Nadia dio unos cuantos golpes de volante pero no pudo hacer nada más y el agua nos llevó como a un barco de papel. El auto flotó un rato, chocó contra una banquina y yo me fui encima de ella sin tener de donde agarrarme. La carga se movió para el mismo lado y el auto hizo veinte o treinta metros antes de detenerse contra el alambrado. Por el piso empezó a entrar un agua embarrada que se llevó los sándwiches y nos tapó los pies. El motor funcionó todavía unos minutos más, y cuando el agua cubrió el caño de escape se apagó con una explosión ahogada. Nadia insultó a todos los dioses, le dio unos cuantos puñetazos al volante y después de sacó los anteojos sucios de barro. Era la sombra desolada de la mujer que había visto por la noche; tenía los ojos rojos y se le veían las raíces del pelo encanecido. Parecía un bucanero al mando de un navío arrastrado por el azar. Los chorizos y las latas de conserva empezaban a flotar alrededor nuestro y me di cuenta de que se resignaba a la derrota. Abrió la ventanilla, miró la inundación y después, sin decirme nada, se recostó en el asiento y sacó la polvera para arreglarse la cara.
...
La miré mientras hacía un lugar en el Citroën. Lo único seco eran los asientos y había que arreglarse ahí. Me sonreía con tanta ternura que ya no podía volver atrás: la tomé por los hombros y le di un beso cerca de la boca. Ella me buscó con los labios recién pintados, con una lengua gorda y espesa y nos fuimos acomodando despacio. El coche se balanceaba bajo la lluvia y yo quería ver de nuevo esos pechos grandes con puntas violetas. Me costó mucho abrir el cierre del corpiño u tuve que agarrarme de la palanca de cambios para no caerme. Nadia pasó una pierna a lo largo del respaldo y me dejó avanzar sin darme ningún auxilio. No hubo modo de deshacernos de la pollera, pero cuando me pasó los brazos alrededor del cuello el corpiño cedió y sentí una blandura suave que me llenaba las manos. Debo de haber gemido o tal vez dije algo, porque me apretó contra los labios y no me dejó bajar la cabeza hasta mucho después, cuando ya me había abierto el pantalón y estuvo segura de que todo iría bien. De pronto quedé boca arriba con el volante que me tocaba la nariz y un brazo metido en el agua. Nadia tuvo que zafar la pierna para levantarse y alcanzarme la boca. Me dio un beso largo y apretado, con una rodilla entre las mías y la otra en el suelo enchastrado. Yo quería tocarle los pezones, alegrarme la vista después de tanto tiempo sin hacer el amor y la tomé de la cintura para despegármela de la boca. De pronto se levantó y vi el tumulto que salía entre los pliegues de la blusa. Apoyé la cabeza contra el vidrio y alcancé a darle un mordisco en la piel blanca. Nadia dio un salto y se golpeó contra el techo pero creo que no le importó. Estuvimos mucho tiempo así: yo respiraba por la nariz porque el peso del cuerpo me apretaba contra la ventanilla y ella jadeaba un poco, sin exagerar, sinceramente, con los ojos cerrados y la lengua entre los dientes. No le quedaban rastros de rouge en los labios que ahora eran dos trazos finos y temblorosos. Yo tenía un brazo aprisionado pero con el otro llegué por debajo de la pollera y tiré del elástico mojado. Si hubiéramos podido pararnos o cambiar de lugar hubiera sido fácil, pero estábamos dentro de una burbuja e hicimos lo que pudimos. Ella alcanzó a apartar la pollera mientras yo tiraba del pantalón y le acariciaba los pechos. Me moví para acomodarme y ella abrió el elástico, todo en una agitación anhelante, hasta que me atrapó con un golpe de cintura y nos quedamos sin respiración. La busqué suavemente y se apretó a mí con cuidado, como quien se calza un guante. Vino a ofrecerme los labios y por un rato no nos animamos a movernos. Las ojeras se le habían esfumado y me pareció que estaba en otra parte. También yo fui a visitar algunos buenos recuerdos. Tuve miedo de mis propios gritos lastimosos y cuando Nadia se despegó crispando un puño, jadeando, me di cuenta de que durante mucho tiempo me había olvidado de mí y que por eso no podía hacerle bien a nadie.
Se dejó caer hacia el costado y me miró un instante con ganas de decirme algo pero se quedó callada. Me pareció mejor así: tal vez pensaba en Bengochea o en el Brasil o en mí y lo que había visto en las cartas que ahora flotaban junto a los pedales del Citroën. No habíamos podido sacarnos la ropa y nos fuimos recomponiendo en silencio, cada uno recostado sobre la puerta de su lado. Estábamos embarrados y despeinados y tuvimos que poner en su lugar las cosas que pudimos salvar del agua. Pasé la mano por el parabrisas y entre la bruma distinguí unos árboles y unos postes de teléfono. Nadia me alcanzó un poco de torta de chocolate y me confesó que nunca había estudiado astrología, que la habilidad de las cartas se la debía a un maestro catalán con el que tuvo amores de muy joven. No me tuteaba; conservaba una distancia cálida y advertí que sin proponérselo ya me había apartado de su intimidad.
1990
Otro fragmento en Descontexto
http://descontexto.blogspot.com/2006/08/una-sombra-ya-pronto-sers-de-osvaldo.html
No hay comentarios.:
Publicar un comentario