Béisbol con una pelota de tenis y unos maderos botados en un rincón al fondo del campus. Una cancha de fútbol inaceptablemente vacía. Las horas pasan con una sustancialidad diferente para las personas. Tengo la claridad de hermanar los diversos y dispares saberes que me torturan, nefandos y crueles, cruentas muestras de lo insondables de mi ignorancia. Existen seres tan inmensos que resultamos microscópicos para ellos y bajo el microscopio adivinamos universos enteros más allá de donde podemos mirar. Pero eso no importa ahora ni antes cuando lo imaginaban los escritores de ficción. Esta es la manera de igualar y utilizar creativamente todos los géneros, me ocurrió como un golpeteo constante. Cartas, biografías, ficción, autoayuda, teoría, filosofía, poesía, lingüística, en fin, todo lo que aparezca se hermana acá. Recurro a ese pelado poeta y ciclista diciendo que es una tontera, hueón. Pero yo jugaba béisbol contigo que ahora vives en el país de los sombreros grandes. Esto no tiene mucha corrección aunque intenta contar una historia. A la cancha saltó el equipo en que todo un país confiaba y no pudo resolver los problemas planteados por el rival que terminó imponiéndose. Al día siguiente la marraqueta era chica y la taza de té amarga. En navidad bebí champaña hasta quedar tendido mientras mi hermano usaba pelo largo e impermeables, fumaba con fruición autodestructiva y mentía sobre las mujeres con las que había cogido. Al entrar al clandestino la mejicana rapada estaba rodeada de dos chamanes que bebían cerveza y hacían magia con el lenguaje. No sacaba mucho con preguntarles sus presupuestos, solo la chica podía darle información. Sabía que sería un problema al momento que entró en mi oficina. Debo encontrar a Reds, debes ayudarme. Debes esto y debes esto otro. Esto es imperativo pero no hay, sabe desde ya, posibilidad de crítica o adelanto. Después la encontró en la feria junto a su hijo de cuatro años. Tenía el pelo largo ahora. La última vez que le vi jugamos beisbol. Podría haber sido profesional en Japón, honronero. Empieza por buscarlo ahí, en Ginza. Vistiendo hakama y keikogi buscó en Kioto que era la capital del imperio y en Shingu, un pueblo pequeño donde se destilaba muy buen sake. Y de nuevo en navidad bebí hasta quedar ciego mientras mi hermano y ahora su hijo. Cuando estuvo lejos en el país de los bigotes poblados no nos escribimos. No estaba en Japón y viajé a San José de Costarica donde tenía un primo. En Canadá dormí en un subterráneo y leí un libro de entrevistas a William Burroughs. Experimenté con una grabadora soñando que rompía los huesos de mi huésped. Para encontrar a Reds revisé el índice de autores de varios libros pero muchos no tenían y era molesto. Finalmente apareció en Barcelona para juntarse con la mejicana. La chica dormía en un departamento frente al congreso europeo, tenía una tía parlamentaria, andaba en bicicleta. Supe de buena fuente que se acostaba con Reds. Pero Reds tenía una amante francesa que conoció en la vendimia. Quise hablar por teléfono con mi cliente calva. Nos reunimos en su departamento. Cuando reparé mi bicicleta me crucé con un viejo conocido. El gato vivió muy contento toda su vida sin salir del departamento sin sospechar de la existencia de ratones o pájaros. Sólo cuando lamía su culo y tragaba sus pelos presentía su gatidad, pero la mayor parte del tiempo dormía y mucho, casi como compitiendo. Mi viejo conocido Yara, lo quise mucho un tiempo por su sensibilidad e inteligencia, trabaja en una compañía española que hace molduras de fierro para construir edificios. La mejicana colocó a la amante francesa de Reds en una de esas molduras y nunca más se supo de ella. Reds escapaba de la autoridad francesa por una acusación de estupro y por ser clandestino. Inmigrante ilegal le hubieran llamado en el país imperialista del norte. Aunque no sabía por qué perseguía a Reds, de la mejicana colgaban las muertes de los chamanes y la francesa. Sabía que esa mujer era problemas cuando atravesó la puerta de mi despacho. Las manos heladas son un síntoma de enfermedad aún más terrible que la fiebre según los antroposóficos y en Asia consideran que las mujeres no pueden cocinar buen sushi por sus manos calientes. El sistema consiste en dejarse llevar con mucha calma por la presencia de este ánimo difuso, escriturar. Mi hermano considera que escribo como los gringos, es su opinión. Sé que en el fondo opina que el método es más bien prender el ventilador y soltar la mierda. Personalmente me siento más inclinado a lo último, pero no es así. No tan simple. Empezó desde un lugar profundo y repleto. Con cuidado y paciencia hurgue los más intrincados vericuetos. Siempre con ayuda, de pie sobre hombros notables y en medio del silencio. Pasaron años. Lo importante en un momento fue estar desnudo y entregado a este deseo urgente. Antes de la mejicana estuvo la morena. Ya hubo una bibliotecaria y una profesora, ahora una alumna. Siempre fue Reds adelantándose en sus borracheras perdido entre una y otra estación de metro. No puede ser el ventilador encendido, más bien un aire acondicionado que revela y aúna las posibilidades brillantes de todo lo que surge de la tierra. Yo soy la tierra le dijo el chamán en un último aliento a su amante, yo soy el espíritu contestó ella, simple y desecha en lágrimas mientras el cuerpo moreno y vigoroso se hacía ceniza entre sus brazos. Interrogaba a una chica inexperta que se deshacía resistente a desaparecer, se comunicaba por correo o aparecía a la hora de almuerzo expedita y bañaba la espalda de Reds con su mirada. Desde la piscina vestida de gala bebió su coctel. Habían cosas, muchas cosas. Sobretodo en Ginza y en el sillón de mi despacho donde duerme mi gata. Una musaraña, sólo eso me trajo de España Yara. Entonces hube de dejar de quererlo y ya la mejicana se encargaría de él. Cuando tuvo una hija le llamó Yulaisi por la canción de Deep Purple. Así mismo me acerqué al ciego de la armónica en la estación de buses de Chikamauk en Loussiana. Este joven músico de blues de escasos cientos de años conoció a Robert Johnson y me mostró el camino al cruce de caminos. Todavía podría llegar a medianoche, y esta era la última oportunidad que me estaba dando para escribirle a Reds. La primera en mucho tiempo. Después de mi reunión en Crossroads town ya nada importaban las muchas cosas, las muchachas fatales y muertas los amigos y sus opiniones ni el tiempo en sí, que era, cómo decirlo, algo así como una botella de alcohol afanosamente afanado en el azar de una noche.
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