A principios de 1737, Pedro de Zubieta, canónigo de la Catedral de Lima, de cincuenta y tres años, volcánico indagador de faltas ajenas, admitió de que siendo cura de la doctrina de Chiquén, había comenzado a confesar a Lorenza de Fuentes, joven y bellísima monja del monasterio de La Concepción, ministerio en que se había ocupado durante cuatro o cinco meses, oyéndola cada quince días y a veces cada ocho. Que habiendo tenido que ausentarse, le escribió algunas cartas, y a su regreso: “había tenido con ella largas conversaciones amorosas y deshonestas en el confesionario; y que no contento con esto, de común acuerdo, habían abandonado la garita y seguido sus charlas mordaces en el locutorio”.
Inculpó también al canónigo sor Eugenia Evangelista, preciosa monjita del monasterio del Prado, de veintitrés años, expresando que hacía diez que se confesaba con él, habiéndose poco a poco apartado del buen camino hasta cogerle las manos y en seguida echarle los brazos con alguna impureza. Otras veces, “después de celebrarle sus partes exteriores que veía y sabía de mí”, dice la monja, “pasaba a celebrarme las interiores que suponía de mi cuerpo”. Preguntóle entonces el delegado del Tribunal a qué partes interiores se refería, según sus palabras, el confesor “que de las partes verendas que suponía en la denunciante y también de las demás ocultas”. Añade que solía en el confesionario leerle algunos versos que le dedicaba, “y en el mismo lugar”, concluye sor Eugenia, “sabiendo que me pretendía un sujeto para pecar, preguntóme el nombre, y diciéndole yo para qué quería enterarse, me contestó que deseaba conocer las superfluidades que nacen en las partes materiales, y para este fin me trajo una. Celebraba las prendas que suponía haber en mí como muy aptas y a propósito para el acto carnal. Me ha referido en dicho lugar varios modos de pecar sensualmente”.
La confesión era como un desnudamiento de la mujer. El sacerdote, con sus palabras obscenas y sugerentes, obligaba a la devota a representarse la parte del cuerpo o el acto a que las mismas corresponden y él hacía ver que se las representaba ya. No puede dudarse que el placer de contemplar lo sexual sin velo alguno es el motivo originario de estas insinuaciones. Como en otros casos, también aquí la visión ha sustituido al tacto.
El sacerdote, a pesar de su ponderada castidad, conserva una gran parte de esta tendencia como elemento constitutivo de lubricidad, puesto al servicio de la preparación del acto sexual. Cuando esta tendencia se manifestaba ante la proximidad femenina, el vividor se servía de la expresión verbal, para darse a conocer a la mujer, y, por ser la expresión oral lo que despertando en aquélla la representación imaginativa, puede hacer surgir en ella la excitación correspondiente y provocar la tendencia recíproca a la exhibición pasiva. Allí donde el beneplácito de la beata aparece rápidamente, el discurso obsceno muere en seguida, pues cede el puesto, inmediatamente, al acto sexual. No así cuando no puede contarse con el pronto asentimiento de la devota y aparecen, en cambio, intensas reacciones defensivas como las que opuso sor Eugenia Evangelista.
En 1737 fueron denunciados otros “elegidos de Dios”: fray Pedro de Aranda, franciscano, cura de la Magdalena, por ser demasiado inclinado a piropear, besar y abrazar a sus penitentes; fray Fernando López de la Flor, franciscano, y el licenciado Clemente de Paz, presbítero, natural de Canarias, género del mismo paño, compulsado por pelar la pava durante el sacramento de la confesión.
en Tradiciones Peruanas, tomo I, 1953
2 comentarios:
¿Qué leches quiere decir "pelar la pava"? ¿...machacársela?
¡Pues que sepan que en Canarias no hacemos esas cosas!
Je...
Lo más probable es que signifique eso. Durante la colonia los curas cometían tales excesos. Menos mal que los tiempos han cambiado (sic).
Saludos a Canarias.
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