Apretados los unos contra los otros por el aumento de su número y la multiplicación de sus relaciones, juntos entre sí por el despertar de una fuerza común y el sentimiento de una angustia común, los hombres del porvenir no formarán, en cierta manera, más que una sola conciencia; y como habrá terminado su iniciación y habrán medido el poder de sus espíritus asociados, la inmensidad del Universo y la estrechez de su prisión, esta conciencia será verdaderamente adulta, mayor de edad. ¿No podemos imaginar que en este momento se planteará por vez primera, en una opción final, un acto auténtica y totalmente humano, el sí o el no frente a Díos, proferido individualmente por seres en cada uno de los cuales se habrá desarrollado plenamente el sentido de la libertad y de la responsabilidad humanas?
Cuesta trabajo representarse lo que podrá ser un fin del Mundo. Una catástrofe sideral sería bastante simétrica con respecto a nuestras muertes individuales. Pero acarrearía la muerte de la Tierra, más bien que la del Cosmos, y es el Cosmos el que ha de desaparecer.
Cuanto más pienso en este misterio, mejor veo cómo va adquiriendo, en mis sueños, la figura de un “retorno” de conciencia -de una erupción de vida interior-, de un éxtasis... No hace falta que nos rompamos la cabeza para saber cómo podrá jamás desvanecerse la enormidad material del Universo. Basta que se invierta el espíritu, que cambie de zona, para que inmediatamente se altere la imagen del Mundo.
Cuando se acerque el fin de los tiempos, en los confines de lo Real se ejercerá una presión espiritual pavorosa, bajo el esfuerzo de las almas desesperadamente tensas en su deseo de evadirse de la Tierra. Esta presión será unánime. Pero la Escritura nos enseña que al mismo tiempo se verá atravesada por un cisma profundo; los unos querrán salir de sí mismos para dominar todavía más el Mundo, los otros, fiados en la palabra de Cristo, esperarán apasionadamente que el Mundo muera para ser absorbidos con él en Dios.
Tendrá lugar entonces, sin duda, la Parusía sobre una Creación llevada al paroxismo de sus aptitudes para la unión. Revelándose al cabo la acción única de asimilación y de síntesis que se proseguía desde el origen de los tiempos, el Cristo universal brotará corno un rayo en el seno de las nubes del Mundo lentamente consagrado. Las trompetas angélicas no son más que un débil símbolo. Agitadas por la más poderosa atracción orgánica que pueda concebirse (¡la fuerza misma de cohesión del Universo!), las mónadas se precipitarán al lugar en que la maduración total de las cosas y la implacable irreversibilidad de la Historia entera del Mundo las destinarán irrevocablemente,-las unas, materia espiritualizada, en el perfeccionamiento sin límites de una eterna comunión; -las otras, espíritu materializado, en las ansias conscientes de una interminable descomposición.
En este instante, nos enseña San Pablo (1Cor., XV, 23s.), cuando Cristo haya vaciado de sí mismas a todas las potencias creadas (rechazando lo que es factor de disociación y sobreanimando todo cuanto es fuerza de unidad) consumará la unificación universal entregándose, en su Cuerpo completo y adulto, con una capacidad de unión al fin completa, a los abrazos de la Divinidad.
De este modo se hallará constituido el complejo orgánico: Dios y Mundo, el Pleroma, realidad misteriosa que no podemos decir sea más bella que Dios solo, puesto que Dios podía prescindir del Mundo, pero que tampoco podemos pensar como absolutamente accesoria sin hacer con ello incomprensible la Creación, absurda la Pasión de Cristo y falto de interés nuestro esfuerzo.
Et tunc erit finis.
Como una marea inmensa, el Ser habrá dominado el temblor de los seres. En el seno de un Océano tranquilizado, pero en que cada gota tendrá conciencia de seguir siendo ella misma, terminará la extraordinaria aventura del Mundo. El sueño de toda mística habrá hallado su satisfacción plena y legítima. Erit in omnibus omnia Deus.
Cuesta trabajo representarse lo que podrá ser un fin del Mundo. Una catástrofe sideral sería bastante simétrica con respecto a nuestras muertes individuales. Pero acarrearía la muerte de la Tierra, más bien que la del Cosmos, y es el Cosmos el que ha de desaparecer.
Cuanto más pienso en este misterio, mejor veo cómo va adquiriendo, en mis sueños, la figura de un “retorno” de conciencia -de una erupción de vida interior-, de un éxtasis... No hace falta que nos rompamos la cabeza para saber cómo podrá jamás desvanecerse la enormidad material del Universo. Basta que se invierta el espíritu, que cambie de zona, para que inmediatamente se altere la imagen del Mundo.
Cuando se acerque el fin de los tiempos, en los confines de lo Real se ejercerá una presión espiritual pavorosa, bajo el esfuerzo de las almas desesperadamente tensas en su deseo de evadirse de la Tierra. Esta presión será unánime. Pero la Escritura nos enseña que al mismo tiempo se verá atravesada por un cisma profundo; los unos querrán salir de sí mismos para dominar todavía más el Mundo, los otros, fiados en la palabra de Cristo, esperarán apasionadamente que el Mundo muera para ser absorbidos con él en Dios.
Tendrá lugar entonces, sin duda, la Parusía sobre una Creación llevada al paroxismo de sus aptitudes para la unión. Revelándose al cabo la acción única de asimilación y de síntesis que se proseguía desde el origen de los tiempos, el Cristo universal brotará corno un rayo en el seno de las nubes del Mundo lentamente consagrado. Las trompetas angélicas no son más que un débil símbolo. Agitadas por la más poderosa atracción orgánica que pueda concebirse (¡la fuerza misma de cohesión del Universo!), las mónadas se precipitarán al lugar en que la maduración total de las cosas y la implacable irreversibilidad de la Historia entera del Mundo las destinarán irrevocablemente,-las unas, materia espiritualizada, en el perfeccionamiento sin límites de una eterna comunión; -las otras, espíritu materializado, en las ansias conscientes de una interminable descomposición.
En este instante, nos enseña San Pablo (1Cor., XV, 23s.), cuando Cristo haya vaciado de sí mismas a todas las potencias creadas (rechazando lo que es factor de disociación y sobreanimando todo cuanto es fuerza de unidad) consumará la unificación universal entregándose, en su Cuerpo completo y adulto, con una capacidad de unión al fin completa, a los abrazos de la Divinidad.
De este modo se hallará constituido el complejo orgánico: Dios y Mundo, el Pleroma, realidad misteriosa que no podemos decir sea más bella que Dios solo, puesto que Dios podía prescindir del Mundo, pero que tampoco podemos pensar como absolutamente accesoria sin hacer con ello incomprensible la Creación, absurda la Pasión de Cristo y falto de interés nuestro esfuerzo.
Et tunc erit finis.
Como una marea inmensa, el Ser habrá dominado el temblor de los seres. En el seno de un Océano tranquilizado, pero en que cada gota tendrá conciencia de seguir siendo ella misma, terminará la extraordinaria aventura del Mundo. El sueño de toda mística habrá hallado su satisfacción plena y legítima. Erit in omnibus omnia Deus.
Inédito. Tíentsin, 25 de marzo de 1924.
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