Me
casé con un hombre de hielo.
Lo
vi por primera vez en un hotel para esquiadores, que es quizá el sitio indicado
para conocer a alguien así. El lobby estaba lleno de jóvenes bulliciosos pero
el hombre de hielo permanecía sentado a solas en una butaca en la esquina más
alejada de la chimenea, absorto en un libro. Pese a que era cerca de mediodía,
la luz diáfana y fría de esa mañana de principios de invierno parecía demorarse
a su alrededor.
—Mira,
un hombre de hielo —susurró mi amiga.
En
ese momento, sin embargo, yo no tenía la menor idea de lo que era un hombre de
hielo. A mi amiga le sucedía lo mismo:
—Debe
estar hecho de hielo. Por eso lo llaman así. —Dijo esto con una expresión
grave, como si hablara de un fantasma o de alguien que padeciera una enfermedad
contagiosa.
El
hombre de hielo era alto y aparentemente joven pero en su cabello grueso,
similar al alambre, había zonas de blancura que hacían pensar en parches de
nieve sin derretir. Sus pómulos eran angulosos, como piedra congelada, y sus
dedos estaban rodeados por una escarcha que daba la impresión de que nunca se
fundiría. Por lo demás, no obstante, parecía un hombre común y corriente.
No
era lo que se dice guapo aunque uno notaba que podía ser muy atractivo, dependiendo
del modo en que se le observara. En cualquier caso, algo en él me conmovió
hasta lo más profundo, algo que sentí se localizaba en sus ojos más que en
ninguna otra parte. Silenciosa y transparente, su mirada evocaba las astillas
de luz que atraviesan los carámbanos en una mañana invernal. Era como el único
destello de vida en un cuerpo artificial.
Me
quedé inmóvil por un tiempo, espiando al hombre de hielo a la distancia. No
alzó la vista. Continuó sentado sin inmutarse, enfrascado en su libro como si
no hubiera nadie en torno suyo.
A
la mañana siguiente el hombre de hielo se hallaba otra vez en el mismo lugar,
leyendo un libro de la misma manera. Cuando fui al comedor para el almuerzo, y
cuando regresé de esquiar con mis amigos al atardecer, aún estaba ahí, fijando
la misma mirada en las páginas del mismo libro. Al día siguiente no hubo
cambios. Incluso al caer el sol, y mientras la oscuridad ganaba terreno,
permaneció en su butaca con la quietud de la escena invernal al otro lado de la
ventana.
La
tarde del cuarto día inventé alguna excusa para no salir a esquiar. Me quedé
sola en el hotel y vagué un rato por el lobby, desierto como un pueblo
fantasma. El aire era cálido y húmedo y la estancia tenía un olor curiosamente
abatido: el olor de la nieve adherida a la suela de los zapatos que ahora se
derretía frente a la chimenea. Miré por los ventanales, hojeé uno o dos
periódicos y luego, armándome de valor, me dirigí al hombre de hielo y le
hablé.
Tiendo
a ser tímida con extraños, y salvo que haya una buena razón no acostumbro
platicar con gente que no conozco. Pero pese a todo me sentí impelida a hablar
con el hombre de hielo. Era mi última noche en el hotel, y temía que si dejaba
pasar la oportunidad nunca volvería a conversar con alguien así.
—¿No
esquías? —le pregunté del modo más casual que pude.
Alzó
el rostro con lentitud, como si hubiera oído un ruido lejano, y me miró con
esos ojos. Después negó con la cabeza.
—No
esquío —dijo—. Me gusta sentarme aquí a leer y observar la nieve.
Encima
de él las palabras formaron nubes blancas semejantes a los globos de un cómic.
De hecho pude ver las palabras en la atmósfera, hasta que las borró con un dedo
escarchado.
No
supe qué decir a continuación. Me sonrojé y me quedé inmóvil. El hombre de
hielo me vio a los ojos y pareció esbozar una sonrisa tenue.
—¿Quieres
sentarte? —preguntó—. Te intereso, ¿verdad? Quieres saber qué es un hombre de
hielo. —Rió—. Tranquila, no hay por qué preocuparse. No vas a resfriarte sólo
por hablar conmigo.
Nos
sentamos juntos en un sofá en un rincón del lobby y vimos danzar los copos de
nieve a través de la ventana. Pedí un chocolate caliente y lo bebí, pero él no
ordenó nada. Al parecer era tan torpe como yo a la hora de entablar una
conversación. No sólo eso, sino que daba la impresión de que no teníamos ningún
tema en común. Al principio hablamos del clima. Luego, del hotel.
—¿Estás
solo? —le pregunté.
—Sí
—contestó. Después preguntó si me gustaba esquiar.
—No
mucho —dije—. Vine únicamente porque mis amigos insistieron. De hecho casi no
esquío.
Había
tantas cosas que quería saber. ¿Realmente su cuerpo era de hielo? ¿Qué comía?
¿Dónde pasaba los veranos? ¿Tenía familia? Cosas por el estilo. Pero el hombre
de hielo no habló de sí mismo, y yo me abstuve de hacerle preguntas personales.
En
lugar de eso, habló de mí. Sé que es difícil creerlo, pero de alguna manera
sabía todo sobre mí. Sabía quiénes eran los miembros de mi familia; sabía mi
edad, mis preferencias y aversiones, mi estado de salud, a qué escuela iba, qué
amigos frecuentaba. Sabía incluso cosas que me habían ocurrido hacía tanto
tiempo que hasta las había olvidado.
—No
entiendo —dije, confundida. Me sentía como si estuviera desnuda ante un
extraño—. ¿Cómo sabes tanto de mí? ¿Puedes leer la mente?
—No,
no puedo leer la mente ni nada parecido. Sólo sé —respondió—. Sólo sé. Es como
si mirara con fuerza dentro del hielo: cuando te miro así, de pronto veo
perfectamente cosas acerca de ti.
—¿Puedes
ver mi futuro? —le pregunté.
—No
puedo ver el futuro —dijo con calma—. El futuro no me puede interesar para
nada; para ser más preciso, no sé qué significa. Eso es porque el hielo no
tiene futuro; todo lo que posee es el pasado que encierra. El hielo es capaz de
preservar las cosas de esa forma: limpia y clara y tan vívidamente como si aún
existieran. Ésa es la esencia del hielo.
—Qué
bonito —dije, y sonreí—. Me alegra escucharlo. A fin de cuentas, lo cierto es
que no me importa averiguar mi futuro.
Nos
volvimos a encontrar en varias ocasiones, una vez que regresamos a la ciudad. A
la larga comenzamos a salir. No íbamos al cine, sin embargo, ni a tomar café.
Ni siquiera íbamos a restaurantes. Era raro que el hombre de hielo comiera
algo. En lugar de eso, solíamos sentarnos en una banca en el parque a hablar de
distintas cosas: de todo salvo de él.
—¿Por
qué? —le pregunté un día—. ¿Por qué no hablas de ti? Quiero conocerte mejor.
¿Dónde naciste? ¿Cómo son tus padres? ¿Cómo te convertiste en un hombre de
hielo?
Me
observó un rato y luego sacudió la cabeza.
—No
lo sé —dijo nítida, serenamente, exhalando una bocanada de palabras blancas—.
Conozco la historia de todo lo demás, pero yo carezco de pasado.
No
sé dónde nací ni cómo eran mis padres; ni siquiera sé si los tuve. Ignoro qué
tan viejo soy; ignoro, aun más, si tengo edad.
El
hombre de hielo era tan solitario como un iceberg en la noche oscura.
Me
enamoré perdidamente del hombre de hielo. Él me amaba tal como era: en el
presente, sin ningún futuro. Yo, por mi parte, lo amaba tal como era: en el
presente, sin ningún pasado. Incluso empezamos a hablar de matrimonio.
Yo
acababa de cumplir veinte años y él era mi primer amor real. En aquella época
ni siquiera podía imaginar qué significaba amar a un hombre de hielo. Pero dudo
que haberme enamorado de un hombre común hubiera aclarado mi noción del amor.
Mi
madre y mi hermana mayor se oponían con firmeza a que me casara con él.
—Estás
muy joven para casarte —decían—. Además, no sabes nada de su vida. Vaya, no
sabes dónde ni cuándo nació. ¿Cómo decirles a nuestros parientes que te casarás
con alguien así? Por si fuera poco, hablamos de un hombre de hielo: ¿qué vas a
hacer si de pronto se derrite? Parece que ignoras que el matrimonio implica un
compromiso auténtico.
Sus
preocupaciones, no obstante, eran infundadas. Al fin y al cabo, un hombre de
hielo no está hecho verdaderamente de hielo. Por más calor que haga no se va a
fundir. Se le llama así porque su cuerpo es frío como el hielo pero su
constitución es distinta, y no es la clase de frialdad que roba la calidez de
la gente.
De
modo que nos casamos. Nadie bendijo la unión, ningún amigo o pariente compartió
nuestra alegría. No hubo ceremonia, y a la hora de anotar mi nombre en su
registro familiar, bueno, resultó que el hombre de hielo no tenía. Así que
simplemente decidimos que estábamos casados. Compramos un pequeño pastel y lo
comimos juntos: ésa fue nuestra modesta boda.
Rentamos
un departamento diminuto, y el hombre de hielo comenzó a ganarse la vida en un
depósito de carne congelada. Podía soportar las más bajas temperaturas, y por
mucho que trabajara nunca se sentía exhausto. Le caía muy bien al patrón, que
le pagaba mejor que al resto de los empleados. Llevábamos una rutina feliz, sin
molestar y sin que nos molestaran.
Cuando
él me hacía el amor, en mi mente aparecía un trozo de hielo que estaba segura
existía en algún sitio en medio de una soledad imperturbable. Pensaba que quizá
él sabía dónde se hallaba. Era un pedazo de hielo duro, tanto que yo imaginaba
que nada podía igualar su dureza. Era el trozo de hielo más grande del orbe. Se
encontraba en un lugar muy lejano, y el hombre de hielo transmitía la memoria
de esa gelidez tanto a mí como al mundo.
Al
principio me sentía turbada cuando él me hacía el amor, aunque al cabo de un
tiempo me acostumbré. Incluso me empezó a agradar el sexo con el hombre de
hielo. De noche compartíamos en silencio esa enorme mole congelada en la que
cientos de millones de años —todos los pasados del mundo— se almacenaban.
En
nuestro matrimonio no había problemas de consideración. Nos amábamos
profundamente, nada se interponía entre nosotros. Queríamos tener un hijo, algo
que se antojaba imposible tal vez porque los genes humanos no se mezclan
fácilmente con los de un hombre de hielo. En cualquier caso, fue en parte
debido a la ausencia de hijos que de golpe me vi con tiempo de sobra. Terminaba
con todas las labores hogareñas por la mañana y después no tenía nada qué
hacer. No había amigos con los que pudiera platicar o salir y tampoco
congeniaba con los vecinos del barrio.
Mi
madre y mi hermana aún estaban furiosas conmigo por haberme casado con el
hombre de hielo y no daban señales de querer verme de nuevo. Y pese a que, con
el paso de los meses, la gente a nuestro alrededor empezó a platicar con él de
vez en cuando, en lo más hondo de sus corazones todavía no aceptaban al hombre
de hielo ni a mí, que lo había desposado. Éramos distintos a ellos, y ni todo
el tiempo del mundo podría salvar el abismo que nos separaba.
Así
que mientras el hombre de hielo trabajaba yo me quedaba en el departamento,
leyendo libros o escuchando música. Sea como sea prefiero por lo general estar
en casa, y no me importa la soledad. Pero aún era joven, y hacer lo mismo día
tras día comenzó a incomodarme a la larga. Lo que dolía no era el tedio sino la
repetición.
Por
eso un día le dije a mi marido:
—¿Qué
tal si para variar viajamos a algún lado?
—¿Un
viaje? —contestó. Entrecerró los ojos y me miró—. ¿Por qué se te ocurre que
debemos viajar? ¿No estás contenta aquí conmigo?
—No
es eso —dije—. Soy feliz. Pero estoy aburrida. Tengo ganas de viajar a un sitio
lejano para ver cosas que jamás he visto. Quiero saber qué se siente respirar
aire nuevo. ¿Comprendes? Además, aún no hemos tenido nuestra luna de miel.
Contamos con ahorros y tus días de vacaciones se acercan. ¿No es hora de que
huyamos de aquí para descansar un poco?
El
hombre de hielo lanzó un suspiro glacial y profundo que se cristalizó en la
atmósfera con un sonido tintineante. Entrelazó sus largos dedos sobre las
rodillas y dijo:
—Bueno,
si en serio te mueres por viajar no tengo nada en contra. Iré a donde sea si
eso te hace feliz. Pero ¿sabes a dónde quieres ir?
—¿Qué
tal si vamos al Polo Sur? —dije. Elegí el Polo Sur porque estaba segura de que
al hombre de hielo le interesaría visitar un lugar frío. Y, para ser sincera,
siempre había querido viajar ahí. Quería vestir un abrigo de pieles con
capucha, ver la aurora austral y una bandada de pingüinos.
Al
oír esto mi esposo me vio directamente a los ojos, sin parpadear, y yo sentí
como si una afilada estalactita me taladrara hasta la parte trasera del cráneo.
Permaneció un rato en silencio y al fin dijo, con voz fulgurante:
—De
acuerdo, si eso es lo que quieres, vamos al Polo Sur. ¿Estás absolutamente
convencida de que es lo que deseas?
Fui
incapaz de responder de inmediato. El hombre de hielo me había clavado su
mirada durante tanto tiempo que sentía adormecido el interior de mi cabeza.
Luego asentí.
Con
el tiempo, sin embargo, fui arrepintiéndome de haber propuesto la idea de
viajar al Polo Sur. Ignoro por qué, pero me dio la impresión de que en cuanto
mencioné las palabras “Polo Sur” algo cambió dentro de mi marido. Sus ojos se
aguzaron, su aliento comenzó a salir más blanco, la escarcha de sus dedos
aumentó. Ya casi no hablaba conmigo, y dejó de comer por completo. Todo ello me
hizo sentir muy insegura.
Cinco
días antes de nuestra partida, me armé de valor y dije:
—Olvidémonos
de visitar el Polo Sur. Ahora que lo pienso me doy cuenta de que va a hacer
mucho frío, lo que quizá no es bueno para la salud. Empiezo a creer que tal vez
sea mejor ir a un lugar más ordinario. ¿Qué tal Europa? Vámonos de vacaciones a
España. Podemos beber vino, comer paella y ver una corrida de toros o algo así.
Pero
mi esposo no me prestó atención. Durante unos minutos se quedó con la mirada
perdida en el espacio. Después dijo:
—No,
España no me atrae particularmente: demasiado calurosa para mí. Demasiado
polvo, comida muy condimentada. Además, ya compré los boletos para el Polo Sur
y hay un abrigo de pieles y botas especiales para ti. No podemos tirar todo a
la basura. Ahora que llegamos tan lejos no se puede dar marcha atrás.
La
verdad es que estaba asustada. Tenía la sospecha de que si íbamos al Polo Sur
nos sucedería algo que seríamos incapaces de remediar. Sufría una pesadilla
recurrente, siempre la misma: daba un paseo y caía en una grieta insondable que
se había abierto a mis pies. Nadie me encontraría y yo me congelaría. Encerrada
en el hielo, escrutaría la bóveda celeste. Estaría consciente pero no podría
mover ni un dedo. Descubriría que poco a poco me transformaba en el pasado. Las
personas que me observaban, que veían en lo que me había convertido, miraban el
pasado. Yo era una escena que retrocedía, alejándose de ellas.
Y
entonces despertaba para toparme con el hombre de hielo durmiendo junto a mí.
Acostumbraba dormir sin respirar, como un difunto.
Aunque
lo amaba. Yo empezaba a llorar y mis lágrimas goteaban en su mejilla y él se
incorporaba para abrazarme.
—Tuve
una pesadilla —le decía.
—Es
sólo un sueño —me contestaba—. Los sueños vienen del pasado y no del futuro. No
estás atada a ellos, tú eres quien los atas. ¿Lo entiendes?
—Sí
—decía yo pese a no estar convencida.
No
hallé una buena razón para cancelar el viaje, de modo que al final mi marido y
yo abordamos un avión rumbo al Polo Sur. Todas las aeromozas se veían
taciturnas. Yo quería admirar el paisaje por la ventanilla, pero las nubes eran
tan espesas que obstaculizaban la visibilidad. Al cabo de un rato la ventanilla
se cubrió con una capa de hielo. Mi esposo iba sentado en silencio, absorto en
un libro. Yo no sentía ni un gramo de la excitación que implica salir de
vacaciones. Actuaba como autómata, haciendo cosas que ya estaban decididas.
Al
bajar por la escalerilla y tocar el suelo del Polo Sur, noté que el cuerpo de
mi marido se cimbraba. Duró menos que un parpadeo, apenas medio segundo, y su
expresión no varió, pero lo advertí con claridad. Algo dentro del hombre de
hielo se había agitado secreta, violentamente. Se detuvo y estudió el cielo,
después sus manos. Soltó un enorme suspiro. Entonces me miró y sonrió. Dijo:
—¿Es
éste el sitio que querías conocer?
—Sí
—respondí—. Así es.
El
desamparo del Polo Sur rebasó todas mis expectativas. Casi nadie vivía ahí.
Había únicamente un pueblo pequeño, anodino, con un hotel que era también, por
supuesto, pequeño y anodino. El Polo Sur no era un destino turístico. No había
pingüinos. No se podía ver la aurora austral. No había árboles, flores, ríos ni
estanques. A dondequiera que iba sólo había hielo. El erial congelado se
extendía por doquier, hasta donde alcanzaba la vista.
Mi
esposo, no obstante, caminaba con entusiasmo de un lado a otro como si no
tuviera suficiente. Aprendió pronto el idioma local, y platicaba con los
lugareños con una voz en la que se detectaba el sordo rugido de una avalancha.
Charlaba con ellos durante horas con una expresión seria en el rostro, pero yo
no tenía manera de saber de qué hablaban. Sentía como si mi marido me hubiera
traicionado y dejado a que me cuidara yo sola.
Ahí,
en ese orbe sin palabras rodeado de hielo sólido, perdí a la larga toda mi
energía. Poco a poco, poco a poco.
Al
final ya no tenía ni la fuerza necesaria para enojarme. Era como si en algún
punto hubiera extraviado la brújula de mis emociones. Había perdido la noción
de a dónde me dirigía, la noción del tiempo, la noción de mí misma. Ignoro en
qué momento esto comenzó o cuándo concluyó, pero al recobrar la conciencia me
encontraba en un mundo de hielo, un invierno eterno drenado de color, cercada
por mi soledad.
Aun
al cabo de que me abandonaran casi todas mis sensaciones, no se me escapaba lo
siguiente: en el Polo Sur mi esposo no era el mismo hombre de antes. Me atendía
igual que siempre, me hablaba con cariño. Sabía que en verdad profesaba las
cosas que me decía. Pero también sabía que ya no era el hombre de hielo que yo
había conocido en el hotel para esquiadores.
Sin
embargo, no había forma de comunicarle esto a nadie. Toda la gente del Polo Sur
lo quería, y sea como sea no podían comprender ni media palabra de lo que yo
expresaba. Exhalando su aliento blanco, intercambiaban bromas y discutían y
cantaban canciones en su idioma mientras yo permanecía sentada en nuestra
habitación, mirando un cielo gris que no daba señales de despejarse en los
meses venideros. El avión que nos trajo había desaparecido mucho tiempo atrás y
la pista de aterrizaje no tardó en ser cubierta por una firme capa de hielo, al
igual que mi corazón.
—Ha
llegado el invierno —dijo mi marido—. Será muy largo y no habrá más aviones ni
barcos. Todo se ha congelado. Parece que tendremos que quedarnos aquí hasta la
primavera.
Unos
tres meses después de arribar al Polo Sur, caí en la cuenta de que estaba
embarazada. El bebé, lo asumí desde el inicio, sería un pequeño hombre de
hielo. Mi útero se había congelado, mi líquido amniótico era aguanieve. Sentía
su frialdad dentro de mí. Mi hijo sería idéntico a su padre, con ojos como
carámbanos y dedos escarchados. Y nuestra nueva familia jamás se mudaría del
Polo Sur. El pasado perpetuo, denso más allá de todo juicio, nos tenía en su
poder. Nunca nos libraríamos de él.
Ahora
ya casi no me queda corazón. Mi calor se ha ido muy lejos; en ocasiones olvido
que existió alguna vez. En este sitio soy la persona más solitaria del mundo.
Cuando lloro, el hombre de hielo besa mi mejilla y mi llanto se endurece. Toma
las lágrimas congeladas y se las lleva a la lengua.
—¿Ves
cuánto te amo? —murmura.
Dice
la verdad. Pero un viento que sopla desde ninguna parte arrastra sus palabras
blancas hacia atrás, rumbo al pasado.
en Sauce ciego, mujer dormida, 2006
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