martes, julio 30, 2013

"Sobre El Arca Rusa, de Alexander Sokurov: Historia(s) de la impostura", de Manuel Ortega y José David Cáceres





«Nada por aquí nada por allá»
Juan Tamariz

Resulta bastante ¿alarmante? ¿sorprendente? ¿preocupante? el hecho de que, entre una gran parte de cinéfilos (espectadores y/o críticos), un film como El arca rusa haya acaparado inicialmente tanta expectación, posteriormente concite una desmesurada atención, y ahora, finalmente, se defina como una obra de arte puro (sic). Prueba fehaciente de que el público de "arte y ensayo" se parece bastante a la masa borreguil que tanto les irrita en las salas "comerciales". Porque en cine, acabado el cuento, todo es comercio y todo es negocio y eso lo saben requetebién los mercachifles de la culturaleta, sabios doctos en cuestiones tan mundanas como el marketing y la atención al cliente. El marketing tiene muchos, grados, productos, públicos objetivos y targets específicos. Y para el más selecto de todos ellos se han decidido a lanzar en España un producto que ya han padecido en diversos lugares del mundo. ¿Su nombre? Sokurov, Alexander Sokurov. ¿Su obra? De momento aquí, El arca rusa. ¿Su slogan? El cine sin cortes. Conozcamos sus cualidades..



La impostura y el montaje (Ay Eisenstein, ese maldito rojo)

Efectivamente es éste el primer film no montado de la historia del cine: un plano secuencia de noventa y pocos minutos rodado, según juramento en hebreo, en una sola toma sin trucos ni cortes, en soporte digital. Relata en ese único plano, con delectación y alborozo, la historia de la Rusia zarista, desde principios del siglo XVIII hasta su agotamiento pre-revolución socialista, situando la acción en el museo Hermitage de San Petersburgo, donde las pinturas que cuelgan de sus paredes, sus propias estancias y un guía (interpretado por Sergei Dreiden) funcionan como abstracciones metafóricas. La linealidad geográfica se transmuta en linealidad temporal al mismo tiempo que se van añadiendo notas a pies de página por medio de ese guía foráneo y de una voz que se esconde tras la cámara.

Lo que plantea El arca rusa, a nivel temático como formal, es notoriamente ambicioso. Los resultados (de ahí la alarma, la sorpresa, la preocupación) se alinean, sin embargo, hacia un perfil vacío, pretencioso y, a todas luces, tramposo, convirtiendo eso que se ha dado en llamar vanguardia cinematográfica (de la cual este film sería uno de sus máximos representantes, según algunos) en una mera impostura, en una nadería con ínfulas, negando las características vertebrales del hecho cinematográfico y sus propias consecuencias. Como en la reciente y sobrevalorada Dogville (con todo, una película mucho más interesante), Alexander Sokurov somete su propuesta a un extremo desafío formal, que rápidamente se revela como una solución gratuita: no hay justificación alguna tal y como se ha compuesto El arca rusa que haga sostenible la necesidad de rodarla en un solo plano, no más que la arrogante búsqueda de conseguir figurar en las antologías del cine por el hito técnico conseguido. Pero lo alarmante (lo sorprendente, lo preocupante) es que este ejercicio de funambulismo cinematográfico se hace a ras de suelo sin arriesgar un ápice ni en lo que hace ni en lo que dice ya que su gran apuesta formal deviene en aburrida, lineal, amanerada y fútil en su gramática y, hueca, conformista, zarista y parvularia en su balbuceante semántica. Al final su mágica, y cacareada, innovación es sólo un truco.



La impostura y el arte total (de cómo Greenaway ya hizo las maletas)

La relación entre el paso del tiempo, el transcurso de la historia, la representación y el arte, como un todo en una sola toma, no es, como aseguran muchos, el gran acierto del film; no existe tal comunión entre todas esos elementos ya que, en primera instancia a nivel formal, el realizador opta por rodar toda la toma con una repetitiva, tediosa y abrumadora utilización de la cámara subjetiva, que niega cualquier sentido de la puesta en escena cinematográfica: es la grabación, que no filmación, de una impostura, que no representación; la de querer hacer cine sin ninguno de los elementos que define el lenguaje cinematográfico (composición, movimiento, angulación, espacio, tiempo.), es decir, toda una contradicción. Sokurov está un paso tan adelante de todo esto que no se entera de que va la película de hacer películas. Y es duro aceptar que una obra que se basa principalmente en la puesta en escena carezca absolutamente de ella. No existe el encuadre, ni el gusto por él, los actores (?) parecen colocarse donde más les place (siempre cerca de la bella señorita rubia), y desde luego no hay planificación o sentido de la misma; el intento postrero de resumir en un plano majestuoso el final de una época es contraproducente por su falta de estilo e imaginación. La comunión, finalmente, no existe porque su lección de historia es sesgada (en su doble definición) y abrupta dentro del travelling de los acontecimientos acaecidos. Un travelling que más que nunca es una cuestión moral más que modal.



La impostura y el cine (o cómo conseguir lo que ilusos como Welles, Hitchcock o Berlanga no consiguieron)

Analizando el film desde la narrativa, y sus andamiajes más básicos, también naufraga sin remisión, introduciendo el paso del tiempo solamente a nivel externo, porque, aunque dentro del plano no ocurre absolutamente nada, ni siquiera se procura una utilización de los recursos estrictamente cinematográficos para hacer avanzar la ¿historia?: entre un fragmento y otro de la película existe una clara descompensación; no hay sentido del paso del tiempo en contraposición a los saltos entre una etapa histórica y otra que se suceden a cada momento, y que el espectador bien deduce por unos diálogos, en numerosas ocasiones, meramente explicativos (en cierto modo recuerdan la morosidad y mecánica de las locuciones que se pueden escuchar en un museo), o bien conoce porque ha leído información previa sobre la película. Podría entenderse que este formato atiende a una traslación metafórica de lo que es una pinacoteca (un recinto con cuadros de diferentes épocas y etapas), si bien en la práctica no resulta más que una (otra) impostura, que promociona definitivamente la sospecha de la gratuidad del megalómano plano-secuencia a certeza y alarma (sorpresa y preocupación). ¿No será qué ahora se esté hablando de una presunta genialidad donde sólo hay terquedad y tonta obstinación?.



La impostura y la historia (Acebes sigue opinando que fue ETA)

Otra aproximación a El arca rusa nos revela un film aparentemente histórico, cuyo objetivo no es la representación de una ficción o la recreación de un suceso del pasado, sino el repaso didáctico buscando (sin conseguirlo) un significado poético, de un determinado periodo de la historia (la de la Rusia de los zares: Pedro el Grande, Catalina II, Nicolás II). Construido desde este nivel como una loa a la monarquía, el film de Sokurov acentúa la impostura recreándose en los iconos más característicos de aquélla (superficialidad, ampulosidad, arrogancia); sirvan como ejemplos al respecto la descripción de la emperatriz Catalina y sus hijas o el baile con el que concluye la película. El realizador parece deleitarse con los uniformes y se dedica a rodarlos una y otra vez con aplicada disciplina. Y no le interesa (ni por condición ni por convicción) que el espectador pueda sacar sus propias conclusiones porque se encarga de escondernos las premisas tras el oropel y la megalomanía de una época que no vivió, pero a la que le hubiera encantado pertenecer. De este modo sentimentaloide niega el resto de acontecimientos que se sucedieron en esa época para, como se dice en un momento del film, permitirse soñar que la monarquía fuese eterna: toda una declaración de principios. Esta claro que a nuestra nueva estrella no le interesa el hombre sino el vestido que lleva. Caduca visión de los hechos, que se alarga a la figura de El extranjero, el guía antes mencionado, un marqués francés, que representa a una Europa estereotipada, vieja y reaccionaria (que por entonces, finales del XVIII, empezaba a superarse) y que llora al final del relato como un Arias Navarro decimonónico. La pretendida nostalgia con que se acerca el realizador ruso a ese período de la historia de su país deviene en una lección-advertencia mucho más peligrosa y retrógrada (no hay un sentido analítico o intención de entender la historia con la distancia que supone el paso del tiempo, eso mismo sobre el cual la película pretende avanzar) que las ficciones de corte o contenido histórico firmadas por Steven Spielberg, un cineasta tan discutible como talentoso, acusado en determinados sectores críticos por lo mismo que al artista Sokurov sí se le permite (y hasta aplaude); postura que desvela una alarmante (sorprendente y preocupante) falta de criterio, una curiosa y significativa prolongación de la propia contradicción existente en la película.



La impostura y los forenses (pero si el Doctor Mabuse murió esta mañana)

Se antoja inútil la búsqueda de instantes destacables en El arca rusa, porque no se le puede aplicar ese concepto (instante), y tampoco el de movimiento (asociado al incesante plano-secuencia): no es cuestión de mover la cámara, también algo se debería mover delante de ella. Definitivamente la desolación se apodera del espectador cuando descubre (o cree haberlo hecho) apuntes de interés (alguno con filiación fantástica -o fantasmagórica), que no pasan de lo teórico, de lo superficial, y que son sistemáticamente anulados por la negligencia del director. Por ello, ideas como la de hacer convivir en el relato a los visitantes del museo con los personajes de las pinturas, la asociación estancia-momento histórico, el fugaz encuentro con la muerte o la integración total del marqués en el baile dejando de interactuar con el espectador-director, se estrellan, desde el momento que apenas están en pantalla esbozados de torpe manera y, sobre todo, desde el momento que están desconectados de la mecánica, del discurso, del alma y el cuerpo de la película. Porque el cuerpo y el alma (¿habrán escuchado los posmodernos hablar alguna vez del gran Robert Rossen?) están corruptos a todos los niveles: como ejemplo esa imagen fija con la que concluye la película: el mar que quiere simbolizar el paso del tiempo con su movimiento incesante y que en realidad solo sirve para ilustrar poéticamente una rimbombante y amanerada sentencia final. Un final digno de esta broma sin gracia e idiota con ambición y promoción de obra total.



La impostura y la crítica de cine (ejem)

Algunas voces anuncian que éste es el cine del futuro. Se habla de vanguardia cinematográfica, de nuevos retos en los límites de la representación. Si es así tendremos que estar raudos para asegurar a todo riesgo nuestras colecciones de dvd. El cine, como las demás artes, debe su modernidad y su futuro a una lectura nueva y moderna del cine clásico. Nadie nace con 50 años recién cumplidos. No se pueden hacer tortillas sin utilizar huevos. El Quijote inventa la novela moderna tal como la conocemos hoy desde la parodia y la revisitación de la literatura ya existente. Con el cine pasa lo mismo. Godard adora los géneros, los conoce como si los hubiera parido. Y por eso los pare y los pare nuevos. Kubrick reinventa las formas clásicas en su fondo y en su forma en cada película. Coppola hace suyo lo antiguo para hacer historia moderna. Ozu ofreció, desde una concepción del cine que indaga en sus raíces, relatos universales sobre la vida. Directores no tan considerados por dedicarse simplemente a hacer cine (y no engendros onanistas) como Carpenter, Weir, Spielberg, Egoyan, Imamura, De Palma o Lynch construyen el cine del futuro en el presente pero conociendo a la perfección el pasado. Por lo visto, dudamos que a Sokurov le guste el cine o que tenga la más remota idea de que hay un tío que se apellida Shyamalan que con un plano fijo innova más que él con 95 minutos de movimiento estéril. Sabemos que muchos amigos críticos no estarán de acuerdo con nosotros. Nosotros tampoco lo estamos con ellos.

El arca rusa, cierto es, ha tenido una gran labor de coordinación (de extras, de técnicos, de actores) en su elaboración, luce en la dirección artística y el diseño de producción, destaca (respecto al resto) por el competente trabajo del operador, Tilman Buettner, y la esforzada prestación (que no composición) del actor Sergey Dreiden. También dicen que el catering no estuvo nada mal. Llegados hasta aquí, alarmados (sorprendidos y preocupados) nos preguntamos ¿dónde se esconde el cine en El arca rusa? Sencillamente, en ninguna parte: ya lo avisa el entrañable mago Juan Tamariz antes de hacer un truco: «nada por aquí, nada por allí». Sokurov no es mago, ni un mal aprendiz de mago, ni siquiera un mago de verbena de pueblo que se corta con los sables que no cortan, al que le muerde el conejo que intentó meternos en su chistera. Aunque el problema es que no es un buen cineasta. Y su película es la prueba irrefutable, señor juez. Pero a estas alturas de milenio ¿a quién le interesa el cine?







en miradas.net, 2004










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