Recordó que hacía algunos años estaba caminando una tarde por la Rue de Rivoli, cuando se encontró con un muchacho de unos dieciséis años, de ojos sagaces, tan atractivo a su modo como una muchacha. Estaba succionando afanosamente un cigarrillo deshecho, del que caían briznas de tabaco ordinario. El muchacho frotaba los fósforos de cocina maldiciendo; ninguno encendía, y pronto se terminaron. Al percibir la presencia de Des Esseintes, que estaba parado observándolo, se acercó a él, tocó su gorra, y le pidió fuego muy cortésmente. Des Esseintes le ofreció algunos de sus fragantes Dubéques, entró en conversación con él y lo convenció para que le contara la historia de su vida. Nada podría haber sido más trivial: su nombre era Auguste Langlois, trabajaba para un cartonero, había perdido a su madre y su padre lo zurraba. Des Esseintes lo escuchaba pensativamente.
-Vamos a beber algo -dijo, y lo llevó a un café, donde lo obsequió con un poco de ponche, que el muchacho bebió sin pronunciar palabra.
-Veamos -dijo Des Esseintes de pronto-: ¿qué te parecería un poco de diversión esta noche? Yo pago, naturalmente. Y salió con el mozalbete hacia un establecimiento en el tercer piso de una casa en la Rue Mosnier, donde una cierta Madame Laura mantenía un surtido de lindas muchachas en una serie de compartimientos carmesí amoblados con espejos circulares, canapés y jofainas.
-¿De modo que no es por su propia cuenta que usted ha venido aquí esta noche? -preguntó Madame Laura a Des Esseintes-. ¿Pero de dónde diablos sacó a ese niño? -agregó, mientras Auguste desaparecía con una hermosa joven.
-De la calle, querida.
-Pero usted no está borracho -murmuró la vieja señora. Entonces, después de pensar un momento, brindó una sonrisa maternal y comprensiva.
-¡Ah, ahora veo, pícaro! Los prefiere jóvenes, ¿no es cierto? Des Esseintes se encogió de hombros.
-No, está equivocada, muy equivocada -dijo-. La simple verdad es que estoy tratando de hacer un asesino del muchacho. A ver si puede seguir el hilo de mi razonamiento. El chico es virgen y ha alcanzado la edad en que la sangre comienza a hervir. Naturalmente, podría correr tras las muchachas de su barrio, conservarse honesto y aun tener su poco de diversión, gozar su pequeña parte de esa tediosa felicidad permitida a los pobres. Pero trayéndolo acá, precipitándolo en una lujuria que nunca conoció y nunca olvidará, y dándole idéntico tratamiento cada quince días, espero inculcar en él la necesidad de esos placeres que no puede pagarse. Suponiendo que tomará tres meses hacer que esos placeres se vuelvan absolutamente indispensables -espaciándolos como lo hago para evitar el riesgo de saciar su apetito-, al final de esos tres meses interrumpiré la pequeña pensión que le pagaré a usted por adelantado para que se muestre amable con el muchacho. Y para conseguir el dinero para pagar sus visitas a este lugar, se volverá ladrón, hará cualquier cosa que lo ayude a ubicarse en uno de sus divanes. Contemplando el lado optimista de las cosas, espero que un buen día matará al caballero que regresaba inesperadamente mientras él estaba forzando su escritorio. Ese día mi objeto se habrá cumplido: habré contribuido, con mi mejor habilidad, a la formación de un truhán, de un enemigo más de esta horrible sociedad que nos desangra.
La mujer lo miraba sorprendida, con los ojos muy abiertos.
-¡Ah, ahí estás! -exclamó él, viendo que Auguste había vuelto a la habitación, enrojecido y avergonzado, ocultándose tras su joven-. Vamos, muchacho, se está haciendo tarde. Dile buenas noches a las señoras. Mientras bajaban la escalera, le explicó que una vez cada quince días le pagaría una visita a Madame Laura. Y apenas hubieron llegado a la calle, miró fijamente al perplejo muchacho y le dijo:
-No nos veremos otra vez. Corre a casa de tu padre, cuya mano debe estar esperándote, y recuerda esta casi evangélica sentencia: Haz a los otros lo que no te gustaría que te hicieran a ti. -Buenas noches, señor.
-Otra cosa. Cualquier cosa que hagas, muestra alguna gratitud por lo que he hecho por ti, y házmela conocer tan pronto como puedas, preferiblemente a través de las columnas de la Gaceta Policial.
Ahora, sentado ante el fuego y atizando las brazas, Des Esseintes murmuraba para sí mismo:
-¡El pequeño Judas! ¡Pensar que ni una vez vi su nombre en los periódicos! Es verdad que jugué un juego arriesgado, en el que era imposible prevenir ciertas contingencias obvias: la posibilidad de que la vieja mamá Laura me timara, embolsando el dinero sin entregar la mercadería; la posibilidad de que una de las mujeres se encaprichara con Auguste, de modo que cuando los tres meses pasaron, le haya permitido tener gratis su diversión; y hasta la posibilidad de que los exóticos vicios de la hermosa judía hayan intimidado al chico, que podría ser demasiado joven e impaciente para soportar sus lentos preliminares y sus salvajes climax, de modo que, a menos que él se haya alzado contra la ley después que regresé a Fontenay y dejé de leer los periódicos, he perdido el tiempo.
Eran las tres de la mañana. Encendió un cigarrillo y volvió a la lectura, interrumpida por su divagación, del antiguo poema latino De Laude Castitatis, escrito en el reino de Gondebaldo por Avitus, Arzobispo Metropolitano de Viena.
-Vamos a beber algo -dijo, y lo llevó a un café, donde lo obsequió con un poco de ponche, que el muchacho bebió sin pronunciar palabra.
-Veamos -dijo Des Esseintes de pronto-: ¿qué te parecería un poco de diversión esta noche? Yo pago, naturalmente. Y salió con el mozalbete hacia un establecimiento en el tercer piso de una casa en la Rue Mosnier, donde una cierta Madame Laura mantenía un surtido de lindas muchachas en una serie de compartimientos carmesí amoblados con espejos circulares, canapés y jofainas.
-¿De modo que no es por su propia cuenta que usted ha venido aquí esta noche? -preguntó Madame Laura a Des Esseintes-. ¿Pero de dónde diablos sacó a ese niño? -agregó, mientras Auguste desaparecía con una hermosa joven.
-De la calle, querida.
-Pero usted no está borracho -murmuró la vieja señora. Entonces, después de pensar un momento, brindó una sonrisa maternal y comprensiva.
-¡Ah, ahora veo, pícaro! Los prefiere jóvenes, ¿no es cierto? Des Esseintes se encogió de hombros.
-No, está equivocada, muy equivocada -dijo-. La simple verdad es que estoy tratando de hacer un asesino del muchacho. A ver si puede seguir el hilo de mi razonamiento. El chico es virgen y ha alcanzado la edad en que la sangre comienza a hervir. Naturalmente, podría correr tras las muchachas de su barrio, conservarse honesto y aun tener su poco de diversión, gozar su pequeña parte de esa tediosa felicidad permitida a los pobres. Pero trayéndolo acá, precipitándolo en una lujuria que nunca conoció y nunca olvidará, y dándole idéntico tratamiento cada quince días, espero inculcar en él la necesidad de esos placeres que no puede pagarse. Suponiendo que tomará tres meses hacer que esos placeres se vuelvan absolutamente indispensables -espaciándolos como lo hago para evitar el riesgo de saciar su apetito-, al final de esos tres meses interrumpiré la pequeña pensión que le pagaré a usted por adelantado para que se muestre amable con el muchacho. Y para conseguir el dinero para pagar sus visitas a este lugar, se volverá ladrón, hará cualquier cosa que lo ayude a ubicarse en uno de sus divanes. Contemplando el lado optimista de las cosas, espero que un buen día matará al caballero que regresaba inesperadamente mientras él estaba forzando su escritorio. Ese día mi objeto se habrá cumplido: habré contribuido, con mi mejor habilidad, a la formación de un truhán, de un enemigo más de esta horrible sociedad que nos desangra.
La mujer lo miraba sorprendida, con los ojos muy abiertos.
-¡Ah, ahí estás! -exclamó él, viendo que Auguste había vuelto a la habitación, enrojecido y avergonzado, ocultándose tras su joven-. Vamos, muchacho, se está haciendo tarde. Dile buenas noches a las señoras. Mientras bajaban la escalera, le explicó que una vez cada quince días le pagaría una visita a Madame Laura. Y apenas hubieron llegado a la calle, miró fijamente al perplejo muchacho y le dijo:
-No nos veremos otra vez. Corre a casa de tu padre, cuya mano debe estar esperándote, y recuerda esta casi evangélica sentencia: Haz a los otros lo que no te gustaría que te hicieran a ti. -Buenas noches, señor.
-Otra cosa. Cualquier cosa que hagas, muestra alguna gratitud por lo que he hecho por ti, y házmela conocer tan pronto como puedas, preferiblemente a través de las columnas de la Gaceta Policial.
Ahora, sentado ante el fuego y atizando las brazas, Des Esseintes murmuraba para sí mismo:
-¡El pequeño Judas! ¡Pensar que ni una vez vi su nombre en los periódicos! Es verdad que jugué un juego arriesgado, en el que era imposible prevenir ciertas contingencias obvias: la posibilidad de que la vieja mamá Laura me timara, embolsando el dinero sin entregar la mercadería; la posibilidad de que una de las mujeres se encaprichara con Auguste, de modo que cuando los tres meses pasaron, le haya permitido tener gratis su diversión; y hasta la posibilidad de que los exóticos vicios de la hermosa judía hayan intimidado al chico, que podría ser demasiado joven e impaciente para soportar sus lentos preliminares y sus salvajes climax, de modo que, a menos que él se haya alzado contra la ley después que regresé a Fontenay y dejé de leer los periódicos, he perdido el tiempo.
Eran las tres de la mañana. Encendió un cigarrillo y volvió a la lectura, interrumpida por su divagación, del antiguo poema latino De Laude Castitatis, escrito en el reino de Gondebaldo por Avitus, Arzobispo Metropolitano de Viena.
en A rebours
1 comentario:
Bueno coño...
Y cómo acaba?
Saludos.
D.
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