viernes, diciembre 07, 2007

"La utilidad de los grandes hombres", de Ralph Waldo Emerson

Extractos




Es natural creer en los grandes hombres. No nos sorprendería que los compañeros de nuestra infancia se convirtiesen en héroes o fueses como reyes. Toda mitología se inicia con semidioses, y el ambiente es sublime y poético; es decir, que su genio es lo principal. En las leyendas de Gautama los hombres primitivos comen tierra y la encuentran deliciosamente sabrosa.

La naturaleza parece existir para los excelentes. El mundo se sostiene por la veracidad de los hombres buenos: ellos hacen saludable la tierra.
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La investigación de todo lo que se refiere al gran hombre constituyen el sueño de la juventud y la ocupación más sería del adulto. Viajamos por países extraños para encontrar sus obras y, si es posible, para echar una mirada a sus personas, pero a veces desaprovechamos esa suerte. Se dice que los ingleses son prácticos, que los alemanes son hospitalarios, que el clima de Valencia es delicioso y que en las colinas del Sacramento se puede recoger oro. Sí, pero yo no viajo para encontrar gente cómoda, rica y hospitalaria, o un cielo claro, o lingotes que cuestan demasiado. Mas si existiese alguna aguja magnética que señalase los países y las viviendas en que residen las personas que son intrínsecamente ricas y poderosas, lo vendería todo y compraría esa aguja magnética y hoy mismo me pondría en camino.

La raza se beneficia con su fama. El conocimiento de que en la ciudad vive un hombre que inventó el ferrocarril eleva la reputación de todos los ciudadanos. Pero las poblaciones enormes, si están compuestas de mendigos, son repugnantes, como el queso lleno de gusanos, como un hormiguero, como un montón de pulgas.

Nuestra religión consiste en amar y apreciar a esos patronos. Los dioses de la fábula son los momentos brillantes de los grandes hombres. Fundimos todos nuestros vasos en un solo molde. Nuestras teologías colosales del Judaísmo, el Cristianismo, el Budismo, el Mahometanismo son la acción necesaria y estructural de la mente humana. El estudiante de historia es como un hombre que entra en un almacén para comprar paños o tapices. Se imagina que ha conseguido un nuevo artículo. Si va a la factoría descubrirá que su nueva mercadería reproduce las cintas y las rosetas que se han encontrado dentro de los muros de las pirámides de Tebas. Nuestro teísmo es la purificación de la meta humana. El hombre no puede pintar, no hacer, ni pensar más que al hombre. Cree que los grandes elementos materiales se originan en su pensamiento.
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El hombre es esa noble planta endógena que crece, como la palmera, de dentro afuera. Puede desarrollar con celeridad y sin esfuerzo su propio espíritu, aunque sea imposible para otros. Le es fácil al azúcar ser dulce y al salitre ser salado. Nos tomamos un gran trabajo en acechar y atrapar aquello que debe caer por sí mismo en nuestras manos. Considero como un gran hombre al que vive en una esfera más alta del pensamiento, a la cual los otros hombres se elevan con trabajo y dificultad; no tiene más que abrir sus ojos para ver las cosas a la luz verdadera y en amplias relaciones, mientras que los demás hombres deben hacer penosas correcciones y mantener un ojo vigilante sobre las numerosas fuentes de error. El servicio que nos presta es de esa clase. A una persona hermosa no le cuesta esfuerzo alguno grabar su imagen en nuestros ojos, y, no obstante, ¡cuan espléndido es el beneficio que nos produce! A un espíritu prudente no le cuesta más transmitir esa cualidad a los demás hombres. Y todos pueden hacer con más facilidad aquello para lo que están mejor dotados. Peu de moyens, beaucoup d'effet. Es grande aquel que es lo que es por naturaleza y que nunca nos recuerda a otros.
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Un hombre responde a alguna pregunta que no ha hecho ninguno de sus contemporáneos, y queda aislado. Las religiones y filosofía presentes y pasadas responden a preguntas muy distintas. Ciertos hombres nos impresionan como ricas posibilidades, pero son inútiles para sí mismas y para su época, fruto quizá de algún instinto que prevalece en el ambiente; no responden a nuestra necesidad. Pero los grandes están más cerca de nosotros; los conocemos a simple vista. Satisfacen la expectación y aparecen a su debido tiempo. Lo bueno es eficaz, fecundo: se abre por sí mismo su lugar y encuentra alimento y aliados. Una manzana sana produce semilla, pero una híbrida no la produce. Cuando un hombre ocupa su lugar es constructivo, fértil, magnético, inunda a las muchedumbres con su voluntad, que de este modo se cumple. Así como el río forma sus propias orillas, así también cada idea legítima forma sus propias canales y encuentra cosechas para alimentarse, instituciones para expresarse, armas para luchar con ellas y discípulos que la siguen. El artista verdadero tiene como pedestal al planeta; el aventurero, tras años de lucha, no tiene más que la tierra que pisa con sus zapatos.
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El hombre es endógeno y se desarrolla por medio de la educación. La ayuda que obtenemos de los demás es mecánica si se compara con lo que la naturaleza descubre en nosotros mismos. Lo que aprendemos de este modo es estimular al placer de la acción y su efecto es permanente. La verdadera ética es central y va del alma al exterior. La dádiva es contraria a la ley del universo. Servir a los demás es servirnos a nosotros mismos. Debo justificarme a mí mismo. “Acuérdate de ti mismo -dice el espíritu-. Fatuo: ¿por qué te preocupas de los cielos o de los demás hombres?” Queda por explicar la audaz indirecta. Los hombres poseen una cualidad pictórica y representativa y nos ayudan con el intelecto. Behmen y Swendeborg observaron que las cosas son representativas. También los hombres son representativos: primero de cosas y después de ideas.
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Un hombre es un centro para la naturaleza, que sirve para relacionar todo lo existente, fluido y sólido, material y elemental. La Tierra gira y llega un momento en que todas las nubes y todas las piedras coinciden con el meridiano; del mismo modo, todo órgano, toda función, todo ácido, todo cristal, todo grano de polvo se relaciona con el cerebro. Tiene que esperar mucho tiempo, pero le llega su turno. Cada planta tiene su parásito y cada criatura su amante y su poeta.
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Cada cosa material tiene su lado celestial: se traslada, a través de la humanidad, a la esfera espiritual y necesaria donde desempeña un papel tan indestructible como cualquier otro. Y todas las cosas ascienden continuamente a ellos, sus fines propios.
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Las cualidades del hombre determinan el curso de su vida y él puede hacer públicas de diversos modos sus virtudes, porque está distinguido por ellas. El hombre, hecho de polvo del mundo, no olvida su origen, y todo lo que es todavía inanimado hablará y razonará algún día. La naturaleza inédita publicará todo su secreto.
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Así que nos sentamos junto al fuego y nos apoderamos de los polos de la Tierra. Esta cuasi omnipresencia suple la imbecilidad de nuestra condición. En uno de esos días celestiales en que el cielo y la tierra se encuentran y se hermosean mutuamente, se siente una pobreza al no poder disfrutar más que una vez ese espectáculo; quisiéramos tener mil cabezas, un millar de cuerpos para poder celebrar su inmensa belleza de muchas maneras y en muchos lugares. ¿Es esto una fantasía? Pues bien, si hablamos de buena fe diremos que en realidad nos hallamos multiplicados por nuestros semejantes. ¡Con qué facilidad adoptamos sus actividades! Todo navío que llega a América sigue la ruta abierta por Colón. Toda novela es deudora de Homero. Todo carpintero que cepilla con su garlopa lo debe al genio de su inventor olvidado. La vida está coronada por un zodiaco de ciencias, tributos de los hombres que se sacrificaron por añadir sus rayos de luz a nuestro cielo. El ingeniero, el comerciante, el jurista, el médico, el moralista, el teólogo, todo hombre de ciencia es un defensor y un cartógrafo de las latitudes y longitudes de nuestro mundo. Esos constructores de comunicaciones nos enriquecen. Gracias a ellos podemos extender el aérea de nuestra vida y multiplicar nuestra relaciones. Ganamos tanto al adquirir una nueva propiedad en la tierra vieja como al adquirir un nuevo planeta.
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...aprendemos a elegir a los hombres por sus características más verdaderas; aprendemos, como decía Platón, "a escoger a aquellos que pueden, sin ayuda de los ojos ni de ningún otro sentido, avanzar hacia la verdad y el ser". En primera línea entre esas actividades se hallan los asaltos mortales, los hechizos y las resurrecciones forjados por la imaginación. Cuando ésta se despierta se diría que el hombre multiplica su fuerza. Nos ofrece la sensación deliciosa de las magnitudes indeterminadas y nos inspira el hábito de pensar con audacia. Somos tan elásticos como el gas de la pólvora, y una frase de un libro o una palabra deslizada en la conversación dejan en libertad a nuestra fantasía y al instante nuestras cabezas se bañan en vías lácteas y nuestros pies se hunden en el abismo. Y este beneficio es real, porque tenemos derecho a esas liberaciones y una vez que hayamos cruzado los límites nunca volveremos a ser los miserables pedantes que fuimos.

Las altas funciones de la inteligencia están tan ligadas entre sí que suele aparecer cierto poder imaginativo en todas las inteligencias eminentes, incluso en los aritméticos de primera clase, pero especialmente en los hombres meditativos que poseen un hábito de pensamiento intuitivo. Esta clase de hombre nos es útil, puesto que poseen la percepción de la identidad y la percepción de la reacción. Los ojos de Platón, de Shakespeare, de Goethe, nunca se cerraron a esas leyes, la percepción de ellas es una especie de medida de la mente. Las mentes pequeñas son pequeñas porque no pueden verlas.

Aun estos festines tienen sus empachos. Nuestra complacencia en la razón degenera en idolatría de su heraldo. Especialmente cuando una inteligencia de método poderoso instruye a los hombres encontramos ejemplo de tiranía. Tales son las influencias de Aristóteles, la astronomía de Ptolomeo, el crédito de Lutero, de Bacon y de Locke; y en la religión la historia de las jerarquías, de los santos y de las sectas que han tomado el nombre de sus fundadores. ¡Oh dolor, todo hombre es víctima de esos genios! La imbecilidad de los hombres invita constantemente a los abusos de poder. El talento vulgar se complace en deslumbrar y cegar al espectador. Pero el verdadero genio trata de defendernos de sí mismo. El verdadero genio no nos empobrece, sino que nos libera y nos proporciona nuevos sentidos. Si nuestra ciudad apareciera un hombre sabio crearía en aquellos que conversan con él una nueva conciencia de la riqueza, abriendo sus ojos a ventajas no percibidas; establecería un sentido de igualdad inmutable, tranquilizándonos con la seguridad de que no podemos ser engañados, y cada uno podría discernir los límites y las garantías de su condición. El rico se daría cuenta de sus errores y de su pobreza y el pobre de sus remedios y de sus recursos.

Pero la naturaleza produce todo eso a su debido tiempo. Su remedio es la rotación. ...Somos tendencias o más bien síntomas y ninguno de nosotros es completo. Tocamos la superficie y pasamos de largo y sorbemos la espuma de muchas vidas. La rotación es la ley de la naturaleza. Cuando la naturaleza suprime a un gran hombre, la gente explora el horizonte en busca de un sucesor. Pero este no viene ni vendrá. Su clase se ha extinguido con él. El hombre esperado aparecerá en algún otro campo completamente distinto. Ya no será un Jefferson o un Franklin, sino un gran comerciante; luego un gran constructor de carreteras; después un especialista en peces; más tarde un explorador y cazador de búfalos o un general semisalvaje del Oeste. Casi nos defendemos contra los amos más duros; pero contra los mejores hay un remedio más excelente. El poder que comunican no les pertenece. Cuando nos sentimos exaltados por las ideas no se lo debemos a Platón, sino a las misma ideas, de las cuales también Platón era deudor.

No debo olvidar que tenemos una deuda especial con una clase única. La vida es una escala de grados. Entre fila y fila de nuestros grandes hombres hay amplios intervalos. En todas las épocas los hombres se han sometido a unas pocas personas que, ya sea por la calidad de la idea que encarnaban, ya por la amplitud de su receptividad, tenían un derecho a su puesto de guías y de legisladores. Ellos nos enseñan las cualidades de la naturaleza primaria, nos dan a conocer la constitución de las cosas. Nadamos diariamente en un río de ilusiones y nos divierten realmente los castillos en el aire que embaucan a los hombres que nos rodean, pero la vida es sinceridad. En los intervalos lúcidos decimos: “Déjame entrar en el mundo de las realidades; ya he hecho el tonto durante demasiado tiempo”. Queremos conocer el significado de nuestra economía y de nuestra política. Désenos la clave, y si las personas y las cosas son las partituras de una música celestial, déjesenos leer la melodía. Hemos sido engañados por nuestra razón; no obstante, ha habido hombres sanos que han gozado de una existencia rica y bien coordinada. Lo que saben, lo saben para nosotros. Cada nueva inteligencia recela un nuevo secreto de la naturaleza; esta Biblia no puede cerrarse hasta que nazca el último gran hombre. Estos hombres corrigen el delirio de los espíritus violentos, nos hacen considerados y nos inducen a nuevos ideales y a la conquista de nuevos poderes.





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