Vanessa y sus hijos han regresado a Charleston. Nelly está abajo preparando la cena, misteriosamente alegre, más de lo que ha estado en días anteriores: ¿será posible que esté agradecida de que la hayan enviado a hacer un recado estúpido, que saboree tanto esa injusticia como para que la induzca a cantar en la cocina? Leonard está escribiendo en su estudio, y el tordo yace en su lecho de hierba y rosas en el jardín. De pie ante una ventana del salón, Virginia contempla la oscuridad que desciende sobre Richmond. Es el final de un día ordinario. Encima de su escritorio, en una habitación con la luz apagada, descansan las páginas de la nueva novela, sobre la cual alberga desmedidas esperanzas y que, en este momento, teme (cree que sabe) que resultará árida y débil, desprovista de verdadero sentimiento; un callejón sin salida. Hace sólo unas horas, y sin embargo lo que sentía en la cocina con Vanessa —esa exaltación, esa beatitud— se ha evaporado totalmente como si no hubiese existido. Solamente perdura esto: el olor del buey que está cociendo Nelly (nauseabundo, y Leonard la observará mientras ella se esfuerza en comerlo), todos los relojes de la casa a punto de dar la media hora, su propia cara, que cada vez más nítidamente se refleja en el cristal de la ventana a medida que las farolas —de un tono limón pálido contra un cielo azul tinta— se encienden en todo Richmond. Ya basta, se dice a sí misma. Se empeña en creerlo. Ya basta de vivir en esta casa, liberada de la guerra, con una noche de lectura por delante y después dormir y después trabajar de nuevo por la mañana. Ya basta de farolas que arrojan sombras amarillentas sobre los árboles.
Nota la cefalea que avanza sigilosamente por la nuca. Se pone rígida. No, es el recuerdo de la cefalea, es el miedo que le inspira, ambos tan vividos que llega a ser difícil, por lo menos brevemente, distinguirlos del comienzo del dolor mismo. Permanece tensa, esperando. Está bien. Todo va bien. Las paredes de la habitación no tiemblan; del interior del yeso no brotan murmullos. Es ella misma, aquí donde está, en casa, en compañía de su marido, con criados y alfombras y almohadas y lámparas. Es ella misma.
Sabe que se marchará aun antes de que decida marcharse. Un paseo; dará simplemente un paseo. Volverá dentro de media hora, o menos. Se pone rápidamente la capa y el sombrero, la bufanda. Se dirige en silencio a la puerta trasera, sale y la cierra con cuidado tras ella. Preferiría que nadie le pregunte a donde va, o a qué hora piensa volver.
Fuera, en el jardín, está el montículo en sombras del tordo en su ataúd, al socaire de los setos. Un viento fuerte sopla desde el este, y Virginia se estremece. Tiene la impresión de que ha abandonado la casa (donde guisan un buey, donde hay luces encendidas) y de que ha entrado en el reino de los pájaros muertos. Piensa en que los recién enterrados permanecen toda la noche en sus sepulturas, después de que los deudos hayan recitado oraciones, depositado coronas funerarias y regresado al pueblo. Después de que las ruedas se hayan alejado sobre el barro de la carretera, después de que las cenas hayan sido comidas y las cubiertas de los lechos descorridas; después de que todo esto haya ocurrido, las tumbas permanecen, con sus flores ligeramente movidas por el viento. Es aterrador pero no completamente desagradable, esta aura del cementerio, Es real; es casi abrumadoramente real. Es, a su manera, más tolerable, noble, ahora mismo, que el buey y las lámparas...
Baja la escalera, pisa la hierba.
El cadáver del tordo sigue estando en su sitio (es curioso que no atraiga la atención de los gatos y perros del vecindario), minúsculo incluso para ser de un pájaro, tan plenamente inane, aquí en la oscuridad, como un guante perdido, este puñado vacío de muerte. Virginia se sitúa sobre él; ahora es basura; se ha desprendido de la belleza de la tarde del mismo modo que Virginia se ha liberado de su asombro, en la mesa del té, acerca de tazas y abrigos; de igual modo que el día se despoja de su calor. Por la mañana, Leonard recogerá al pájaro, la hierba y las rosas con una pala y los tirará lejos. Piensa en que un ser vivo ocupa mucho más espacio cuando está vivo que cuando está muerto; en lo ilusorio que es el tamaño contenido en los gestos, los movimientos, la respiración. Muertos, revelamos nuestras dimensiones verídicas, y son sorprendentemente exiguas. ¿Acaso no pareció que a su propia madre la habían retirado subrepticiamente y sustituido por una versión más menuda de hierro pálido? ¿No había ella, Virginia, percibido en sí misma un hueco, asombrosamente pequeño, allí donde supuestamente debía residir un dolor intenso?
Aquí, pues, está el mundo (casa, cielo, una primera estrella incipiente) y aquí su opuesto, esta pequeña forma oscura dentro de un círculo de rosas. Es basura, nada más. La belleza y la dignidad eran ilusiones engendradas por la compañía de los niños, mantenidas en su beneficio.
Da media vuelta y se aleja. En este momento parece posible que exista otro lugar, un lugar que no guarde ninguna relación con un buey cocido ni con el círculo de rosas. Franquea la cancela del jardín, sale al corredor y se dirige a la ciudad.
1998
2 comentarios:
Preciosa y triste película...grandes actrices,..tremendo soundtrack...
Una de las películas a la cual se recurre constantemente en la memoria...
Del libro de Cunningham,nada sé, debe ser tremendo....Gracias por la muestra....
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