miércoles, noviembre 07, 2007

«La pieza oscura», de Enrique Lihn






La mixtura del aire en la pieza oscura, como si el cielorraso
          hubiera amenazado
una vaga llovizna sangrienta.
De ese licor inhalamos, la nariz sucia, símbolo de inocencia
          y de precocidad
juntos para reanudar nuestra lucha en secreto, por no sabiamos
          no ignorábamos qué causa;
juegos de manos y de pies, dos veces villanos,
          pero igualmente dulces
que una primera pérdida de sangre vengada a dientes
          y uñas o, para una muchacha,
dulces como una primera efusión de su sangre.

Y así empezó a girar la vieja rueda —símbolo de la vida—
          la rueda que se atasca como si no volara,
entre una y otra generación, en un abrir de ojos brillantes
          y un cerrar de ojos opacos
con un imperceptible sonido musgoso.
Centrándose en su eje, a imitación de los niños
          que rodábamos de dos en dos, con las orejas rojas
          —símbolos del pudor que saborea su ofensa—
          rabiosamente tiernos,
la rueda dio unas vueltas en falso como en una edad anterior
          a la invención de la rueda
en el sentido de las manecillas del reloj y en su contrasentido.
Por un momento reinó la confusión en el tiempo. Y yo mordí,
          largamente en el cuello a mi prima Isabel,
en un abrir y cerrar del ojo del que todo lo ve, como en una edad
          anterior al pecado
pues simulábamos luchar en la creencia de que esto hacíamos;
          creencia rayana en la fe como el juego en la verdad
y los hechos se aventuraban apenas a desmentirnos
con las orejas rojas.

Dejamos de girar por el suelo, mi primo Ángel vencedor de Paulina,
          mi hermana; yo de Isabel, envueltas ambas
          ninfas en un capullo de frazadas que las hacía estornudar
          —olor a naftalina en la pelusa del fruto—.
Ésas eran nuestras armas victoriosas y las suyas vencidas
          confundiendose unas con otras a modo de nidos
          como celdas, de celdas como abrazos, de abrazos
          como grillos en los pies y en las manos.
Dejamos de girar con una rara sensación de vergüenza,
          sin conseguir formularnos otro reproche
que el de haber postulado a un éxito tan fácil.
La rueda daba ya unas vueltas perfectas, como en la época
          de su aparición en el mito, como en su edad
          de madera recién carpintereada
con un ruido de canto de gorriones medievales;
el tiempo volaba en la buena dirección. Se lo podía oír
          avanzar hacia nosotros
mucho más rápido que el reloj del comedor cuyo tic-tac
          se enardecía por romper tanto silencio.
El tiempo volaba como para arrollarnos con un ruido
          de aguas espumosas más rápidas en la proximidad
          de la rueda del molino, con alas de gorriones
          —símbolos del salvaje orden libre— con todo él
          por único objeto desbordante
y la vida —símbolo de la rueda— se adelantaba a pasar
          tempestuosamente haciendo girar la rueda
          a velocidad acelerada, como en una molienda
          de tiempo, tempestuosa.
Yo solté a mi cautiva y caí de rodillas, como si hubiera
          envejecido de golpe, presa de dulce, de empalagoso pánico
como si hubiera conocido, más allá del amor en la flor
          de su edad, la crueldad del corazón en el fruto del amor,
          la corrupción del fruto y luego... el carozo sangriento,
          afiebrado y seco.

¿Qué será de los niños que fuimos? Alguien se precipitó
          a encender la luz, más rápido que el pensamiento
          de las personas mayores.
Se nos buscaba ya en el interior de la casa, en las inmediaciones
          del molino: la pieza oscura como el claro de un bosque.
Pero siempre hubo tiempo para ganárselo a los sempiternos
          cazadores de niños. Cuando ellos entraron al comedor,
          allí estábamos los ángeles sentados a la mesa
ojeando nuestras revistas ilustradas —los hombres a un extremo,
          las mujeres al otro—
en un orden perfecto, anterior a la sangre.

En el contrasentido de las manecillas del reloj se desatascó
          la rueda antes de girar y ni siquiera nosotros pudimos
          encontrarnos a la vuelta del vértigo,
          cuando entramos en el tiempo
como en aguas mansas, serenamente veloces;
en ellas nos dispersamos para siempre, al igual que los restos
          de un mismo naufragio.
Pero una parte de mí no ha girado al compás de la rueda,
          a favor de la corriente.
Nada es bastante real para un fantasma. Soy en parte ese niño
          que cae de rodillas
dulcemente abrumado de imposibles presagios
y no he cumplido aún toda mi edad
ni llegaré a cumplirla como él
de una sola vez y para siempre.










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