miércoles, octubre 10, 2012

“Arte de marear”, de Juan Cristóbal Romero







Y no será ésta nunca la ocasión
para exponer mis subjetividades
como esclavas traídas de las Indias;
mejor callar si abundan los pretextos
y lo que impera es un feroz bostezo
como el foso en que acaba la resaca.
Tranquilo, corazón, no te impacientes,
toda tu angustia es sin razón ni causa:
a cada cual se le ha asignado un tiempo,
y en esto no pretendas ver un mérito
sino la más trivial fatalidad.
Guardaré mi silencio para ti;
para el resto me sumaré al bullicio.
Carente de la mínima cadencia
recitaré una pila de lamentos
y harán como que oyen mis sermones
encendidos en falso misticismo.
He consultado los antiguos índices:
listas de rimas, guías de gramática;
nada ha sobrevivido a la dicción
traposa de la década novísima.
Tampoco aportó el censo de los jefes:
voces solas, maestros sin escuela,
agotaron en sí sus manifiestos.
Se hacen recomendables otros métodos
para pintar el gesto contrahecho
que demanda la urgencia de estos días.
La lluvia se ha filtrado por las grietas
y, en medio del derroche de los años,
socavó incluso el genio inagotable.
Mi musa tiene prisa de enseñarme
alguna nueva táctica de guerra
con qué purificar el aire infesto.
Bendita sea aquella que ha exhibido
sus secretos, no al sabio sino a un triste
postergado del mundo de las letras.
Y si he vuelto a invocar su protección
de la que prometí tenerme a raya
es porque un coro agudo de capones
me ha despertado nuevamente el hambre.
Hoy mismo bajo el signo de Mercurio,
patrón de los ladrones, la Academia
rescata del anonimato a quien
le importa qué escritor venido a menos
mientras la prensa asiente consumida
por la explosión de su vulgar retórica.
Un célebre cultor del verso libre
abusa del hipnótico gerundio
como si se tratara de un acierto,
aquel otro prescinde de las comas
sin haber comprendido bien sus reglas.
Cada cual trenza un lirio en su corona
y dan voces de mutua admiración.
Cuánto sufrí por adquirir el frío
virtuosismo a la hora de rogar
la caridad del público ilustrado.
Por lo mismo, cumplido mi propósito,
cómo no despreciar a esa caterva
que abulta sin esfuerzo sus hallazgos.
Acá un novato funde sobre un diario
tenedores y restos de botellas
a la manera de las porquerías
que recogen los niños en la arena;
aquel otro, acodado en un balcón
grita semidesnudo a contraviento
un mantra repetido hasta la arcada.
Imperdonable sed de novedad,
como si esto de ser contemporáneo
fuera un acto complejo y voluntario
y no una distinción inevitable.
Diez años me tomó ponerme al día
luego de más de veinte de retraso
y no encontré a la audiencia preparada
para tasar un verso por su técnica.
Lo mismo vale un hacha que un cincel.
El náufrago, la víctima, el hambriento
se afanan en su agobio por un orden
nada más lejos de la candorosa
veneración que aspira a nuestro siglo
al azar, lo primario y la anarquía.
Los verbos son lanzados como piedras
que arrojan los parientes sobre el muerto
sin que ninguna ocupe su lugar
ni sostengan el peso de las otras
ni doten al conjunto de equilibrio.
El estro se ha escurrido entre las ramas
de un manzano sin hojas; las agita
como el flojo cordaje de una lira
tañida por las uñas de una monja.
Y no será ésta nunca la ocasión
para que el viento corra las cortinas
y revele el hedor de mi pobreza
donde el éter y el polvo son lo mismo.
He perdido la fe en la inspiración.
No tengo brazos para abrir el arco
y alcanzar a mi presa con potencia.
En aquellos asuntos decorosos
-de los que no se tiene qué decir
o no se está dispuesto a meditar
pues ya se ha especulado en abundancia-
la impostación se vuelve indispensable.
No pretendo infundir piedad en nadie.
Más que la pena en sí formularé
un placer muy cercano a la tristeza:
una madre que invita a levantarnos
y a olvidar, bajo el sol, esas terribles
visiones de una noche que ha pasado.




en OC, 2012












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