jueves, octubre 11, 2007

“Un drama verdadero”, de Guy de Maupassant




Lo verdadero puede a veces no ser verosímil
Boileau




Decía yo el otro día, en este lugar, que la escuela literaria de ayer se servía, para sus novelas, de las aventuras o de las verdades excepcionales encontradas en la existencia; mientras que la escuela actual, al no preocuparse sino por la verosimilitud, establece una especie de media de los acontecimientos ordinarios. Y hete aquí que me comunican toda una historia, ocurrida, al parecer, y que se diría inventada por algún novelista popular o algún dramaturgo delirante. Es, en cualquier caso, pasmosa, bien urdida y muy interesante en su extrañeza.

En una propiedad rural, mitad granja y mitad quinta, vivía una familia que tenía una hija a la que cortejaban dos jóvenes, hermanos. Estos pertenecían a una antigua y excelente casa, y vivían juntos en una propiedad vecina. El preferido fue el mayor. Y el pequeño, a quien un amor tumultuoso le trastornaba el corazón, se tornó sombrío, soñador, errabundo. Salía durante días enteros o bien se encerraba en su habitación, y leía o meditaba. Cuanto más se acercaba la hora de la boda, más receloso se volvía. Aproximadamente una semana antes de la fecha fijada, el novio, que regresaba una noche de su cotidiana visita a la joven, recibió un disparo a quemarropa, en un rincón del bosque. Unos campesinos, que lo encontraron al nacer el día, llevaron el cuerpo a su hogar. Su hermano se sumió en una fogosa desesperación que duró dos años. Se creyó incluso que se metería cura o que se mataría. Al cabo de esos dos años de desesperación, se casó con la novia de su hermano.

Entretanto no se había podido encontrar al homicida. No existía el menor rastro seguro; y el único objeto revelador era un trozo de papel casi quemado, negro de pólvora, que había servido de taco al fusil del asesino. En aquel jirón de papel estaban impresos unos versos, el final de una canción, sin duda, pero no se pudo descubrir el libro del que había sido arrancada aquella página. Se sospechó que el asesino era un cazador furtivo de mala nota. Fue perseguido, encarcelado, interrogado, hostigado; pero no confesó, y fue absuelto, por falta de pruebas.

Tal es la exposición de este drama. Uno creería estar leyendo una horrible novela de aventuras. No falta nada: el amor de los dos hermanos, los celos de uno, la muerte del preferido, el crimen en un rincón del bosque, la justicia despistada, el acusado absuelto, y un leve hilo en manos de los jueces, el trozo de papel negro de pólvora.

Y, ahora, transcurren veinte años. El hermano menor, casado, es feliz, rico y considerado: tiene tres hijas. Una de ellas va a casarse a su vez. Se desposa con el hijo de un viejo magistrado, uno de los que formaron el tribunal antaño, cuando ocurrió el asesinato del hermano mayor. Y he aquí que se celebra la boda, una gran boda rural, una juerga. Los dos padres se estrechan las manos, los jóvenes son felices. Cenan en la larga sala de la quinta; beben, bromean, ríen, y, llegados a los postres, alguien propone cantar canciones, como se hacía en los viejos tiempos. La idea agrada, y cada cual canta. Al llegarle su turno, el padre de la desposada busca en su memoria antiguas coplas que tarareaba en tiempos y poco a poco las encuentra. Hacen reír, se aplauden; él prosigue, entona la última; después, cuando ha acabado, su vecino el magistrado le pregunta: «¿De dónde diablos ha sacado usted esa canción? Conozco los últimos versos. E incluso me parece que están relacionados con alguna grave circunstancia de mi vida, pero no lo sé exactamente; estoy perdiendo la memoria». Y al día siguiente, los recién casados salen de viaje de bodas.

Sin embargo, la obsesión de los recuerdos imprecisos, ese prurito constante de recordar una cosa que se os escapa sin cesar, acosaba al padre del joven. Tarareaba sin descanso el estribillo que había cantado su amigo y seguía sin recordar de dónde le venían aquellos versos que, sin embargo, tenía grabados desde hacía mucho tiempo en la cabeza, como si hubiera sentido un serio interés por no olvidarlos.

Transcurren dos años más. Y he aquí que un día, hojeando unos viejos papeles, encuentra, copiadas por él, aquellas rimas que tanto ha buscado. Eran los versos que habían quedado legibles en el taco del fusil de que se habían servido antaño para el asesinato. Entonces vuelve a iniciar él solo la investigación. Interroga con astucia, registra los muebles de su amigo, tanto y tan bien que encuentra el libro cuya página había sido arrancada. El drama se desarrolla ahora en ése corazón de padre. Su hijo es el yerno de aquel de quien sospecha tan violentamente; pero, si el sospechoso es culpable, ¡ha matado a su hermano para robarle la novia! ¿Hay crimen más monstruoso? El magistrado triunfa sobre el padre. El proceso vuelve a abrirse. El verdadero asesino es, en efecto, el hermano. Lo condenan.


* * *

He aquí los hechos que me señalan. Afirman que son ciertos. ¿Podríamos utilizarlos en un libro sin dar la impresión de imitar servilmente a De Montépin y Du Boisgobey? Así pues, tanto en la literatura como en la vida, el axioma: «No todas las verdades se pueden decir» me parece perfectamente aplicable.

Insisto sobre este ejemplo, que me parece impresionante. Una novela compuesta con un dato semejante despertaría la incredulidad de todos los lectores y escandalizaría a todos los verdaderos artistas.






6 de agosto de 1882






1 comentario:

Nadia Babel dijo...

Una desesperación fogosa?????