(Emecé Editores, Barcelona, 2002)
Existe, claro, un Cheever Country, un territorio inequívocamente cheeveriano. En ese paisaje que se extiende desde Nueva Inglaterra (cuna y sepulcro de la familia Wapshot de sus dos primeras novelas), pasa por la Manhattan de los años treinta y cuarenta y, a partir de los cincuenta, deja la Gran Ciudad para instalarse en suburbios residenciales que pueden llamarse Shady Hill, Bullet Park o Proxmire Manor, con la escapada de rigueur a Europa; Italia en especial. El mundo según Cheever –el mundo que se alza al otro lado de las puertas para siempre cerradas del Paraíso- es el mundo de hombres y mujeres urbanos y suburbanos. Un mundo donde puede vislumbrarse– a través del lente ambarino de un vaso con whisky hasta el filo de sus bordes– ¡El horror! ¡El horror! conradiano instalado bajo la superficie aparentemente tranquila de una piscina bajo la luz de la luna. Personajes siempre en fuga-ladrones, voyeurs, alcohólicos, adictos, habitantes de la noche como una inmensa habitación vacía- pero que de algún modo se las arreglan para mantener cierta extraña pureza y una rara forma de santidad. Cheever podía ver en la aparente banalidad de sus personajes, en su follaje absurdo e impertinente, las raíces secretas pero tangibles de antiguos mitos y de arquetipos inmemoriales («La forma más sencilla de comprender nuestro tiempo es a través de las antiguas mitologías», aseguró); de ahí que, a menudo, la desmesurada crónica de una pequeña infamia culmine con el estruendo de gloria épica: a [...] después oscurece; en una noche así, los reyes de áureas vestiduras atraviesan las montañas cabalgando sus elefantes».
Y nosotros cabalgamos con ellos. Y somos personas un poco mejores -o un poco más afortunadas-de lo que éramos hasta entonces.
Contar el cuento
A menudo al Cheever novelista se le reprocha -o se le reprochaba- la estructura invertebrada de sus novelas. Se las considera torpes e imperfectas sucesiones de relatos breves en busca de una dirección y un sentido. No es cierto, claro. Pero sí es cierto que Cheever será recordado más por sus ficciones breves y también es cierto que los mismos detractores de su forma no dudaron en celebrar la publicación de The Stories of John Cheever señalando que, probablemente, se tratara de una de las encarnaciones más próximas al fantasma siempre inasible de la gran novela americana. A Cheever, en público, el asunto nunca le preocupó demasiado, y en privado -en sus Diarios- el asunto le preocupaba demasiado. Hoy, la idea atómica de la novela propuesta por Cheever no sólo es celebrada en sus ficciones sino imitada in aeternum en ficciones ajenas. A modo de curiosidad reveladora, basta inspeccionar el programa propuesto por Cheever para sus alumnos en su breve y accidentado paso por lowa University. Lo primero que Cheever pedía era la escritura de un diario que abarcase por lo menos una semana y en el que aparecieran registradas todas las experiencias. Sentimientos, sueños, orgasmos, ajustadas descripciones de la ropa holgada que estaba de moda y de los colores de las botellas vacías o a vaciar. El segundo paso consistía en la escritura de un cuento en el que siete personas o paisajes que aparentemente no tuvieran nada que ver aparecieran inevitable y profundamente relacionados entre sí. El tercer paso -y ésta era su asignatura favorita- era el de redactar una carta de amor como si se la estuviera escribiendo desde un edificio en llamas. «Un ejercicio que nunca falla», aseguraba.
«Un cuento o un relato es aquello que te cuentas a ti mismo en la sala de un dentista mientras esperas que te saquen una muela. El cuento corto tiene en la vida, me parece a mí, una gran función. Es, también, en un sentido muy especial, un eficaz bálsamo para el dolor: en un telesilla que te lleva a la pista de esquí y que se queda atascado a mitad de camino, en un bote que se hunde, frente a un doctor que mira fijo tus radiografías... Pasamos el tiempo esperando una contraorden para nuestra muerte y cuando no tienes tiempo suficiente para una novela, bueno, ahí está el cuento corto. Estoy muy seguro de que, en el momento exacto de la muerte, uno se cuenta a sí mismo un cuento y no una novela», dijo y -en «Why I Write Short Stories», ensayo especialmente escrito para la revista Newsweek con motivo de la publicación y éxito de Cuentos y relatos- precisa: «¿Quién lee cuentos?, uno se pregunta, y me gusta pensar que los leen hombres y mujeres en salas de espera; que los leen en viajes aéreos transcontinentales en lugar de ver películas banales y vulgares para matar el tiempo; que los leen hombres y mujeres sagaces y bien informados quienes parecen sentir que la ficción narrativa bien puede contribuir a nuestra comprensión de unos y otros y, algunas veces, del confuso mundo que nos rodea. La novela, en toda su grandeza, exige, al menos, algún conocimiento de las unidades clásicas, que preservan ese lazo misterioso entre la estética y la moral; pero que esta antigüedad inexorable excluyera la novedad en nuestras formas de vida sería lamentable. Algunos conocemos esta novedad a través de La guerra de las galaxias, otros a través de la melancolía que sigue al error cometido por un jugador que no batea en las últimas entradas de un partido de béisbol. En la búsqueda de esta novedad, la pintura contemporánea parece haber perdido el lenguaje del paisaje y-mucho más importante- del desnudo. La música moderna se ha separado de aquellos ritmos profundamente enraizados en nuestra memoria, pero la literatura aún posee la narrativa -el cuento- y uno defendería esto con la propia vida. En los cuentos de mis estimados colegas -y en algunos míos- encuentro esas casas de verano alquiladas, esos amores de una noche, y esos lazos extraviados que desconciertan la estética tradicional. No somos nómadas, pero -sin embargo- subsiste más que una insinuación en el espíritu de nuestro gran país, y el cuento es la literatura del nómada».
Y el cuento es la literatura del expulsado.
Una visión del mundo
En una carta a George W Hunt, John Cheever cuenta que «se me ha diagnosticado Gran Mal o lo que solía conocerse como epilepsia. Cuando se me pregunta acerca del "aura" que precede a mis ataques creo vislumbrarla imagen de un obispo caminando por una playa en Nantucket bendiciéndome en un idioma que parece haber sido olvidado para siempre. Esto es lo último que recuerdo antes de proceder a morder la alfombra oriental de mi abuela y despertar, más tarde, en la sala de emergencias del hospital. No pienso que esto sea prueba de mi genio o de mi locura pero sí que tanto uno como otra son, a menudo, no deseados por mí. Aquí termina nuestra lección de hoy».
En 1971, en un apunte de sus Diarios, puede leerse: «Bebo ginebra y releo algunos de mis cuentos. Existe el peligro de repetirse. Mientras paseaba por el bosque, oí a un hombre que gritaba: "¡Amor! ¡Valor! ¡Compasión! ". De pie sobre una roca, gritaba los nombres de las virtudes sin tener a nadie que lo escuchara. Debía de estar loco. El problema es que esa escena la escribí hace diez años. Oh-oh».
«Una visión del mundo» es, seguro, la mejor de las muchas epifanías escritas por Cheever, uno de sus más grandes logros en la crítica de los ritos perversos de la vida moderna y de su entorno, y una demostración de la maestría de su técnica y de su prosa (lo que el escritor John Gardner definió como «esa voz de Cheever para escribir cantando») a la hora de sostener una trama compuesta íntegramente por sueños («Tengo sueños de una densidad que me gustaría poder trasladar a mis ficciones», desea en sus Diarios) y percepciones del universo hasta construir una suerte de plegaria donde la lluvia (el agua) vuelve a presentarse como agente redentor. Otra vez –como en tantos cuentos del autor– aparece el motivo expulsión del paraíso/apocalipsis suburbano/revelación, pero me parece que ésta es la versión más lograda y definitiva y un cierre más que apropiado para esta antología. Aquí, más que en ninguna parte, se hace evidente el mandato que Cheever se impuso para su vida de escritor y que aparece con emocionante claridad en sus Diarios: «Escribir bien, con pasión, con menos inhibiciones, ser más cálido, más autocrítico, reconocer el poder de la lujuria tanto como su fuerza, escribir, amar. (...J No disimular nada ni ocultar nada, escribir sobre las cosas más cercanas a nuestro dolor, a nuestra felicidad, escribir sobre mi torpeza sexual, el sufrimiento de Tántalo, la magnitud de mi desaliento –creo entreverlo en sueños–, mi desesperación. Escribir sobre los necios sufrimientos de la angustia, la renovación de nuestras fuerzas cuando aquéllos pasan; escribir sobre la penosa búsqueda del yo, amenazado por un extraño en la oficina de correo, un rostro apenas entrevisto en la ventanilla de un tren; escribir sobre los continentes y las poblaciones de nuestros sueños, sobre el amor y la muerte, el bien y el mal, el fin del mundo.
Sea.
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