel sea el primero, aunque la historia de esa noche lleve horas o incluso días, como a veces ha pasado.
Es así como, en ocasiones, el anciano lleva su relato, lo conduce, lo transborda, demasiado lejos, incluyendo estratagemas, animales invisibles que habitan al final de una raíz, seres de otros mundos agitando doce pares de ojos, brujos sanguinarios adictos al mosuet, o su propio cuerpo al desaparecer y reaparecer cada mañana. Es entonces cuando sólo quedan unos cuantos a la escucha, los que están dispuestos a reconocer la realidad más aceptada como una insípida quimera, y al revés. Es decir, los iniciados. A ellos Zeryel les cuenta que algún día él desaparecerá, pero no de un minuto a otro, no de una noche a la mañana, sino que para siempre. No soy Dios, señala, esto lo aprendí hace mucho, pero sé que puedo caminar y caminar hasta llegar muy cerca de él, como si fuera un aprendiz, como para verlo desde lejos, como un ser atento a lo menos evidente, a lo que subyace, como ustedes mismos en un tiempo más. Entonces algunos creen despertar y Zeryel regresa a la narración central, esa que habla de zambullidas milagrosas, peleas a cuchillo con anfibios furibundos o el canto amargo de la historia de sus padres. Nadie duda de esta arista de Zeryel, como nadie duda de su propio pueblo o existencia. Es lo que les queda, es quizás su padre, es el que transporta el rito y tradición, incluso más allá del fuego o de las sombras. Así es como él lo ha decidido o aceptado. Todavía queda un tiempo, poco pero queda, en el que volará, transmigrará de padre a abuelo, de perro a río y de pueblo en pueblo... El rezo transmitido así lo dice: “En el río que no avanza; en aquella puerta-espejo que se abre y pierde, tú no sabes dónde ir, porque has ido y regresado de todos los lugares. En el río que no cambia, donde cae al fin la oscuridad, sin fin, sólo sigue la señal, una ondulación pequeña, una asidua inclinación que te llevará en silencio al otro lado, al lugar de donde proceden los espíritus, desde donde nadie vuelve, a menos que sea realmente un Dios”.
Texto leido en Taller Uff! 11º Aniversario, diciembre 2007
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