martes, octubre 23, 2007

“Los pasteles envenenados”, de José Donoso

Traducción de Bernardo Navia



Cuando era un niño muy pequeño, a menudo soñaba que mi padre me cogía repentinamente de una pierna mientras yo intentaba arrancar de él. Una vez que me apresaba comenzaba a soplar por el dedo gordo de mi pie con tanta fuerza que yo me inflaba, y me inflaba tanto como un enorme globo rosado, hasta que comenzaba a flotar por sobre su cabeza. Luego estallaba, ¡bang!, y proveniente de algún lugar dentro de mí, una moneda caía al pavimento con un agudo tintineo que me despertaba. Me sentaba entonces en mi cama llorando y sentía el corazón latiéndome fuerte en el pecho; entonces me dedicaba a mirar la oscuridad de nuestra pequeña habitación. Desde esa posición, y después de un rato, la blanca silueta ondulada de la cama de mi hermana ya no me era familiar, y el silencio aumentaba el sonido de su mecánica respiración. Entonces yo saltaba de entre mis sábanas y, aún llorando, me acostaba al lado de Melissa, acurrucándome junto a la tibieza de su cuerpo. Allí me tranquilizaba, volviéndome a dormir casi instantáneamente.

En los días que seguían a este recurrente sueño yo hacía todo lo posible por evitar un encuentro con mi padre. Pero cuando él me veía, yo no me atrevía a huir de su presencia, tampoco me atrevía a mirarlo a los ojos cuando me acariciaba la cabeza. Mi cara sólo se alzaba hasta la altura de sus enormes manos. No podía apartar mis ojos de sus poderosos huesos. Como él era médico, a menudo sus manos olían a formol. Me alejaba de él tan pronto como podía y, una vez fuera de su vista, corría hacia el gran patio interior de la casa, donde trataba de olvidar el crepitar del pelo cobrizo que hacía tan aterrorizadora la fuerza de sus manos junto a ese olor que parecía pegado a ellas.

Recuerdo perfectamente cómo cesó el miedo a mi padre y cuándo dejé de soñar con él. Andaría yo por los seis años cuando nos mudamos a vivir con mi abuela, quien vivía en una casona enorme en la parte vieja de la ciudad. La fachada era de piedras de color grisáceo o verde oscuro. Se ubicaba cerca de un gran parque, en una calle tranquila llena de árboles que crecían en los huecos de las baldosas de las aceras. Nada nos divertía más a mi hermana y a mí que sentarnos quietos junto a la ventana de la sala de estar, desde donde veíamos la vida de la calle. Esta ventana daba directamente a la acera. Si estirábamos los brazos un poco, podíamos tocar la cabeza de los que pasaban, ya que estábamos levemente alzados y protegidos por los barrotes de hierro del balcón, que tenían figuras que representaba dos dragones que se besaban entre hojas de parra en forma de espiral y racimos de uvas. Conocíamos a todo el mundo. Había un chico inválido que vivía tres casas más abajo de la nuestra y a menudo su madre, o su enfermera, lo sacaban a dar una vuelta en su silla de ruedas: era un chico simpático y nosotros nos alegrábamos cuando él se detenía junto a nuestra ventana a entrecruzar unas pocas palabras y nosotros nos inclinábamos tímidamente por sobre la baranda del balcón. Al acabar la primavera, una empleada de la casa de enfrente traía una escalera y la apoyaba contra uno de los árboles, subía hacia la oscuridad producida por el follaje con una cubeta en el brazo y permanecía allí por un rato; luego descendía con la cubeta repleta de fragantes pimpollos; los cuales, una vez secos, servirían durante el invierno para preparar té para los enfermos. Muchos niños, camino al parque para jugar, pasaban bajo nuestra ventana en sus bicicletas, seguidos de sus niñeras que siempre estaban llamándolos, impidiendo que se alejaran demasiado o que cruzaran la calle sin mirar ni poner atención a los vehículos. Muy rara vez a nosotros nos llevaban al parque: nuestra niñera era gorda y vieja; y nunca usaba la excusa de ir a caminar con el fin de encontrarse con algún galán, porque no tenía ninguno. Pero nosotros no queríamos salir realmente; éramos bastante felices mirando por la ventana desde nuestro escondite y mientras yo me entretenía recortando fotografías de viejas revistas o dibujando bigotes y anteojos sobre las ilustraciones, Melissa tarareaba muy quedamente para sí. Mientras, de tanto en tanto, se pasaba un peine por su largo y lacio pelo que solía brillar bajo el fulgor de los rayos de luz que se colaba por entre el follaje de los árboles. A veces ella se ataba un cintillo rosado al pelo, como Alicia en el país de las maravillas; Melissa era dos años mayor que yo, así que sabía más del mundo.

Fue una tarde de primavera; me recuerdo perfectamente. Estábamos sentados en nuestros lugares de costumbre, la niñera se acababa de ir dejándonos las instrucciones típicas para que nos portáramos bien. Melissa miró a la casa de enfrente y me dijo: “Mira, los Duval están cambiando las cortinas de la sala de estar. Las nuevas son azules. Me gustan más que las viejas, ¿y a ti?”. Como estaba entretenido en lo que estaba haciendo, no alcé los ojos hacia donde señalaba mi hermana, y tampoco le contesté. Si lo hubiera hecho sabía que comenzaría a hablarme a mí en vez de seguir haciéndolo para ella misma, y a mí me gustaba el silencio.

Debe haber sido jueves o viernes, porque esos eran los días en que el consultorio de mi padre funcionaba en casa. Un sostenido número de pacientes solía llegar hasta nuestra puerta. Oíamos el timbre sonar desde uno de los patios interiores, y una empleada, vestida de blanco para la ocasión, abría la puerta con diligencia. Toda clase de gente venía a ver a mi padre y constituía nuestro orgullo especial el hecho que se tratara de alguna hermosa joven o de algún caballero en uniforme. A veces, cuando eran amigos de la familia, se detenían junto a nuestra ventana al momento de salir para decirnos cuánto habíamos crecido desde la última vez que nos habían visto.

Por eso es que apenas nos dimos cuenta esa tarde cuando aquella frágil figura se aproximó hasta nuestra ventana. Cuando estuvo cerca, nosotros miramos con una sonrisa en los labios listos para saludar, pero se nos congeló en el rostro cuando nos dimos cuenta de su peculiar apariencia. Era una mujer muy vieja y muy pequeña, y obviamente pobre en extremo. Llevaba ropas negras muy limpias, una falda que le llegaba a los tobillos y un pesado chal negro, hecho del mismo material, sobre la cabeza; esto hacía que su cara pareciera una vieja y muy bien esculpida pieza de marfil, firme e inconfundible, puesta sobre una almohadilla de terciopelo. Sus manos, igualmente viejas, sostenían un pequeño y blanco paquete tan delicadamente como si tuviera algo vivo respirando dentro; aquel paquetito era lo único cierto de su apariencia. Tan pronto como ella se detuvo bajo nuestra ventana, Melissa me dijo: “Extraña mujer... Me pregunto qué querrá”.

Nos llamó la atención su ropa, que era de un tipo que ya no se estila, y también nos preguntamos por la razón para usar ese oscuro chal sobre su cabeza, especialmente en esta suave temporada de sol. Yo estaba más bien asustado y traté de concentrarme en lo que hacía, mientras Melissa se inclinó por sobre el balcón con la intención de conversar. “Buenas tardes, señorita”, dijo aquella vieja mujer con voz que sonaba como un delicado acceso de tos. “Cómo está usted”, replicó Melissa muy educadamente, para de inmediato agregar: “¿Qué es lo que desea? Somos los hijos del doctor y no nos dejan hablar con extraños”. “Eso está bien, señorita, supongo...”, dijo la mujer de negro, mientras Melissa, desde este lado del balcón, se pasaba el peine por el pelo, haciéndolo crepitar y poniéndolo suave. La vieja continuó hablando: “he venido a ver a su padre, al doctor, que es tan buena persona, tan amable...”.

Algo en el timbre de su voz, que sonaba a algo perdido hacía mucho, me hizo mirarla, desviando la vista del casi acabado castillo de naipes. Desde mi rincón le sonreí, en un vago esfuerzo por suavizar las desagradables cosas que, de seguro, Melissa le diría. “Sí, pero a usted nosotros no la conocemos y no podemos hablar con extraños”, arguyó Melissa. Yo me incorporé y me incliné por sobre el balcón para mirar a esa frágil figura ubicada bajo nosotros. Justo en ese momento una brisa se coló por entre la baranda del balcón destruyendo mi castillo de naipes y desparramando los naipes azules y rojos sobre la alfombra de la sala. Esto me hizo sentir más bien de mal humor porque el castillo me había costado mucho hacerlo y era lindo. Le dije a la mujer: “Es verdad, no podemos hablar con extraños, y como dice la niñera, especialmente si están mal vestidos”.

Parecía como si en los iris de los ojos de la mujer hubiera caído una gota de crema. “Pero, señor”, dijo, “su familia me conoce bien. Su madre, a quien Dios bendiga, no estaría molesta con ustedes, estoy segura. Soy la madre de Paul, quizás ustedes lo recuerdan. Era quien le arreglaba los sillones a su abuela, y después fue su chofer. Ya murió. Pero ustedes eran unos niños pequeños entonces”.

Ella parecía segura de que con esas palabras se congraciaría con nosotros, pero el nombre de Paul sólo lo habíamos oído una o dos veces en las conversaciones con nuestros padres; lo único que asociábamos al nombre era la idea de tiempo, como si se tratara de alguna era lejana. Ahora se nos hacía increíble estar hablando con su madre. “Usted debe ser muy vieja”, dijo Melissa en voz suave, “por lo menos tiene cien años”. La mamá de Paul se sonrió suavemente, y luego tosió en forma casi imperceptible. Melissa volvió la cabeza con un gesto de disgusto; hacía apenas un par de días que ella había estado averiguando lo de los microbios. “Aún no, señorita, cien no; pero tampoco estoy tan lejos”.

La miramos en silencio por un momento, esperando que nos dijera lo que queríamos oír. Me entusiasmó la idea de que fuera una bruja, pero parecía demasiado frágil y triste. De pronto, como si hubiera tomado una repentina decisión, levantó sus ojos (que parecían siempre mirar hacia abajo) y se nos quedó mirando: “Por favor...”, pero se detuvo y comenzó a desenvolver con gran premura y velocidad el pequeño paquete que traía. Eso nos despertó la curiosidad. “Señorita...” dijo, mostrándole a Melissa el contenido, “aquí hay algunos pasteles que traje para su padre, es tan poco...”. Vimos cuatro redondos y frescos pasteles, probablemente de los más ordinarios. “Esto es lo único que pude traerle. Él es tan bueno, pero no quería aceptarlos”. Sus viejas manos temblaban mientras sostenía los pasteles por sobre la envoltura de papel. Melissa se inclinó por sobre el balcón hasta que casi podía tocar los pasteles. “¿De qué están hechos?”, preguntó con interés. “No sé”, replicó la mujer, “pero se veían tan adorables en la vitrina de la tienda que quise mostrárselos; aunque yo nunca, nunca pueda pagar todo lo que su padre ha hecho por mí”.

Yo le sonreí a la vieja porque los pasteles se veían bien, y porque ella era muy vieja y se veía tan marchita. Pero Melissa le hizo preguntas serias: “¿Por qué papá no los aceptó?”. “No lo sé, señorita. No lo sé”. Yo apenas podía oír lo que decía. Si ella se ponía a llorar, tal como temí que ocurriera, me habría dado vergüenza y habría tenido que odiarla. Comencé a bajarme de la silla junto a la ventana para evitar la agonía que, sin dudas, adiviné que traería la escena siguiente. “Pero, por favor, por qué no se los llevan ustedes... No sé qué podría hacer yo con ellos, son tan lindos que me sentiría muy mal si los tuviera que tirar”.

“Deben estar envenenados”, dijo Melissa luego de unos instantes de consideración, “...o mi padre los hubiera aceptado. Él es un doctor y sabe de estas cosas”. La vieja, de pie, estaba tan abstraída y quieta que parecía un viejo baúl de ropa y todo con respecto a ella parecía muerto. Cuando le vi un extraviado mechón de pelo canoso moviéndosele delicadamente bajo el chal con la serena brisa de esa tarde, me atreví a sonreír y le dije: “A mí me gustaría probar uno. No creo que estén envenenados”.

Su vieja cara se animó de pronto, y yo vi que sus mejillas y la punta de su pesada nariz eran muy rojas. Pero apenas tuvo tiempo de sacar los pasteles y ofrecérmelos, pues Melissa la paró en seco, diciéndome: “Sabes que no deberías hacerlo. Si papá no los aceptó entonces nosotros tampoco deberíamos hacerlo”.

El color y el entusiasmo desaparecieron repentinamente de la cara de la madre de Paul. Se quedó quieta y seria mirándonos por un instante. Luego comenzó a envolver los pasteles con delicadeza, haciendo una linda rosa con la cinta de atar. Me di cuenta por primera vez que a esa mujer le faltaba la mitad de un dedo. Un escalofrío recorrió mi espalda y tuve que apartar mi mirada de ella. Cuando la vieja hubo acabado de envolver los pasteles alzó los ojos y nos miró. No había expresión alguna en su rostro, sus ojos estaban perfectamente secos. “Creo que me voy ahora. Quizás los pueda devolver en la tienda. Bueno hasta luego, señorita, fue bueno verla. Adiós, niño”. “Adiós”, dijo Melissa. “Adiós”, dije yo.

Nos sentamos otra vez y Melissa comenzó a tararear muy suavemente. Reparé en que ella estaba engordando mucho. El sol ya se iba a poner y la luz no era lo suficientemente fuerte para hacer claras las cosas dentro de la sala de estar. Los chicos Duval nos hicieron señas desde la vereda de enfrente mientras se encaminaban a su casa: apenas se las devolvimos. Ya me había cansado de los castillos de naipes para el resto de la tarde, así que decidí recortar la figura de un caballo que vi en una revista. Pronto la dejé, sin embargo, y me fijé en los ángulos y en las esquinas cada vez más profundos e imparables mientras el sol se retiraba. Poco después, vino la niñera a llevarnos a nuestros cuartos, donde nos podríamos lavar y cambiar. Íbamos a cenar con nuestros padres aquella noche, ya que ellos no tenían compañía y no iban a salir. Cuando estuvimos listos, y tal como era la costumbre antes de cenar, nos llevaron hasta donde nuestra abuela para darle el beso de buenas noches. Desde su cama, ella estaba diciendo el rosario y su delgada voz se mezclaba con los padrenuestros de dos o tres empleadas que generalmente la acompañaban, arrodillándose por toda la pieza con cuentas en las manos. Disimuladamente hicimos ruidos para indicar que estábamos allí; ella no detuvo sus plegarias, sólo sonrió cuando la besamos en su frente parecida a un delicado papel, justo debajo de sus falsos rulos grises: la piel de la entre ceja se volvió tensa y pálida con el esfuerzo de la sonrisa. Su frente estaba siempre fría y traslúcida, y cuando me incliné sobre ella, al momento del beso de buenas noches, estuve fascinado por el mapa de sus venas azules que, al parecer, aún acarreaban un poco de sangre. Había estado muy enferma y postrada en cama por años. Pero los domingos de mañana, luego de una misa que se celebraba en un cuarto especialmente preparado para ese propósito, la conducían en la silla de ruedas hacia el rincón más asoleado del primer patio mientras el sacerdote se servía un opíparo desayuno en el comedor. Ella esperaba a que viniera el sacerdote a charlar con ella antes que se fuera. Mientras lo esperaba recuerdo que le sonreía delicadamente a los sirvientes, mientras nosotros pasábamos silenciosamente al lado de ella arrojando migas sobre los azulejos para que sus desplumados pericos las comieran.

Todas las noches nos traían hasta ella para que le diéramos un beso, y todas las noches la veíamos diciendo el rosario con las sirvientas. Me gustaría haberle hablado; no creo que lo haya hecho más de una o dos veces.

De las habitaciones nos llevaban hasta el comedor, allí la niñera nos dejaba en la puerta. Mi padre y mi madre ya estaban sentados a la mesa cuando la niñera nos dejaba allí, y dos gruesos cojines ya habían sido puestos para nosotros en dos sillas de altos respaldos. Aparte de la tenue luz proveniente de dos lámparas bajas, los muebles (ubicados cerca de las paredes) hacían aún más grande la oscuridad del comedor.

Esa noche, nuestros padres parecían más bien cansados y no hablaban mucho, lo que era extraño en ellos. Después de saludarlos con un beso, nos sentamos en nuestros lugares de costumbre y comenzamos a comer en silencio. De pronto, Melissa preguntó: “¿Quién era esa mujer, papá?”. Mamá, que justo iba a decir algo a papá, miró a Melissa interrogativamente y preguntó a su vez: “Esa es una interesante pregunta, querido; ¿qué mujer?”. “La mujer rara con los pasteles envenenados”.

Papá estaba a punto de decir algo, pero no lo hizo. Le pusieron la carne hervida delante y se levantó para cortarla. Debido a la penumbra, con dificultad le veía yo la cara. “Por todos los santos, Edward, ¿a quién se refiere ella?”, dijo divertida mi madre. “Suena terriblemente siniestro”. “No tengo idea”, replicó mi padre, intentando cortar la carne.

“Explícate, Melissa, ¿qué cosa dices?”, le exigió mi madre, a punto de reír a carcajadas. “¡Qué cosa tan sin sentido! ¿Una hermosa mujer con pasteles envenenados? Ese tipo de cosas no ocurren así por que sí, no más”. “No era hermosa”, replicó Melissa. Y, en vez de enojarse con papá porque él se negaba a admitir que sabía de lo que ella estaba hablando, le dijo: “Ya sabes, papá. La vieja que dijo que los había traído para ti, pero tú los rechazaste porque estaban envenenados”. “Nunca he dicho nada de eso, Melissa”, dijo mi padre. Al decir esto enrojeció tanto que se notó incluso través de la penumbra. Se empeñó aún más en intentar cortar la carne, y el bello rojo del dorso de sus manos parecía más abundante y notorio que nunca. “¿Y cómo sabes tú, se puede saber?”.

“Así que sí hubo una mujer y sí hubo pasteles”, dijo mi madre, reclinándose en su silla y riendo al fin. “De verdad quiero escucharlo todo Edward, querido, ¿de qué estás hablando ahora?”. Para ese entonces mi padre estaba muy nervioso y dejó caer el cuchillo de cortar carne. Se agachó a recogerlo y estaba rojo y muy enojado cuando apareció desde debajo del mantel blanco de la mesa. Melisa, inflándose de importancia, le estaba contando toda la historia a mi madre. Me las arreglé apenas para quedar fuera de la media luz de la lámpara de diario que, con sus verdes flecos, proyectaba más sombra que otra cosa. Mientras me sentaba, buscando refugio en la oscuridad, no podía apartar la vista de las manos de mi padre, que ahora parecían laxas e incompetentes. El pelo en el dorso de sus manos era tan largo como crepitantes hebras de cobre pero también inofensivas como desiguales hilillos de leche. “Pero, ¿por qué los rechazaste, Edward?”, decía mamá, “no lo entiendo para nada. Esa pobre mujer se debió haber sentido ofendida”.

“¡Bah! No lo sé. Supongo que fue tonto de mi parte, pero era todo muy ridículo y de todas maneras no me habría sorprendido que esa mujer tuviera tuberculosis”. Yo sabía que mentía. “Vamos, Edward, por Dios”, se burló mi madre. “Reconoce que tu terquedad se derritió con sentimentalismos, que esa simple muestra de gratitud te tocó el alma y te avergonzó tan profundamente que no supiste qué hacer”. “No, no lo creo”.

La conversación siguió ese derrotero todo el tiempo que duró la cena, papá se defendía, mamá lo molestaba, mientras Melissa tomaba una parte activa en todo lo que se decía. Yo me recliné en la silla, amparado por la oscuridad y miré a mi padre. Nunca más soñé con él.

Mi abuela murió el siguiente invierno y nosotros nos mudamos a las afueras de la ciudad cuando vendieron la casa. La casa nueva tenía un enorme antejardín y grandes y modernas ventanas y habían plantados cactus en lugar de poner una silla junto a ellas. Después de eso casi nunca más volví a la parte vieja de la ciudad, pero algunos amigos me han contado que los Duval se mudaron también poco después de nosotros, y que en la que era nuestra casa tapiaron la ventana donde siempre nos sentábamos y que esa parte de la casa la convirtieron en un almacén, o algo así.




Princeton, 1951





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