sábado, noviembre 10, 2007

“A diez siglos de distancia (India-Japón)”, de Alan Meller




En India, cuando construyen una casa, la hacen antigua. Junto con los pisos y las escaleras, colocan también varios años encima, como si lo nuevo fuera un atentado a la creación, algo reservado para los dioses que ya han desaparecido. Una casa India recién terminada, huele a encierro, la pintura se está descascarando, las cañerías están oxidadas y los cables del tendido eléctrico (si los hay, si son necesarios...) se están pelando y parecen dispuestos al corto circuito.

Una casa antigua en Japón parece recién terminada. Aún huele la pintura, no existen manchas de moho y cuando se corre el closet o se saca un cuadro colgado hace años, las paredes no dejan rastros, como si el tiempo no pasara, como si no existiera un deterioro, como si lo nuevo fuera el único estado posible, el único permitido.

Pero en Japón no hay tiempo. La tecnología los ha sumido en un permanente atraso. Sus habitantes viven tardíamente aferrados a los minutos-yen sincronizados en los relojes vigilantemente expuestos en cada esquina, amarrados a sus muñecas, palpitantes en sus teléfonos, en sus radios, en sus almas, en sus autos, recordándoles a cada momento que no hay tiempo que perder...

En India el tiempo no existe y por ende no se pierde... Un almuerzo a la hora del trabajo puede tardar horas hasta transformarse en un trabajo a la hora del almuerzo. Un té con el amigo, el vecino o quien esté cerca tiene la sacralidad de la vida, es quizás el mayor sentido de ella. Y no que la comida tenga una gran importancia, sino que el tiempo carece absolutamente de ella. ¡Y cómo no! Si un segundo de la vida de Brahma, el dios creador ya abandonado, corresponde al ciclo de toda la génesis y destrucción del universo...





Fotografía: Werner Bischof, "La llegada del suministro en un pueblo", India, 1951





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