miércoles, marzo 07, 2007

"La historia de Nadie", de Charles Dickens






Vivía en la orilla de un enorme río, ancho y profundo, que se deslizaba silencioso y constante hasta un vasto océano desconoci­do. Fluía así, desde el Génesis. Su curso se alteró algunas veces, al volcarse sobre nue­vos canales, dejando el antiguo lecho, seco y estéril; pero jamás sobrepasó su cauce, y seguirá siempre fluyendo hasta la eternidad.

Nada podía progresar, dado su corriente impetuosa e insondable. Ningún ser vivien­te, ni flores, ni hojas, ni la menor partícula de cosa animada o sin vida volvía jamás del océano desconocido. La corriente del río oponía enérgica resistencia, y el curso de un río jamás se detiene, aun cuando la tierra ce­se en sus revoluciones alrededor del sol.

Vivía en un paraje bullicioso, y trabajaba intensamente para poder subsistir. No tenía esperanza de ser alguna vez lo suficientemente rico como para descansar durante un mes, pero aun así, estaba contento, tenía a Dios por testigo y no le faltaba voluntad pa­ra cumplir sus pesadas tareas. Pertenecía a una inmensa familia, cuyos miembros debí­an ganarse el sustento por sí mismos con la diaria tarea, prolongada desde el amanecer hasta entrada la noche. No tenía otra pers­pectiva ni jamás había pensado en ella.

En la vecindad donde residía se oían cons­tantes ruidos de trompetas y tambores, pero no le concernían en absoluto. Esos golpes y tumultos procedían de la familia Bigwig, cu­ya extraña conducta no dejaba de admirar. Ellos exponían ante la puerta de su vivienda las más raras estatuas de hierro, mármol y bronce y oscurecían la casa con las patas y colas de toscas imágenes de caballos. Si se les preguntaba el significado de todo eso, sonreían con su rudeza habitual y continua­ba su ardua tarea.

La familia Bigwig (compuesta por los per­sonajes más importantes de los alrededores, y los más turbulentos también) tomó a su cargo la misión de evitar que pensara por sí mismo, manejándolo y dirigiendo sus asun­tos. "Porque, verdaderamente -decía él-, carezco del tiempo suficiente, y si son tan buenos al cuidarme, a cambio del dinero que les pagaré -pues la situación moneta­ria de dicha familia no estaba por encima de la suya-, estaré aliviado y muy agradecido al considerar que ustedes entienden más que yo." Aquí continuaban los golpes y tumultos, y las extrañas imágenes de caballos an­te las cuales se esperaba debía arrodillarse y adorar.

-No comprendo nada de eso -dijo, fro­tándose confuso la frente arrugada-. Debe tener un significado seguramente, que yo no alcanzo a descubrir.

-Eso significa -contestó la familia, sos­pechando lo que quería decir- honor y glo­ria en lo más alto, para el mayor mérito.

-¡Oh! -respondió él, y quedó satisfe­cho.

Pero cuando miró hacia las imágenes de hierro, mármol y bronce, no encontró ningún compatriota suyo de valor. No pudo descubrir ni uno de los hombres cuyo saber lo rescató a él y a sus hijos de una enferme­dad terrible, cuyo arrojo elevó a sus antepa­sados de la condición de siervos, cuya sabia imaginación abrió una existencia nueva y elevada a los más humildes, cuya habilidad llenó de infinitas maravillas el mundo del hombre trabajador. En cambio descubrió a otros acerca de los cuales no había escucha­do jamás nada bueno, y otros más, aún, so­bre quienes sabía que pesaban muchas mal­dades.

-¡Hum! -se dijo para sí-. No lo entien­do del todo.

De modo que se fue a su casa y se sentó junto a la lumbre, para no pensar más en ello.

En este tiempo no había lumbre en su chi­menea, cruzada por surcos ennegrecidos; a pesar de ello, era su lugar favorito. Su mujer tenía las manos endurecidas por el trabajo constante, y había envejecido antes de tiem­po, pero aun así la amaba mucho. Sus hijos, detenidos en el crecimiento, exhibían seña­les de una alimentación deficiente; pero se notaba belleza en sus ojos. Por sobre todas las cosas, existía en el alma de ese hombre el ardiente deseo de instruir a sus hijos. “Si algunas veces resulté engañado –decía ­por falta de saber, al menos que ellos apren­dan para evitar mis errores. Si es duro para mí recoger la cosecha de placer y sabiduría acumulada en los libros, que a ellos les re­sulte fácil.”

Pero la familia Bigwig estalló en violentas discusiones acerca de lo que era legítimo enseñar a los hijos de ese hombre. Algunos miembros insistían en que determinados asuntos eran primordiales e indispensables, y la familia se separó en distintas facciones, escribió panfletos, convocó a sesiones, pro­nunció discursos, se acorralaron unos a otros en tribunales laicos y cortes eclesiásticas, se arrojaron barro, cruzaron las espa­das y cayeron en abierta pugna e incomprensible rencor. Mientras tanto, este hom­bre contempló al demonio de la ignorancia irguiéndose y arrastrando consigo a sus hi­jos. Vio a su hija convertida en una prostitu­ta andrajosa, a su hijo embrutecerse en los senderos de baja sensualidad, hasta llegar a la brutalidad y al crimen; la naciente luz de la inteligencia en los ojos de sus hijos pe­queños cambiaba hasta convertirse en astu­cia y sospechas, a tal punto que los hubiera preferido imbéciles.

-Tampoco soy capaz de entenderlo -di­jo entonces-; pero creo que no puede justificarse. ¡No! ¡Por el cielo nublado que me ampara, protesto y me reconozco culpable!

Tranquilizado nuevamente (porque sus pa­siones eran por lo común de escasa duración y su natural bondadoso), miró a su al­rededor, en los domingos y feriados, y notó cuánta monotonía y fastidio existía por do­quier; cuánta embriaguez surgía de allí, con su séquito de ruindades.
Entonces recurrió a la familia Bigwig, diciendo:

-Somos gente trabajadora, y sospecho que la gente trabajadora, de cualquier condición, necesita refrigerio mental y distrac­ciones. Vean las condiciones en que caemos cuando descansamos sin ellas. ¡Vengan! ¡Distráiganme inocentemente, muéstrenme alguna cosa, denme una escapatoria!

Pero la familia Bigwig se alborotó.

Cuando varias voces pudieron escucharse, se le propuso enseñar las maravillas del mundo, las grandezas de la creación, los no­tables cambios del tiempo, la obra de la na­turaleza y las bellezas del arte en cualquier período de su vida y cuanto pudiera contemplarlas. Esto originó entre los miembros de la familia Bigwig tanto desorden y desva­río, tantos tribunales y peticiones, tantos re­clamos y memoriales, tantas mutuas ofensas, una ráfaga tan intensa de debates parlamen­tarios donde el “no me atrevo” seguía al “lo haría si pudiera”, que dejaron al pobre hombre estupefacto, mirando extraviado a su al­rededor.

-Yo he provocado esto -se dijo, y se ta­pó aterrorizado los oídos-. Sólo intento ha­cer una pregunta inocente, surgida de mi ex­periencia familiar y el saber común de todo hombre que desea abrir los ojos. No lo en­tiendo y no soy comprendido. ¿Qué surgiría de semejante estado de cosas?

Inclinado sobre su trabajo, repetíase con frecuencia esta pregunta cuando comenzó a extenderse la noticia de una peste que había aparecido entre los trabajadores, provocan­do muertes a millares. Al mirar a su alrede­dor, pronto descubrió que la noticia era cier­ta. Los moribundos y los muertos se mezcla­ban en las casas estrechas y sucias en que vi­vieron. Nuevos venenos se filtraban en la at­mósfera siempre triste, siempre nauseabun­da. Los fuertes y los débiles, la ancianidad y la infancia, el padre y la madre, todos eran derribados a la par.

¿Qué medios de escape poseía? Quedóse allí y vio morir a aquellos a quienes más amaba. Un benévolo predicador vino hacia él, tratando de decir algunas plegarias con las cuales calmar su corazón entristecido, pero él replicó:

-¡Bah! ¿Qué eficacia posees, misionero, al acercarte a mí, a un hombre condenado a vivir en este lugar hediondo, donde cada sentimiento que se demuestra se convierte en un tormento y donde cada minuto de mis días contados es una nueva palada de lodo agregada a la pila que me oprime? Pero den­me el fugaz resplandor del cielo por medio del aire y la luz; denme agua pura, ayúden­me a mantenerme aseado; iluminen esta at­mósfera pesada y esta vida oscura en la que nuestros espíritus se hunden y que nos con­vierten en las criaturas indiferentes y endu­recidas que tan a menudo contemplan; gen­til y bondadosamente lleven los cadáveres de aquellos que murieron fuera de esta mí­sera habitación, donde ya nos hemos fami­liarizado en tal forma con el terrible cambio que, para nosotros, hasta ha perdido su san­tidad, y, maestro, oiré entonces, nadie mejor que tú lo sabes cuán voluntariamente, a Aquel cuyo pensamiento estaba siempre con los pobres y que compadecía todas las mi­serias humanas.

Estaba ya de nuevo en su trabajo, triste y solitario, cuando el amo apareció y perma­neció a su lado, vestido de negro. También él había sufrido mucho. Su joven esposa, su esposa tan bella y tan buena, había muerto, llevando consigo su único hijo.

-¡Señor! Es muy duro de sobrellevar, lo sé, pero consuélate. Yo trataré de aliviarte en lo posible.

El patrón le agradeció desde el fondo de su corazón, pero contestó:

-¡Oh, trabajadores! La calamidad co­menzó entre ustedes. Si hubieran vivido en forma más saludable yo no sería el viudo desconsolado del presente.

-Señor -replicó el trabajador, moviendo la cabeza-, he comenzado a comprender hasta cierto punto que la mayor parte de las calamidades provendrán de nosotros, como provino ésta, y que nada se detendrá ante nuestras pobres puertas mientras no nos unamos a aquella gran familia pendenciera, para hacer las cosas que deben hacerse. No podemos vivir sana y decentemente hasta que aquellos que se comprometieron a diri­girnos nos proporcionen los medios. No podemos ser instruidos hasta que no nos ense­ñen; no podremos divertirnos razonable­mente hasta que ellos no nos procuren di­versiones; sólo podremos creer en falsos dio­ses, en nuestros hogares, mientras ellos en­salzan a muchos de los suyos en todos los lugares públicos. Las malas consecuencias de una educación imperfecta, de una indife­rencia peligrosa, de inhumanas restriccio­nes; y el rechazo absoluto de cualquier go­ce, todo procederá de nosotros y nada se detendrá. Se extenderán en todas direcciones. Siempre sucede así, al igual que con la pes­te. Esto entiendo yo, al menos.

Pero el amo respondió:

-¡Oh, ustedes, trabajadores! ¡Cuán rara­mente se dirigen a nosotros, si no es por algún motivo de queja!

-Señor -replicó-. No soy nadie y tengo escasas posibilidades de ser escuchado, o tal vez no desee ser oído, excepto cuando exis­te alguna queja. Pero ella nunca tiene origen en mí, y nunca puede terminar conmigo. Tan seguro como la muerte que desciende hasta mí para hundirme.

Había tanta razón en lo que decía, que la familia Bigwig llegó a notificarse y, terrible­mente asustada por la reciente catástrofe, re­solvió unirse a él para hacer las cosas con más justicia, en todo caso, hasta donde esas mismas cosas estuvieran asociadas con la in­mediata prevención, humanamente hablan­do, de una nueva peste. Pero en cuanto de­sapareció el temor, cosa que sucedió muy pronto, se reanudaron las mutuas querellas y no se hizo nada. En consecuencia, la desdi­cha volvió a reaparecer, rugió como antes, se extendió como antes, vengativamente ha­cia arriba, arrastrando un gran número de descontentos. Pero ni un solo hombre entre ellos quiso admitir, aun en el más ínfimo gra­do, ser uno de los culpables.

Por consiguiente, siguióse viviendo y mu­riendo en igual forma, y esto es lo primordial en la Historia de Nadie.

¿No tiene nombre?, preguntarán. Tal vez se llama legión. Importa poco cuál sea su nombre verdadero.

Si han estado en los pueblos belgas, cerca del campo de Waterloo, habrán visto en al­guna iglesia pequeña y silenciosa el monu­mento erigido por fieles compañeros de ar­mas a la memoria del coronel A., del mayor B., de los capitanes C, D y E, de los subte­nientes F y G, alféreces H, I y J, de siete ofi­ciales y ciento treinta soldados que cayeron en el cumplimiento de su deber en un día memorable. La Historia de Nadie es la histo­ria de los soldados anónimos de la tierra. Ellos tomaron parte en la batalla, les corresponde parte de la victoria; cayeron y no de­jaron su nombre más que en conjunto. La marcha del más orgulloso de nosotros se en­cauza en el sendero polvoriento que ellos atravesaron.

¡Oh! Pensemos en ellos este año, ante el fuego de Navidad, y no los olvidemos des­pués que éste se haya extinguido.













1853








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