De los casi infinitos instrumentos que son obra del hombre, el más singular es el libro. La espada o el arado son una extensión de la mano; el telescopio o el espejo, de nuestros ojos. El libro, en cambio, es una extensión perdurable de la imaginación y de la memoria, es decir, de todo el pasado. Deliberadamente hablo del libro y no de otros medios. El diario, como lo declara su nombre, se imprime para el día, para la efímera atención momentánea. El texto puede ser el mismo, pero quien lo lee en un periódico o lo oye grabado en un disco, obra para el olvido. Desde un libro, ese texto es aceptado de muy diverso modo.
Debemos al Oriente la noción de libros sagrados, de escrituras dictadas por el Espíritu en distintos años del tiempo y en distintas regiones del espacio, de un eterno Alcorán que es un atributo, no una obra de Dios. De hecho, todo libro es sagrado, si da con el lector para quien fue escrito. Un libro es una cosa entre las cosas cuando nos aguarda en los anaqueles; puede ser una revelación, un estímulo, una forma tranquila de la dicha, cuando lo interrogamos.
Hugo declara que una biblioteca es un acto de fe; Emerson, que en ella pueden cifrarse las mejores palabras y pensamientos de los mejores hombres.
La cultura está amenazada por razonadas y enemigas barbaries. Esas barbaries acechan también en el libro que constituye, paradójicamente, nuestro único instrumento de salvación.
En diario La Prensa, Buenos Aires, 7 de febrero de 1982.
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