lunes, diciembre 14, 2015

“El mar de la tranquilidad”, de Merethe Lindstrøm







Se acaba de producir un accidente. El rostro del anciano que yace en la calzada es el de un extraño, pero después de mirarlo de alguna manera empieza a resultarme familiar, sigo cavilando sobre quién será mucho tiempo después de dejar atrás el lugar del accidente, el público, los comentarios imprecisos sobre lo que ha ocurrido en la calle. Quién sabe si alguien le estará esperando en algún lugar sin saber que yace en medio de la calle. ¿Por qué no cruzó por el paso de cebra? ¿Por qué irrumpió en la calzada sin mirar? Parecía como si anduviera buscando que le atropellaran. Un anciano. Un abrigo gris. No me lo puedo quitar de la cabeza y decido llamar a mi padre, que vive en otro lugar, en otra ciudad, y nada tiene que ver con ese anciano. Le llamo. Está en casa, por supuesto. Pero me pregunta si podríamos hablar más tarde, a no ser que sea urgente. No es urgente, le digo, pero no me quedo tranquila. Le he llamado desde un bar. Es temprano para un local como este. Solo veo a un matrimonio de ancianos que conversa con el camarero junto a la barra. Cuelgo el teléfono y opto por quedarme. Pido algo. En la trastienda juegan al billar. Tres hombres. Tengo calor, ha sido un día caluroso pero pronto lloverá, va a cambiar el tiempo. En días como este lo noto en el aire. Me estoy sumergiendo en la cerveza y no he comido casi nada. Tal vez sea este el motivo por el que todo empieza a parecerme agradable, como de terciopelo. El tacto del terciopelo. Desde mi rincón observo la partida de billar. Antes de que termine el juego ya sé que uno de los tres se vendrá después a casa conmigo. O mejor dicho: yo me iré con él. Todo sucede despacio, como a cámara lenta. Tiene la cabeza rapada y un extraño tatuaje que me enseña ya antes de dejar a sus compañeros de billar. En el taxi no hablamos. No nos decimos casi nada. Me lo imagino con la cabeza entre mis piernas. Sé que no se habla de esas cosas, pero no puedo dejar de pensarlo y no debo de ser la única persona que se imagina cosas así, y puesto que no me parece nada raro imaginarme la cabeza de aquel hombre contra mi bajo vientre mientras vamos en el taxi, existe la posibilidad de que él haya pensado lo mismo. Pero no se lo digo. Cuando llegamos a su casa la noto fría, a pesar de que aún es verano. Parece vacía al modo en que una casa puede parecer vacía aunque esté habitada, como si se le hubiese quitado una parte importante del mobiliario, o como si alguien hubiese salido de ella de forma apresurada. Veo fotografías en la estantería de la sala de estar. Una que está enmarcada muestra a una mujer sentada con las manos colocadas entre los muslos. A juzgar por el paisaje y por los cabellos que el viento revuelve en todas direcciones, está sentada en un lugar solitario, tal vez en la cima de una montaña. También hay una fotografía de una pequeña colegiala. Sostiene un lápiz hacia la cámara con gesto cansino y rígido, como rígida es su sonrisa sin dientes. Al fondo, una pizarra. Una foto escolar. Él ha ido a buscar algo de beber para los dos. Le habría podido decir que no hacía falta, que podríamos haber empezado enseguida, si él hubiese querido, pero ya es tarde. En realidad, no se lo habría podido decir, esas cosas se callan, como lo que pienso de él o lo que él piensa de mí. Habría podido colocar las fotografías boca abajo. En cierto modo no me importa tenerlas allí. Pero me pregunto qué habrían pensado de mí aquellas personas a quienes nunca he conocido. De alguna manera siento que hayamos acabado juntos en esta habitación miserable y solitaria.

Y ahora.

Desprende exactamente el mismo olor que mi padre. A su vuelta, tras vaciar nuestras copas, tras acomodarnos en el sofá, o mejor dicho, tras acercarnos el uno al otro. Es ahora cuando huele como mi padre. Es evidente que ha desprendido el mismo olor todo el tiempo, pero hasta ahora no lo he notado; ni siquiera se me había ocurrido.

Guardo un recuerdo de mi padre. Mirábamos la televisión. La llegada a la luna. Era el mes de julio de 1969. Aquel primer viaje glorioso, cuando todo era nuevo y todo el mundo seguía aquellas crepitantes transmisiones. Mi padre bebía cerveza, algo poco habitual en él. Tenía puesta una camiseta veraniega. Olía a sudor limpio y a cerveza. Conmigo sentada en su regazo contemplábamos cómo aquellos hombres con impolutos trajes blancos se movían sobre la desnuda superficie de la luna. El recuerdo me entristece, creo tener una vaga idea del porqué. Existe una fotografía de mi padre con la cabeza rapada, fue tomada unos años antes de que el hombre dejara sus primeras huellas en la luna. En aquella fotografía tendría unos veinticinco años. Lo habían ingresado por primera vez: electrochoque, píldoras. Lo de la cabeza rapada solo era porque estaba de moda. Una corbata rígida, un traje grisáceo, las perneras del pantalón un poco subidas por estar sentado. Los puños de la camisa tiesos y blancos, correctamente estirados hacia abajo. Cuando estaba ingresado solíamos ir a visitarlo. Mi madre lucía una determinada falda estrecha y corta, un peinado nuevo, y llevaba un regalo empaquetado, normalmente libros de astronáutica. Algunas novelas. Henry Miller. Biografías. Me recordaba que no debía hacerle preguntas para no entristecerle. Siempre era un enigma lo que quería decir con eso. Si le preguntaba, siempre me daba la misma respuesta. Seguro que lo sabes, me decía a mí, que no era más que una niña. Nos sentábamos a esperar que apareciera. Los años iban transcurriendo. Allí está, ya viene por el pasillo con su peculiar manera de andar. Todo el mundo camina así aquí dentro. Quiero correr a su encuentro, quiero darle un abrazo. Recuerda que no se siente del todo bien. Compórtate. Así que me quedo sentada sobre mis manos. Veo que alcanza la puerta, sus ojos se cruzan con los míos, apenas una sonrisa, no obstante es como si yo le quedara demasiado lejos, como si me hubiera avistado en la lejanía, fuera de su alcance. No debo preguntarle cómo se encuentra.

Cuando iba a visitarlo de mayor solía llevar a algún chico, a los chicos con los que salía durante cortos períodos de tiempo siendo adolescente, y más adelante, a los hombres. Algunas veces mi padre jugaba a las cartas con ellos. Con el tiempo volvió a casa de manera definitiva, pero aún hoy sigo viéndole ante mis ojos en aquellas estancias, avanzando por los mismos pasillos, hasta donde yo le espero sentada. Le he traído flores, le he traído libros y chocolate. Espero que él rompa el silencio.

Nunca me preguntaba cómo estaba yo. A pesar de todo, debía de fijarse en mis acompañantes y comprender que no era una casualidad que estuvieran allí, porque más adelante solía preguntarme dónde los había dejado, o qué hacían. Yo respondía siempre que no lo tenía muy claro. Por lo que yo sabía, podían haber desaparecido de la faz de la tierra.

Mare tranquilitatis, dijo mi padre mientras observábamos la nave espacial plantada sobre la superficie de la luna ese día tan especial de julio de 1969.

Lo llaman mar aunque probablemente allá arriba esté todo seco. Le pregunté por qué le habían dado precisamente ese nombre y me respondió que antiguamente pensaban que las zonas oscuras de la luna eran mares. Le parecía que sonaba agradable, añadió. El mar de la tranquilidad.

Neil Armstrong no es un alfeñique, repitió a menudo aquella mañana. Y como lo decía en voz alta yo pensaba que lo decía para mí. Pensaba que era algo importante, que debía recordarlo.

El hombre con la cabeza rapada, el propietario de la cama en la que estoy acostada, tiene prisa. Como si yo fuera a desaparecer o a adquirir otra forma, quizá menos concreta, a no ser que actúe lo suficientemente deprisa. Es evidente que no puedo saber qué es lo que le empuja a hacer lo que hace, así que supongo que son las mismas razones que me empujan a mí y que se perciben como una capa de sudor y hambre en mi piel. Y después, ¿qué? El silencio. Se traslada al otro lado de la cama y yo también me aparto como si fuéramos dos polos que se repelen con la fuerza con la que nos habíamos atraído hasta ahora. Sale de la cama y lo oigo en el cuarto de baño. Cuando vuelve lleva puesto un batín. Resulta natural después de esta desnudez inoportuna. Enciende la lámpara de la mesilla de noche. Me ofrece una calada de su cigarrillo. Digo no, gracias, y él aspira el humo.

¿Cuál es tu historia?, pregunta, como si tuviera la necesidad, o el deseo, de escuchar mis pensamientos. Desde luego que no le contesto, o le contesto como si me hubiera preguntado otra cosa. No le cuento nada, nada importante, porque no hay nada importante que contar. Y lo que hay, no se puede contar. Le digo que soy periodista, algo que no queda muy lejos de la verdad. Alrededor de una hora. Ese es el tiempo necesario para hablar sobre nada de nada. Luego me duermo, un sueño pesado y feo. Ahí fuera, sobre la estantería, están los retratos de la mujer y la niña con el lápiz. Prisioneros del tiempo. Mare tranquilitatis.

Nada es tan bello como la tierra vista desde la luna, dijo mi padre.

Quiere ver una película particular antes de dormirnos. Puesto que no nos conocemos, me pregunta si tengo algún inconveniente.

La película empieza con unos hombres conversando en la habitación de un hotel. Discuten sobre la posibilidad de encontrar —creo que las palabras que utilizan son «hacerse con»—, la posibilidad de hacerse con unas chicas. Ahora están en la playa y hablan con unas jóvenes en bikini. Ellas miran la cámara de soslayo. Más tarde vuelven a aparecer en la habitación del hotel con algunas de las chicas. Nadie habla. Parece como si hubieran perdido el interés por las palabras, o la necesidad de ellas. Se desnudan. Se tocan, esto es, los hombres toquetean a las chicas. Uno de los participantes masculinos en aquella extraña fiesta introduce un objeto metálico en el cuerpo de una de las chicas. Es un instrumento extraño, ajeno a su supuesta finalidad. Hay algo en el contraste entre la glacial rigidez del objeto y la suavidad de la piel de la chica. Lo que hace aquel hombre resulta raro. Aparte de un gemido ronco, de uno o dos sí-sí seguidos de no-no, no se oyen más palabras, solo los roces de los cuerpos en movimiento y la fricción de la sábana. Ahora que están todos ahí, no parece que tengan nada que decirse. O más bien: no hay palabras.

Visité a mi padre la última vez que estuve en mi ciudad natal. Me mostró una fotografía de la luna que había recortado de un periódico. Parecía contento. Contento, no triste como solía encontrarle cada vez que iba a verle.

¿Te acuerdas de cuando estuviste a punto de comprarte un terrier Jack Russel —le pregunté— y llamaste a una perrera para preguntar si era allí donde criaban Jack Daniels?

Se rió un poco.

Creo que no, dijo, receloso. No le gusta hablar del pasado.

Me preguntó dónde me alojaba. Le respondí que en un hotel.

Vuelve pronto, Miriam, dijo.

Quería decir a la ciudad. Nunca le ha gustado tener a otras personas demasiado cerca. Sabía que yo tardaría en volver. Le llegarían mis cartas. Mi voz al teléfono, distante, tan distante como si hubiera sido proyectada más allá de la atmósfera, hasta el espacio exterior, como aquellas voces que llegaban desde la luna y que reproducía un receptor crepitante. En algún lugar allá fuera amenaza una avalancha de palabras.

¿Temes la oscuridad? pregunta él cuando se acaba aquella extraña película, ¿mientras se ríe? ¿Se está riendo?

No, contesto, y estoy mintiendo.

No, no me da miedo.

Pero sí que me da miedo. No es la oscuridad en sí, no es la ausencia de luz. Simplemente es algo que no se entiende, que nunca se cuenta, que no se puede entender, como el silencio, es más el silencio que la oscuridad, pero antes era como si ambas cosas tuvieran relación. En el momento en que me lo pregunta sé que, de hecho, él tampoco se refiere a la oscuridad. Por otra parte, sé lo que quiere decir y son dos cosas. Podría haberle contestado que son dos cosas. Una de ellas es mi padre y la otra aquel hombre de la calle, el del atropello. No tienen nada que ver el uno con el otro. Y no obstante: el hombre en la calzada y mi padre en calidad de espectador, como yo misma lo soy.

Pero no lo digo. No lo digo.

¿Lo ves?, dijo mi padre. ¿Ves el tren de aterrizaje? Es una maquinaria increíble.

Sí que lo es, dije mientras echaba una ojeada a la vieja fotografía del alunizaje que tenía colgada en la pared de la cocina y que había recortado de un periódico y cubierto con un plástico adhesivo. Hoy las cosas son diferentes.

Lo sé, dijo. Pero en aquel momento fue increíble. Imagínate pisar la superficie de la luna. Aunque el suelo esté iluminado, cuando alzas la vista no ves más que un espacio negro. Nada de atmósfera, tan solo oscuridad. Luego descubres la tierra, y no hay nada tan bello como la tierra vista desde la luna.

Le miré. Lucía una mirada como si hubiera estado allí, como si lo hubiese visto. La última vez que le visité estuvimos sentados en su cocina. Pienso a menudo en lo segura que me sentía cuando estaba sentada junto a él, precisamente en su cocina pensé en eso, en aquella ocasión en que bebía cerveza y vestía una camiseta veraniega, en cómo podía oler su expectación a pesar de ser una niña pequeña, la expectación de algo fabuloso que estaba ocurriendo, y en cómo me hizo participar de la emoción que sentía por el acontecimiento, como llamaba él a lo que aparecía en la pantalla del televisor.

Pero estamos aquí, dije yo.

El año pasado visité a mi padre en Pentecostés.

Aparentemente estaba bien. Le vi bajar el camino del jardín y detenerse en la parte inferior para observar el cortacésped. Permaneció allí tanto tiempo que llegué a pensar que era incapaz de moverse. Nunca le pregunto qué está pensando. No sé lo que hace cuando no estoy con él. Se limitó a quedarse allí de pie, en el mismo lugar, observando el cortacésped. Podría haberle preguntado.

Me despierto con la sensación de haber vuelto a llamar a mi padre. Él cogía el teléfono y teníamos una conversación extraña. ¿Qué estás haciendo?, me preguntaba, y yo respondía que estaba un poco inquieta y él decía que tenía algo que hacer. En el jardín. Que no podía hablar mucho tiempo. Es que tengo algo que decir, anunciaba yo.

Él me repetía que no podía hablar mucho tiempo.

Durante todos estos años he estado acompañando a hombres a sus casas, decía yo. Me quedo en casa de algunos de ellos. Sus muebles se han convertido en los míos, sus cuadros de la pared, sus vídeos. Sus ventanas, sus vistas, sus amigos. Recojo las vidas de otros. Esto es lo que hago. Esto es lo que estoy haciendo ahora. No lo puedo remediar. Cuando no lo hago, veo la televisión.

No creo que cambie nunca.

¿Qué?, me decía. No lo entiendo. No entiendo qué quieres decir.



en Mujeres de los fiordos, 2013

Título original: «Stillhetens hav»
Traducción de Anne Lise Cloetta y Ma Josep Udina







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