sábado, enero 12, 2008

“Un vacío en la historia”, de Alan Meller





D
urante el despegue no pensó en nada más. Le gustaba sentir la inercia de su cuerpo contra el asiento. Un cosquilleo suave en el estómago, apenas nervioso. Cuando el avión llegó a los mil pies y se estabilizó, Sergio soltó su cinturón de seguridad y volvió a pensar en ella. No quería hacerlo. Quería que los hechos precipitaran los acontecimientos. No quería llevar todo un discurso memorizado. Sabía que ante cualquier cambio en la escena imaginada, toda su estrategia se derrumbaría. No quería, bajo ningún motivo, comenzar a imaginar las distintas escenas posibles y sufrir de antemano situaciones elaboradas desde la desesperación.

Los antecedentes de esta historia son vulgares. Sergio se enamora de Paty en el colegio. Primero medio, creo. Le toma seis meses conquistarla. Al final de ese período, mientras acaricia la mano de Paty entre las suyas, Sergio le saca un anillo y se lo guarda. Es un anillo de fantasía, sin valor económico ni afectivo. Paty le pide que se lo devuelva. Sergio le dice que lo hará el día que se casen. Paty sonríe y se da cuenta que ha comenzado a enamorarse. Sergio guarda el anillo. Se besan con ternura, estableciendo un pacto. Sergio no saca el anillo hasta siete años después. Durante ese tiempo, Sergio y Paty mantienen una relación que sólo se triza una vez, por una infidelidad de él. Poco antes de cumplirse los siete años Paty acepta un viaje de intercambio a una universidad de California. Son seis meses. Es la primera separación entre ellos y Paty le asegura que lo único que puede hacer una separación de ese tipo es fortalecer la relación. Intenta convencerlo que será lo mejor para ambos. Sergio acepta, pues comprende que la decisión no es suya, que oponerse a la de ella sólo complicaría más las cosas. Acepta sin entender en qué puede beneficiarlos la separación. Eso es algo que jamás entendió, pero que no le vio sentido cuestionar. El final de los antecedentes de esta historia es aún más vulgar. Paty comienza a salir con un compañero de la facultad en San Diego. Sergio se entera y al día siguiente toma el anillo que guardaba en el cajón, saca sus ahorros del banco y compra un boleto de avión hacia California.

Sabía que la película tardaría algo más en comenzar. Todavía no le servían la comida. A su lado izquierdo estaba la ventana, un vacío oscuro, una pantalla negra. A su otro costado había un hombre de cuarenta años con los audífonos puestos y los ojos cerrados. Sergio no podía dormir. Lo había intentado, pero el resultado había sido pesadillezco. Apenas cerraba los ojos surgía la imagen de un chico rubio, jugador de fútbol americano, un mariscal de campo con una sonrisa perfecta, dándole por el culo a su Paty. Al cerrar los ojos lo invadían imágenes sexuales. Paty tragándose la verga del mariscal de campo. Casi nada más, una sucesión de la misma imagen, repitiéndose una y otra vez. Incluso en algún momento la imagen lo llegó a excitar y aquello le produjo aún más dolor. Si su mente le hubiese dejado espacio para retener cualquier otra información que no estuviera referida a Paty, habría descubierto la intrincada relación entre la excitación sexual y el dolor. Pero no podía pensar en nada más.

Si cerraba los ojos era sexo, y si los abría, el entorno le hablaba de ella. La azafata se le acercaba para ofrecerle alguna bebida y él pedía mineral con gas, suave, como le gustaba a Paty. La película no empezaba y su cabeza se llenaba de preguntas. Sabía que corría un riesgo al no avisarle de su llegada, pero no podía ser de otra manera. Más de una vez se imaginó entrando por la puerta y sorprendiéndola en brazos del jugador de fútbol americano. Aun comprendiendo el absurdo de esa imagen televisiva, pues le sería inevitable tocar el timbre y avisar de su llegada antes de abrir la puerta, dando el tiempo necesario para evitar la sorpresa, la imagen volvía una y otra vez. Pertenecía a las imágenes con los ojos cerrados. Con los ojos abiertos surgían también los diálogos. Sergio se quedaba mirando la ventanilla, que parecía un monitor apagado, y comenzaba a reproducir las primeras palabras. Paty y su sorpresa, ¡Sergio!, ¿qué haces aquí? Sabía que ese primer segundo era fundamental. En cómo construyera esa primera frase, debía ser capaz de descifrar el desarrollo del resto del encuentro. Estaban los ojos. Los ojos no mienten, se decía Sergio. Imaginaba los ojos abiertos de Paty, la imagen congelada en esa mueca. Demasiado abiertos podía ser bueno o malo. Los ojos no mienten, pero son insuficientes, se corregía Sergio. Si tiene los ojos abiertos significa que está sorprendida, pero la sorpresa puede ser agradable o desagradable, y eso a final de cuentas es lo que deseo saber, pensó. Si tiene los ojos abiertos, grandes, enormes y celestes, pero no hay una sonrisa en su boca, entonces todo será un desastre. Así de simple. Si hay una sonrisa, aún no estará todo dicho. La simulación y el nerviosismo son dos causas insatisfactorias de una sonrisa bajo unos ojos demasiado abiertos.

La azafata le extendió una bandeja. En el gesto se abrió apenas su blusa y Sergio dirigió su mirada a los senos de la azafata. Ella lo notó y sonrío. Sergio se sintió incómodo, tomó la bandeja y le agradeció sin mirarla. Abrió cada una de las bolsas de plástico, de los cubiertos, el pan, la servilleta, la sal, el azúcar, y apenas le sintió el sabor a la comida. Esperó con impaciencia a que la azafata retirara la bandeja. Esa vez ella no le sonrió, ni él a ella. No entendía como Paty podía estar en los brazos de otro hombre. Él había sido el primero, el único y había soñado con mantener esa situación. ¿Y si le gustaba más follar con otro hombre que con él? Esa pregunta volvía a presentarse cada dos o tres horas.

Sergio tomó el instructivo del avión en caso de accidentes. Se quedó mirando los dibujos de las salidas de emergencia, las posiciones de impacto. Quiso practicar la posición, la cabeza entre las rodillas, las manos protegiendo la nuca, pero en vez de hacerlo, metió la mano en el bolsillo de su pantalón y sacó una pequeña bolsa de terciopelo. La abrió y de su interior apareció el anillo. Lo miró con detención, por primera vez en más de siete años. Quizás por primera vez en su vida. Era un anillo de vidrio rojo, con una flor amarilla y azul en la parte más gruesa. Era delicado pero infantil. De pronto, una nueva cuota de angustia lo acechó. Imaginó la situación. Él entregándole ese anillo. Ese anillo y no uno de compromiso. ¿Lo recordaría ella? ¿Recordaría la promesa que él había depositado sobre ese anillo? ¿Y si no lo reconocía? Desde luego él ya había pensado en utilizar alguna frase que hiciera mención a su promesa pretérita. ¿Qué haces aquí?, le diría ella. Vine a devolverte tu anillo, le diría él, cásate conmigo. Eso era todo. Entonces ella debía lanzarse a su cuello, besarlo y... serían felices para siempre.

Estaba comenzando la película y eso lo tranquilizó. Podría olvidarse de sí mismo durante algunas horas. La primera era una de acción. John Travolta pertenece a la fuerza aérea norteamericana, está por jubilarse, pero tiene una última misión que le permite desplegar sus más enconados instintos malévolos. Secuestra la bomba nuclear que transporta. La película es perfecta. Una trama estúpida que no exige pensar, escenas que no alcanzan a apresar los nervios y, por sobre todo, imágenes carentes de sexualidad. La única relación es tan insípida que no le alcanza a recordar a Paty. La siguiente película fue un problema: una historia de amor por e-mails. Estúpida, también, pero capaz de producir daño en el intranquilo espíritu de Sergio. Se sacó los audífonos e intentó dormir. Cerró los ojos y escuchó en su cabeza las palabras que Enzo le dijo, No sé si será verdad, pero apenas lo escuché supe que tú tenías que saberlo, o sea, que yo tenía que contártelo, porque eres mi amigo, y no quiero que anden hablando a tus espaldas. Hasta ahí todo iba bien. Sergio esperaba escuchar una serie de inocentes habladurías. Escuché decir que la Paty está con alguien. La Paty está con alguien. Esa frase casi no la entendía. Había deambulado tantas veces por su interior que estaba perdiendo el sentido. La primera vez que la había escuchado, cuando Enzo la dijo, los contornos de su visión se oscurecieron, la presión le bajó y las pulsaciones aumentaron. Todo el conjunto de sensaciones que se apoderaron de él le parecieron intolerables. No podía pensar con claridad. Sentía que tenía que hacer algo rápido. Lo primero era averiguar más información. Enzo trató de tranquilizarlo. Le dijo que se trataba de un compañero de la Facultad y siguió hablando con una serie de frases ambiguas que Sergio ni siquiera escuchó. La Paty está con alguien. Eso era todo lo que llevaba consigo. Esa frase y un anillo de cristal. No podía entender esa frase. La Paty sólo había estado con él, siempre había estado con él. Cómo ese alguien podía llegar a ser otro distinto a él.

La película terminó y Sergio aprovechó el movimiento de su compañero de asiento para ir al baño.

Al volver, se colocó los audífonos del avión y buscó en el brazo del asiento alguna pista que lo llevara lejos de sus pensamientos. Dejó Tom Waits. Era la primera vez que lo escuchaba. Le había gustado su voz desgarrada, como arrastrándose por el pavimento. Sabía que no importaba cuánto tiempo pasara, cada vez que volviera a escuchar ese disco recordaría ese viaje. Eso era algo que no cambiaría con los hechos que vendrían a continuación. Quedaría anclado a la angustia que sentía en esos momentos. Ese disco de Tom Waits sería el souvenir que guardaría del miedo que sintió en ese viaje.

Sergio estaba aterrorizado, no acostumbraba a tomar ese tipo de decisiones. Nunca había tenido la necesidad de tomar ese tipo de decisiones. No conocía a nadie que lo hubiese hecho antes. No disponía de estadísticas acerca de cómo solían terminar esas situaciones. En su profesión las estadísticas eran fundamentales. Solían determinar si un paciente se operaba o no. Un veinte por ciento de éxito, solía ser un no. Un ochenta, un sí. Pero él no disponía de datos. No conocía a ni una sola persona, ni siquiera había visto una sola película en la cual el hombre engañado por su pareja cruzara de un hemisferio al otro para pedirle matrimonio, en un acto que, claramente, exhibía su desesperación.

Cuando iba en la cuarta canción del disco, titulada Temptations (pero esto Sergio no lo sabía), se interrumpió la música. Sergio abrió los ojos y pudo ver que parpadeaba la señal de abrocharse los cinturones, al mismo tiempo en que el piloto le comunicaba a través de los audífonos, que atravesarían turbulencias durante los próximos minutos. Entonces la música continuó y el avión comenzó a agitarse. Un descenso brusco y vertical hizo que Sergio tomara su estómago entre sus manos y recordara la montaña rusa de Fantasilandia. Sin embargo, en un viaje en una montaña rusa lo que produce adrenalina es la velocidad y el vértigo, pero nunca una sensación próxima a la muerte. No es la vida lo que está en juego. Pero cuando un avión es el que desciende como si cayera al vacío, la mente se llena de ideas sobre la muerte. No hay que estar en la situación emocional de Sergio para pensar acerca de la muerte durante un viaje en avión. Menos cuando hay turbulencias. Una vez me tocó un viaje durante el cual, la señora que estaba sentada a mi lado, cuando el avión se agitó precario frente a la naturaleza, me tomó de la mano, como si con ese gesto me dijera que no quería morir sola, que reemplazara por un instante a su marido, o a su hijo, ya no recuerdo.

El avión no paraba de sacudirse. Las azafatas estaban en sus asientos, con los cinturones abrochados. Sergio buscó los ojos de la única azafata que veía desde su asiento. Parecían los ojos de un ciervo asustado por el reflector de un cazador. Los ojos no mienten, pensó. La boca de la azafata sonreía. En este caso, los ojos me bastan, pensó. Esto es serio, pensó. El avión no se estabilizaba y una de los maleteros que hay sobre los asientos se abrió. Las cosas que habían en su interior aún no caían. Una azafata y el pasajero que estaban bajo el maletero desabrocharon sus cinturones e intentaron mantener el equilibrio para cerrarlo sin caerse. Sergio miró el rostro del resto de los pasajeros. Todos, sin excepción, estaban asustados. Los pensamientos de Sergio se llenaron de ideas de muerte. Primero las imágenes del colapso. El avión despedazándose como en las películas. Gente volando por los aires, caos, estallidos eléctricos, gente muerta con los cinturones de seguridad abrochados. O un reventarse contra la Tierra. Esa imagen era más tenue, menos precisa, algo más inmediato, parecido a una explosión. Luego vendría toda la serie de imágenes de cómo sigue la vida de uno sin uno. Los noticiarios. La familia enterándose. La familia estremeciéndose de dolor. Los amigos desconsolados. Y Paty... Alguien le comunicaría la noticia, probablemente por teléfono, y el rostro de Paty demudado en una mezcla de tristeza y culpa, se desvanecería en un llanto de semanas, de meses, quizás. Mientras ella lo pasaba bien con su chico californiano, Sergio volaba en pedazos en su intento de llegar hasta ella para pedirle matrimonio. Yo soy la culpable, pensaba Sergio que pensaría Paty. Si muero ahora dejaré una cicatriz indeleble en la vida de Paty, pensó Sergio en el preciso instante en que el avión recuperó la estabilidad como si hubiese encarrilado en la masa de aire adecuada. Minutos después, la luz de abrocharse de los cinturones se apagó y todo volvió a la normalidad.

Me queda dando vueltas lo que Sergio pensó durante las turbulencias. No digo que yo, en una situación de esas características no pensaría lo mismo, exactamente lo mismo. Pero, ¿por qué alguien que ama a otra persona puede llegar a desear que esa persona cargue con la culpa el resto de su vida?

El disco de Tom Waits finalizaba. Sergio estaba exhausto. Llamó a la azafata y le pidió un vaso con agua. El aire presurizado del avión le había secado la boca. Si algo bueno tenía ese aire desprovisto de humedad era que evitaba la creación de lágrimas. Sergio había llorado la noche en que Enzo le fue con la historia. No quería seguir llorando y el aire facilitaba su decisión. La azafata le entregó un vaso plástico transparente con agua. Sergio tomó una pastilla de su bolso, la introdujo en su boca, bebió todo el contenido del vaso y quince minutos después estaba durmiendo.

Lo despertó la azafata para pedirle que enderezara su asiento. Estaban por aterrizar. Sergio no recordaba sus sueños. Había conseguido descansar y quería seguir haciéndolo. Miró por la ventanilla: casas pequeñas, autos pequeños, gente pequeña. Desde la altura todo parecía andar sin problemas. Por un momento se sintió optimista. Cerró los ojos y siguió durmiendo hasta el momento en que las ruedas del avión hicieron contacto con la tierra. Cuando se apagó el aviso de mantener el cinturón de seguridad abrochado, aún esperó unos minutos más. Esperó a que la gente que estaba más apurada bajara primero. Miró por la ventanilla ese país en el que nunca había estado, en el que sólo conocía a una persona. Venía del final de la primavera y había llegado al comienzo del invierno. Todo era gris, transparente, afilado. La luz del exterior, como si los objetos hubiesen perdido el color, lo intranquilizó. Respiró hondo e intentó animarse, darse fuerzas. Cuando se levantó del asiento pensó que ya todo estaba decidido. Desde es ahí en adelante, cada gesto tendría una dirección, un sentido, una finalidad: estar frente a Paty hasta pedirle que sea su mujer. Ésas eran todas sus cartas. Las mostraría y luego sólo le restaría por ver la jugada de Paty.

Sergio siempre supo elegir lo que quería en su vida. Siempre lo había conseguido. De pequeño quiso estudiar medicina y lo había hecho. Cuando entraba en la adolescencia se sintió enamorado de Paty y logró seducirla. En ambas oportunidades había desarrollado una estrategia lenta, calculada y laboriosa. Esta vez era lo opuesto, era terapia de shock, una estrategia que había surgido espontánea y que se resolvería, definitivamente, en un instante, escrito en los ojos de Paty.

Sergio se levantó del asiento y no se detuvo hasta encontrarse frente a los ojos de Paty. Hasta ahí llega la historia que jamás conocí. El espacio vacío que tuve que reconstruir. Lo que imagino tuvo que haber sido el viaje en avión de Sergio. De lo que vino luego me enteré por fuentes más directas.

Algunos años después del encuentro entre Sergio y Paty, viajando por Chiapas, conocí a Enzo. Fue una extraña coincidencia que me hizo creer que de ahí tenía que sacar algo, una enseñanza, al menos una historia para contar. Yo no sabía quién era Enzo, o más bien no sabía que ese Enzo era el mismo de la historia de Sergio y Paty. Estábamos en Palenque, en un lugar parecido a una selva, colgando de unas hamacas, tomando hongos y conversando. De pronto, llegamos a historias de amor fatídicas. Y Enzo comenzó a contar la historia de Sergio. Al reconocer a los personajes de su historia quise detenerlo, decirle que conocía la historia, que estábamos a un nexo de distancia, de lo chico del mundo y esas cosas, pero preferí contenerme. Aguardé y quise escuchar la historia de boca de Enzo. Ya había escuchado de los dotes de prolijo informante de los que estaba dotado. Nada de lo que contó fue muy distinto a la historia que yo conocía. Me dio a saber algunos detalles sugerentes. Sin embargo, lo que llamó mi atención fue algo que agregó hacia el final. Dos noches antes de que Enzo partiera a México, se había encontrado con Sergio en un bar. Un encuentro casual. Ya no solían verse como años atrás. Tomaron una cerveza juntos. Sergio se veía desanimado. Y Enzo le preguntó qué le sucedía. Sergio le contó a Enzo (y Enzo me contó a mí) que llevaba meses sin tener sexo con su mujer. Que ella ya no lo disfrutaba. Me gustaría alguna vez en mi vida tener sexo con una ninfómana, ésas fueron sus palabras. Qué extraño, pensé. Lo sentí por ella.

Al escuchar la historia me quedé pensando en el viaje de Sergio. Ese día con Paty habíamos ido a un parque de diversiones de San Diego, el Belmont Park. Mientras caminábamos, Paty no dejaba de compararlo con la precariedad del único parque de diversiones de Chile, del cual recuerdo muy bien su nombre, Fantasilandia. Me gustaba ese nombre, como si con él evocara todo lo que se de Chile, el recuerdo de Paty, Enzo, y la historia de Sergio, todo reunido en esa palabra.









Texto leido en Taller Uff! 11º Aniversario, diciembre 2007









4 comentarios:

Anónimo dijo...

Son tan buenos los textos del taller Duff

V i l l a v i c e n c i o dijo...

Jajajaja

Enteogénesis dijo...

No esperaba otra cosa que la risa llena de envidia de Villavicencio... Algun dia te invitaremos al taller... jajaja

V i l l a v i c e n c i o dijo...

Mi risa fue por lo de Duff... No he leído aún los textos. Acerca de la invitación... hay maneras mejores de perpetuar la amistad, digo yo... Ja Ja Ja :D