Emerson afirmó con la sutileza y la profundidad natural
en él que «la amistad, como la inmortalidad del alma, es algo demasiado bueno para ser
creído». Tiempo después, la realidad le obligó a reconocer que «el alma se
rodea de amigos para tener mejor conocimiento de sí mismo o más grande
soledad».
Pensador iluminado, quiero decir con una lucidez -una
luz- sorprendente, anticipó, cien años o más, verdades que hoy son reconocidas
universalmente. El último premio Nobel de Literatura, José Saramago, desarrolla
en varias de sus obras, sobre todo en La
balsa de piedra la tesis de que «conocer al otro es conocerse a sí mismo».
La colaboración que aporto al volumen de homenaje a
nuestro colega tiene un valor anecdótico, y por ello, testimonial, de cómo
comprobé de modo personal y directo lo que
significaba para Borges la amistad, de cómo la sentía y la practicaba.
Voy a narrar algunos episodios que viví junto a él y que
tuvieron como protagonistas a Carlos Mastronardi, Xul Solar y a los hermanos
Julio César y Santiago Dabove. Constituiría una lamentable redundancia
referirme a la conocida amistad que cultivó con Macedonio Fernández, Silvina
Ocampo, Adolfo Bioy Casares, María Esther Vázquez, Manuel Peyrou o María
Kodama, que lo acompañó hasta su partida en Ginebra.
Mis relatos son personales, como he dicho, y agradezco
a Dios que me haya permitido vivirlos y la posibilidad de poder relatarlos. Con
Carlos Mastronardi había escrito en nueve cuadernos un «diario intelectual»,
obra que juzgaba de valor. Con los originales a cuestas recorrí varias, casi
todas las editoriales de esta ciudad. Siempre obtuve la misma respuesta: «La
obra es muy interesante, pero no es comercial, esta clase de libros no tiene compradores».
Apesarado por mis fracasos, llegué una tarde a lo de
Borges. Le conté el magro resultado de mis diligencias: «Bueno -me dijo-, vamos
a intentar con Frías, gerente de Emecé. Tiene varios teléfonos pero los conozco
a todos». Pude comprobarlo: el teléfono particular, el del estudio jurídico, el
de Emecé y dos más que podríamos considerar «secretos». En su casa de la calle
Maipo, ¡lo vi tantas veces!; el teléfono padecía su silencio sobre una silla.
Para hablar, Borges se arrodillaba en el suelo, no sobre un almohadón -debo
aclararlo-, en el suelo, junto a las sillas y comenzaba a discar. Partía del
cero y seguía luego nueve, ocho, siete, seis, cinco hasta que llegaba al número
buscado.
Esa tarde estuvo de rodillas más de una hora y no pudo
comunicarse con Frías. Le agradecí emocionado y sorprendido de ese esfuerzo y
le dije que buscaría al nombrado Frías al día siguiente, en la editorial.
«No, -me dijo-, no, de ninguna manera. Haremos todo lo
posible por Carlos. Lo buscaremos hasta encontrarlo». Luego de una hora o más,
volvió a insistir con paciencia benedictina hasta que lo encontró. Habló con
Frías y convino con él la entrevista que se realizaría al día siguiente.
Con tierna e inolvidable alegría se puso de pie y dijo:
«¡Qué suerte! Pude ser útil al poeta», y sonriendo agregó: «Al que es amigo
jamás lo dejes en la estacada». Conservo en mi biblioteca un ejemplar de Elogio de la sombra, dedicado a
Mastronardi con estas palabras, escritas con una letra apenas legible pero sí
muy reconocible: «Al máximo poeta y al máximo amigo, con toda la amistad del
semi-entrerriano. Georgie, 1967».
Borges no podía hablar de la amistad sin conmoverse.
Muchas veces le oí decir con cierto temblor en la voz: «Caí como herido del
rayo cuando lo vi muerto a Cruz». Aquel Cruz a quien años y años después le
inventaría -como ustedes saben- dos nombres: Tadeo Isidoro.
Con Xul Solar
Siempre comprobé que Borges cimentaba, erigía sus
monumentos de amistad, en la admiración. Sus amigos -sus verdaderos amigos- de
un modo u otro eran admirados por él, los admiraba por su talento, sentido del
humor, habilidades, por la originalidad de su pensamiento o por su valor, su
coraje.
Para Borges, Xul personificaba al «hombre nuevo».
Admiraba en él la vivacidad de su inteligencia, su sensibilidad, su cultura, su
memoria -irrepetibles- y hasta su elegancia. Le placía íntimamente oírle decir
hace sesenta años: «Yo soy un hombre del año 2000. Ahora nadie ve ni entiende
lo que hago, yo lo veo, por eso llegará el día, llegará».
En la inauguración de una muestra de Xul, se acercó el
poeta y crítico de arte Córdoba Iturburu y le preguntó (acompañábamos a Xul,
Borges y yo): «¿Cómo te va?». Xul respondió: «Per Pro». Policho -como se
apodaba a Córdoba-, con vacua sonoridad respondió: «¡Cómo Per Pro, esto es Per
estancamiento! Esta muestra es igual a la anterior».
Xul, que no podía huir de su humildad, contestó: «Si te
parece así, me alegro, siempre soy el mismo». Policho se fue. La explicación de
la anécdota es clarísima. Córdoba no entendió nada de la muestra, quiero decir:
humanamente no estaba dotado para entender la obra de Xul, no podía asomarse al
mundo esotérico, luminoso, casi celestial de Xul. Borges no admiraba ni mucho
ni poco a Córdoba; lo borró, lo ignoró en seguida y le preguntó a Xul: «¿Qué
quiere decir Per Pro?». El pintor, el sabio hombre que vivía en Laprida 1214
respondió sonriendo: «Le contesté en neo-criollo para que entendiera menos», y
agregó: «Per es un prefijo que indica permanencia -per-manecer, per-durar, etcétera-
y Pro es adelante: proa, progreso, proseguir. Entonces, en vez de dar lugar a explicaciones,
digo lo que quiero decir, con dos sílabas: Per Pro».
Conviene ahora que informe sobre el neo-criollo. Xul
Solar hace más de sesenta años propugnaba la tesis de que la Argentina y Brasil
debían unirse. El neo-criollo es el idioma híbrido-español-portugués que él
inventó para facilitar esa unión. Muchas veces cenamos, tomamos el té o nos
reuníamos en casa de Xul con enorme regocijo de Borges. Un día me dijo -y estas
palabras cobran mucha importancia en sus labios- que Xul era el hombre que, en
este país, conocía más y mejor la literatura inglesa.
Con los Dabove
Cuando Macedonio Fernández decidió radicarse en Morón,
Borges solía visitarlo con frecuencia. Allí conoció a «los Dabove»: Julio
César, médico y cuentista parvo y Santiago, escritor originalísimo, un
alcohólico casi genial, que por obra del destino se ganó de modo pleno la
admiración de Borges. Los Dabove descendían de una de las familias fundadoras
de Morón.
Estos dos personajes a quienes me refiero, eran una
variante provinciana de esos «niños bien» de Buenos Aires que justificaban e
ilustraban su prosapia con dignidad y gran altura; digamos, valga el juego:
Jorge Newbery o Bernardo Duggan, para citar dos ejemplos relevantes. Cuando
contaban episodios de la vida de Santiago, Borges temblaba de emoción. No sé si
Fernández Latour o Farías Alem, criollos de Morón, le dijeron a Borges que
Santiago, que estaba tomando sus copas habituales, al sentirse provocado por un
malevo, salió a la calle revólver en mano y cruzó la calzada; desde atrás de
los árboles de la vereda se balearon a lo largo de la cuadra con suerte para
Santiago, que logró herirlo levemente. Luego volvieron al café De la Sirena,
donde atendieron al herido y Santiago siguió sus libaciones lentamente, como si
nada hubiera ocurrido. Realidades como esta conmovían a Borges de una manera
inimaginable.
Yo soy el heredero de los originales de la obra de
Santiago Dabove. Cuando logré que mi amigo Gregorio Selser la editara, le pedí
el prólogo a Borges. Me llamó a los dos o tres días para entregármelo y se
publicó así, con el prólogo de don Jorge Luis. Borges incluyó el hermoso cuento
«Ser polvo», de Santiago, al que le dedicó los mejores elogios, en la Antología de la literatura fantástica que
compiló con Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares.
Termino estas líneas evocando una cena en casa de los
Dabove; esas cenas eran famosas por lo magníficamente preparadas. Eruditos en
artes culinarias, con una casa enorme y muy buen servicio de cocina, esos convites
eran inolvidables. A Borges se le había descubierto un principio de úlcera
gástrica y -contra la opinión de la madre- fue a cenar con los Dabove. Pasaban
las empleadas con unas comidas magníficas. Él no aceptaba que le sirvieran. De
pronto llama la señora Leonor Acevedo: quiere hablar con su hijo. Le acercan el
teléfono y le escucho decir a Borges: «No te preocupes madre: estoy ayunando
opíparamente». Después de este oxímoron magnífico, nada más puedo decir, por
ahora.
en Anejos del boletín de la. Academia Argentina
de las Letras.
Anejo I. Homenaje a Jorge Luis Borges,
1999
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