Las interrogantes que nos hemos planteado son fundamentalmente dos: primero, ¿por qué el sacerdote -o rey del bosque- de Diana en Nemi tenía que asesinar a su predecesor?; segundo, ¿por qué, antes de ultimarlo, debía arrancar la rama de cierto árbol que la opinión general de los antiguos identificaba con la rama dorada de Virgilio? El primer punto a dilucidar es el título sacerdotal. ¿Por qué lo llamaban rey del bosque? ¿Por qué se hablaba de su puesto como si fuera un reino? La unión de la autoridad real con las funciones sacerdotales fue común en la antigua Italia y en Grecia. En Roma y en otras ciudades del Lacio había un sacerdote llamado “rey de los sacrificios” o “rey de los ritos sagrados”, y su esposa tenía el título de reina. En la Atenas republicana, se llamaba rey al segundo magistrado anual del Estado, y reina a su esposa; las funciones de ambos eran religiosas. En muchas otras democracias griegas había reyes titulares cuyas funciones, por lo que sabemos, eran sacerdotales y tenían su sede alrededor del hogar común del Estado. Algunos Estados griegos tenían varios reyes titulares que cumplían servicios religiosos al mismo tiempo. En Roma la tradición indica que el rey de los sacrificios fue nombrado después de la abolición de la monarquía para ofrecer los sacrificios que antes hacían los reyes. El origen de los reyes sacerdotales que prevalecieron en Grecia fue, al parecer, semejante. Ello no es improbable como lo muestra el ejemplo de Esparta, prácticamente el único Estado griego que mantuvo la forma monárquica de gobierno en los tiempos históricos. En Esparta todos los sacrificios oficiales eran ofrendados por los reyes como descendientes del dios. Uno de los dos reyes espartanos ejercía el sacerdocio de Zeus Lacedemonio y el otro el de Zeus Celestial.
Esta combinación de las funciones sacerdotales con la autoridad real resulta familiar a todos. En Asia Menor, por ejemplo, había varias grandes capitales religiosas habitadas por millones de esclavos sagrados y gobernadas por pontífices que disponían al mismo tiempo de la autoridad espiritual y de la temporal, a semejanza de los papas de la Roma medieval. Otras ciudades gobernadas por sacerdotes eran Zela y Pessinos. Los reyes teutones de los antiguos tiempos paganos tuvieron también poderes similares y cumplieron las funciones de los sumos sacerdotes.
Los emperadores de China ofrendaban sacrificios públicos, cuyos detalles figuran en los libros rituales. El rey de Madagascar era el sumo sacerdote de su reino. En la gran fiesta de año nuevo se sacrificaba un buey por el bien del reino, y el rey oraba en acción de gracias mientras sus ayudantes mataban al animal. En los Estados monárquicos de los gallas del Africa oriental, que aún siguen siendo independientes, el rey sacrificaba en la cima de las montañas y regía la inmolación de víctimas humanas. Una unión similar del poder temporal y el espiritual, de los deberes sacerdotales y reales se entrevé, en medio de la penumbra de la tradición, en los reyes de la hermosa región mejicana de Chiapas, cuya antigua capital, sepultada hoy bajo la exuberante selva tropical, muestra sus restos en las espléndidas y misteriosas ruinas de Palenque.
Cuando decimos que los reyes antiguos eran también generalmente sacerdotes, estamos lejos de haber agotado sus funciones religiosas. En aquellos tiempos el carácter divino de un rey no era una expresión vacía sino una creencia generalizada. En muchos casos, los reyes fueron reverenciados no solamente como sacerdotes, es decir como intermediarios entre los hombres y dios, sino como dioses mismos, capaces de otorgar a sus súbditos y adoradores los favores que los mortales juzgan imposibles de lograr y que sólo pueden obtenerse por medio de oraciones y sacrificios ofrecidos a seres invisibles y sobrehumanos. Se esperaba de los reyes la lluvia y el sol a su debido tiempo para lograr abundantes cosechas, entre muchas otras cosas. Esta esperanza, aunque nos parezca extraña, coincide totalmente con el pensamiento primitivo. El salvaje no comprende fácilmente la distinción entre lo natural y lo sobrenatural, comúnmente aceptada por pueblos más avanzados. Para él actúan en el mundo, en gran medida, agentes sobrenaturales que son personas que obran con sus mismos impulsos y motivos y que, como él pueden modificarlos si se apela a su piedad, sus deseos y sus temores. En un mundo así concebido, no advierte limitaciones a su poder de influir en el curso de los acontecimientos naturales en su propio beneficio. Las oraciones, promesas o reclamos a los dioses pueden asegurarle abundantes cosechas, y si, como tantas veces ha creído, sucediera que un dios llegara a encarnarse en su propia persona, ya no necesitaría rogar a seres más elevados. Él, el salvaje, posee en sí mismo todos los poderes para incrementar su propio bienestar y el de sus prójimos.
Así llegamos a comprender la idea del hombre-dios. Pero hay otra forma. Junto con esta visión de un mundo impregnado de fuerzas espirituales, el hombre salvaje posee otro probablemente más antiguo. Se trata de una concepción en la cual puede encontrarse el germen de la moderna idea de la ley natural, o sea la visión de la naturaleza como una serie de acontecimientos que se producen de manera invariable sin intervención de agentes personales. El germen al cual nos referimos se relaciona con esa magia simpatética, como puede denominarse, que ocupa un lugar importante en la mayoría de los sistemas de superstición. En la sociedad primitiva el rey es frecuentemente hechicero además de sacerdote. Asimismo, a menudo parece haber adquirido sus poderes en razón de su supuesta habilidad en la magia blanca o negra. Para comprender entonces la evolución de la monarquía y del carácter sagrado que tenía el cargo para los pueblos salvajes y bárbaros, es esencial familiarizarse con los principios de la magia y tener algún concepto del extraordinario ascendiente que este antiguo sistema de superstición ha tenido en todos los tiempos y en todos los países.
Esta combinación de las funciones sacerdotales con la autoridad real resulta familiar a todos. En Asia Menor, por ejemplo, había varias grandes capitales religiosas habitadas por millones de esclavos sagrados y gobernadas por pontífices que disponían al mismo tiempo de la autoridad espiritual y de la temporal, a semejanza de los papas de la Roma medieval. Otras ciudades gobernadas por sacerdotes eran Zela y Pessinos. Los reyes teutones de los antiguos tiempos paganos tuvieron también poderes similares y cumplieron las funciones de los sumos sacerdotes.
Los emperadores de China ofrendaban sacrificios públicos, cuyos detalles figuran en los libros rituales. El rey de Madagascar era el sumo sacerdote de su reino. En la gran fiesta de año nuevo se sacrificaba un buey por el bien del reino, y el rey oraba en acción de gracias mientras sus ayudantes mataban al animal. En los Estados monárquicos de los gallas del Africa oriental, que aún siguen siendo independientes, el rey sacrificaba en la cima de las montañas y regía la inmolación de víctimas humanas. Una unión similar del poder temporal y el espiritual, de los deberes sacerdotales y reales se entrevé, en medio de la penumbra de la tradición, en los reyes de la hermosa región mejicana de Chiapas, cuya antigua capital, sepultada hoy bajo la exuberante selva tropical, muestra sus restos en las espléndidas y misteriosas ruinas de Palenque.
Cuando decimos que los reyes antiguos eran también generalmente sacerdotes, estamos lejos de haber agotado sus funciones religiosas. En aquellos tiempos el carácter divino de un rey no era una expresión vacía sino una creencia generalizada. En muchos casos, los reyes fueron reverenciados no solamente como sacerdotes, es decir como intermediarios entre los hombres y dios, sino como dioses mismos, capaces de otorgar a sus súbditos y adoradores los favores que los mortales juzgan imposibles de lograr y que sólo pueden obtenerse por medio de oraciones y sacrificios ofrecidos a seres invisibles y sobrehumanos. Se esperaba de los reyes la lluvia y el sol a su debido tiempo para lograr abundantes cosechas, entre muchas otras cosas. Esta esperanza, aunque nos parezca extraña, coincide totalmente con el pensamiento primitivo. El salvaje no comprende fácilmente la distinción entre lo natural y lo sobrenatural, comúnmente aceptada por pueblos más avanzados. Para él actúan en el mundo, en gran medida, agentes sobrenaturales que son personas que obran con sus mismos impulsos y motivos y que, como él pueden modificarlos si se apela a su piedad, sus deseos y sus temores. En un mundo así concebido, no advierte limitaciones a su poder de influir en el curso de los acontecimientos naturales en su propio beneficio. Las oraciones, promesas o reclamos a los dioses pueden asegurarle abundantes cosechas, y si, como tantas veces ha creído, sucediera que un dios llegara a encarnarse en su propia persona, ya no necesitaría rogar a seres más elevados. Él, el salvaje, posee en sí mismo todos los poderes para incrementar su propio bienestar y el de sus prójimos.
Así llegamos a comprender la idea del hombre-dios. Pero hay otra forma. Junto con esta visión de un mundo impregnado de fuerzas espirituales, el hombre salvaje posee otro probablemente más antiguo. Se trata de una concepción en la cual puede encontrarse el germen de la moderna idea de la ley natural, o sea la visión de la naturaleza como una serie de acontecimientos que se producen de manera invariable sin intervención de agentes personales. El germen al cual nos referimos se relaciona con esa magia simpatética, como puede denominarse, que ocupa un lugar importante en la mayoría de los sistemas de superstición. En la sociedad primitiva el rey es frecuentemente hechicero además de sacerdote. Asimismo, a menudo parece haber adquirido sus poderes en razón de su supuesta habilidad en la magia blanca o negra. Para comprender entonces la evolución de la monarquía y del carácter sagrado que tenía el cargo para los pueblos salvajes y bárbaros, es esencial familiarizarse con los principios de la magia y tener algún concepto del extraordinario ascendiente que este antiguo sistema de superstición ha tenido en todos los tiempos y en todos los países.
en La rama dorada, 1890
de la biblioteca personal de Walter E. Kurtz
de la biblioteca personal de Walter E. Kurtz
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