miércoles, noviembre 28, 2007

“Contaminaciones y amputaciones en la biblioteca “, de Soledad Chávez





B
ibliotecas contaminadas, eso es lo que evita, a toda costa, el filólogo. Para llevar a cabo tal hazaña, se enviste de avezado detective que vela por la perfectibilidad de su objeto, el libro.

Puede parecer una premisa extraña pero es más didáctico empezar con una analogía: leer un libro se asemeja a la ingesta de un alimento. Si el alimento está descompuesto se espera una intoxicación. Si el libro, entonces, está descompuesto ¿se descompone el lector? Pero, ¿cómo puede un texto estar contaminado? Para aclarar la situación, habrá que remitirse al quehacer filológico, que busca la pureza de la biblioteca. Por lo tanto, la praxis filológica va de la mano de ésta.

‘Caja de libros’ [1] remite a pluralidad, condición necesaria de la biblioteca. Y pluralidad implica la reproducción de un texto, su copia, su seriación. Sólo un bibliófilo, y entre ellos los filólogos, pueden saber que esta reproducción a lo largo de la historia está sujeta a errores. Es decir, a la contaminación. Porque un libro compuesto de errores que no fueron producidos por su autor ¿acaso no es un libro contaminado? Utilizo los adjetivos del tecnolecto filológico, claro está: error, contaminación [2].

Debido a esa auraticidad arqueológica, por un lado, nadie puede aventurar la existencia de un protofilólogo mesopotámico cumpliendo su función en las tablas de arcilla donde nos llega la aventura de Gilgamesh. Es más, todo intento de periodizar esta labor está dentro del mundo de las conjeturas.

Quizás por eso es mejor situarse en el siglo V a.c., el siglo logocéntrico, pericleano, trágico. Y es por esta última razón que la existencia del texto copiado era una necesidad. Los nobles querían tener los argumentos palpables de las obras con las que llegaron al paroxismo de la catarsis. Tan apremiante fue la copia, que Licurgo dictó una ley que exigía hacer copias de los trágicos mayores: Esquilo, Sófocles y Eurípides. De allí a la fundación de la Biblioteca de Alejandría y la Biblioteca de Pérgamo, hubo un pequeño paso. La suerte ya estaba echada para aquellos bibliomaníacos que sintieron que la existencia de estos grandes centros solo debían poseer los textos más fieles y legítimos.

Pero la historia y el destino trágico de estas bibliotecas ya nos es conocida, así como algunas grandes contaminaciones librescas. Tal es el caso del palimpsesto, que surge gracias a las virtudes físicas del pergamino, el cual, a diferencia del papiro o la tablilla de greda, podía borrarse. El ejemplo paradigmático fue De res publica, de Ciceron, bajo un comentario de los salmos de San Agustín. Aquí podría hablarse de editores contaminadores, que atentan contra el gremio del filólogo. Para qué hablar de las grandes desapariciones de las bibliotecas, de obras que conocemos por las menciones de historiadores o de obras que nos han llegado fragmentadas como el Satiricón de Petronio.

Ya finalizando el siglo XII, la aparición de los Estudios Generales dio paso a las universidades, que requirieron de la copia de libros. Éste ya dejará de tener el gran tamaño que lo tenía relegado a la biblioteca monástica y al scriptorium. Ahora el libro tenía que ser transportable y adecuado para la biblioteca del clérigo. Es la crisis del libro con miniaturas y letras capitulares: aparecen nuevas abreviaturas que ayudan a que el proceso de copiado sea más rápido y, por sobre todo, es el asentamiento de la corporación que reunirá a oficios tan importantes como el de los libreros, los rubricados y los copistas.

Todo estaría bien si esta práctica textual tuviera una rigurosidad constante, pero hay traiciones, errores, desconocimientos y, muchas veces, soluciones fáciles. Es lo que se ha llamado lector facilior: el editor no entiende lo que está editando: la letra es ilegible y ya está cansado de descifrar lo que dice ese sintagma (piénsese en caligrafías encadenadas, góticas, procesales, o bien, en algún escribano apurado, en la letra de un escritor en rapto inspirador y presuroso o, simplemente, en un gentil con un ductus incomprensible). ¿Qué hacer? El proceder franco hace que el editor señale que allí hay un trazo ilegible; el proceder contaminador hace que el editor realice una conjetura, una lectura llena de intuiciones. Es la llamada enmendatio ope ingenii que en los hiperbólicos siglos XVII y XVIII fue pan de cada día con la excusa de ‘embellecer los textos’.

Muchas veces, también, un libro sufría los caprichos de algunos editores. Ejemplar es el caso de Rodríguez de Montalvo, que refundió los tres libros del Amadís. Lo trágico es que la edición íntegra desapareció, quedando solo esta refundición. Son las llamadas ‘libertades’ del copista que producen los vacíos en bibliotecas.

Es el caso de la biblioteca amputada, como en el citado Satiricón. Muchas veces, el libro está lisiado de algún pequeño órgano, como el epígrafe desaparecido del capítulo 43 de la primera parte del Quijote. Cervantes se desentendió de la edición de su obra y facilitó esta errata. Frente a esta situación, están los creadores-correctores furiosos, como Balzac, Lovecraft (más que en su ortografía, en su estilo) o Baroja.

Contaminaciones peligrosas son las que sufren los textos cuyos originales están desencuadernados, algo habitual en los textos medievales. Un caso así presenta el original del Conde de Lucanor y que un inspirado editor, en vez de señalar la pérdida, escribió por su cuenta el desenlace de la obra. La suerte es que éste no fue el único editor y pudo comprobarse, a través de la pesquisa detectivesca de los filólogos, este atrevimiento.

Pero no todo fue intuiciones y retocados textuales. En las zonas donde se forjaba el protestantismo, la misión primera fue editar versiones depuradas de la Biblia. Allí no valía la conjetura y la variación arbitraria.

Así como se recurría a la rigurosidad y a la cientificidad, en la España contrarreformista el panorama era otro. Sobre todo después de publicadas las Pragmáticas de Felipe II [3]. Las víctimas fueron las grandes figuras del Siglo de Oro. Por ejemplo, Quevedo. Las variantes existentes de sus Sueños son abismales. Quevedo los compuso entre 1605 y 1620 y la primera edición no fue hasta 1627. El éxito de los Sueños no se hizo esperar: solo en cuatro años se publican fuera de Castilla nueve ediciones. Pero en 1631 se censura la obra: hay demasiada alusión al cristianismo, es decir, aquella alusión crítica, sarcástica y oscura que tanto brilla en Quevedo y los Sueños pasan a llamarse Juguetes de la niñez. El texto varía de tal manera que Dios pasa a ser Júpiter, el alguacil amante de las monjas desaparece y el producto es, según muchos críticos, de un sinsentido extrañísimo. Pero, como se sabe, el estado de censura no tuvo este origen y mucho menos se terminó aquí. Hay muchos ejemplos para dar; es interesante el de Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal: la editora de la primera edición, feminista acérrima, suprimió el infierno femenino.

También el libro sufrió de contaminaciones por su condición física. No hay que olvidar que era común entre los editores, componedores y cajistas añadir obras para completar los pliegos que quedaban en blanco de los libros que se estaban imprimiendo. Ejemplo clásico es la inclusión del Abencerraje y la hermosa Jarifa en la Diana de Valladolid, donde la confusión autorial fue esclarecida tiempo después. Pero hubo editores francos que explicaban la situación, como lo señaló Martín Nucio en una edición de 1546: ‘Lo que se sigue no es de la obra mas púsose aquí porque no uviesse tanto papel en blanco’.

Hay un caso especial, que es difícil catalogarlo, ya que no es de contaminación, sino que es, francamente, un especial hiato que el azar dispone en la biblioteca: el de la obra póstuma, sobre todo si no se sabe con certeza algunas precisiones para la correcta edición. El caso emblemático es el de Poeta en Nueva York de García Lorca, donde la disposición de la obra es un misterio.

Como se ha visto en este breve repaso, la biblioteca acumula, reúne, acopia, mantiene, retiene. Pero lo acertado, en este caso, es permanecer alerta y estar al tanto de los posibles riesgos del bibliodeglutor. Ni en este espacio, claro está, se está a salvo de las contaminaciones, de los errores, de las censuras, de las amputaciones, de los hiatos. Por ello, a deglutir libros, pero conscientes de estas pequeñas traiciones.




Notas

[1] Estoy exagerando el étimo ‘bibliothéké’.

[2] Pero existen variantes terminológicas: el benedictino francés Dom Quentin, prefirió hablar de ‘variante’. Su argumento es convincente: al variar un texto, es porque está vivo y la vivacidad de su estado se demuestra en su crisis (es decir, en los desvelos filológicos).

[3] ‘D. Felipe II y en su ausencia la Princesa Da. Juana en Valladolid a 7 de Septiembre de 1558 (…) está proveída y dada orden cerca de la impresión y venta de libros, que en estos reynos se hicieren y como quiera que asimismo por los Inquisidores y Ministros del Santo Oficio y los Perlados y sus Provisores ordinarios en cada un año se declaren y publiquen los libros que son reprobados, y en que hay errores y heregias, prohibiendo so graves censuras y penas contra los que los tienen y leen y encubren (…) y, sin embargo dello hay en estos reynos muchos libros, asi impresos en ellos como traídos de fuera, en latín y en romance y otras lenguas, en que hay herejías, errores y falsas doctrinas sospechosas y escandalosas, y de muchas novedades contra nuestra Santa Fe Católica y Religión (…) de materias vanas, deshonestas y de mal ejemplo (…) por la cual mandamos, que ningún librero ni mercader de libros, ni otra persona alguna de cualquier estado ni condición que sea, traiga ni meta, ni tenga ni venda ningún libro, ni obra impresa o por imprimir, de las que son vedadas y prohibidas por el Santo Oficio de la Inquisición en cualquier lengua, de cualquier calidad y materia que el tal libro y obra sea; so pena de muerte y perdimiento de todos sus bienes, y que los tales libros sean quemados públicamente” (Pragmática de 1558).










Pintura: "Biblioteca de Babel nº 2", Mihay Bodó, 2003







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