-¡Sea! –dijo el alienista- Si usted quiere verlo, lo dejaré verlo. Pero no olvide que está recontraloco, y su locura es contagiosa, ya ha trastornado a dos...
Con un gesto le hice comprender que me ofendía que pusiera en duda la estabilidad de mi salud mental. No insistió con sus precauciones; llamó a un guardia y le dio órdenes de conducirme a la celda 27, dejarme a solas con el enfermo y quedarse detrás de la puerta, en el pasillo, pronto a intervenir si hacía falta.
-Por si se da el caso de que la charla se torne ríspida, lo cual le aconsejó evitar cuidadosamente, sobre todo por consideración hacia el propio desgraciado. El desacuerdo puede provocarle un acceso de demencia furiosa.
El internado de la celda 27 no tenía, sin embargo, aspecto de loco peligroso. Las precauciones del doctor me parecieron exageradas cuando me encontré frente al vejete inofensivo y dócil, a quien el guardia me presentó diciendo:
-Este señor quiere hablar con usted para publicar la cosa en un diario -en el pasillo, antes de llegar a la celda, me había advertido que era la forma más segura de que el buen hombre hablara.
Había dicho “el buen hombre”, y ninguna otra locución, en efecto, parecía mejor para caracterizar al dulce septuagenario de rostro pálido y sonriente, voluminoso cabello blanco cayendo sobre las orejas como el de un Béranger, actitud reposada, casi somnolienta, y ojos ingenuos en los que se abría la flor azul de una mirada de niño.
Pero una chispa viva, de golpe, se encendió en esa mirada de niño. Y mi imaginación descubrió entonces que la flor azul tornaba al resplandor cerúleo del azufre que arde. Los ojos del buen hombre dispararon un rayo que caló en los míos, incisivo hasta provocarme dolor e incomodidad.
-Lo está examinando –me dijo en voz muy baja el guardia-; tengo la sensación de que le cae bien.
El rayo agudo mitigó, la chispa se extinguió, la flor azul volvió a florecer en la mirada de niño y el viejo me dijo con voz lejana y calina:
-Encantado de hablar con usted, señor. Siéntese, se lo ruego; inclínese para poder escucharme, por favor.
Me quedé a solas con el loco. El guardia, luego de salir, había cerrado la puerta, detrás de la cual podía sentirse su inmovilidad silenciosa y alerta.
-Señor -me dijo el viejo luego de un rato largo-, ¿usted es mineralogista?
-No, en absoluto -respondí.
-¿Químico?
-Tampoco.
-¿Egiptólogo, al menos?
-No mucho, o al menos muy poco.
-¡Tanto peor! Entonces, no está en condiciones de escucharme. Su editor hubiera debido pensarlo dos veces... ¡En fin! Parece usted inteligente, y yo sé ser claro. Espero hacerme comprender a pesar de su incompetencia.
Y entonces, siempre con mucha calma, sin ninguna fiebre elocutoria que revelara la agitación cerebral de un loco cabalgando sobre su quimera, con todo el aspecto, por el contrario, de una mente lúcida y ordenada, como un profesor exponiendo metódicamente una ciencia dominada a fondo, capaz de simplificar su ardua materia y ponerla al alcance de un ignorante, improvisó un verdadero curso abreviado de mineralogía y química, relevando todo lo relacionado con la formación, el análisis y la síntesis de piedras preciosas. No me resultaba difícil seguirlo, y sólo me preguntaba adónde quería llegar, mientras él explicaba la cristalografía, la mineralogénesis, las propiedades generales y particulares, las diferencias de polarización, de densidad, de oxidación que caracterizan a las diferentes especies de piedras, notablemente al diamante y al corindón, que comprende el rubí oriental, la esmeralda y el zafiro. Comentó también que los principales yacimientos se encuentran en las rocas metamórficas y en las napas pleistocénicas, y cómo el misterioso trabajo de la naturaleza logró ser parcialmente reproducido en los laboratorios de la química moderna, tan justamente llamada química del carbono. Adónde quería llegar, me lo reveló con una súbita pregunta:
-En fin, ¿estoy loco por sostener que el hombre puede fabricar piedras preciosas?
-No, ni por asomo –respondí-. Según lo poco que yo sabía y, sobre todo, según lo que usted acaba de exponer de forma tan cristalina, la cosa se deduce de lo planteado.
Me agradeció con un gesto sereno y volvió a callar por largo rato. Luego, con una voz un poco menos tranquila, con verba más agitada y labios tremolantes, continuó:
-Señor, es que yo me he estrellado contra el absurdo orgullo de esta química moderna, contra la monstruosa aberración del progreso. Porque Sainte-Claire Deville y Caron pudieron obtener solamente corindones casi sin espesor, porque los rubíes de Frémy y de Feil son delgadísimas láminas que no llegan a cristalizar en prismas hexagonales, porque Despretz no pudo reconstituir diamantes que fueran perceptibles sin microscopio, se concluyó que, allí donde la química moderna es impotente, las civilizaciones anteriores deben haber sido necesariamente más impotentes todavía.
-Discúlpeme –dije-, pero no veo bien...
Me interrumpió con violencia, clavándome la misma mirada aguda que al comienzo de la entrevista.
-¿Qué es lo que no ve bien? ¡¿Piensa usted que la humanidad no conoció civilizaciones superiores a la nuestra?! ¿No sabe usted, por ejemplo, que los antiguos egipcios fueron los últimos custodios de una ciencia legada a algunos de sus sacerdotes por sabios que lograron escapar del hundimiento de la Atlántida?
Se puso de pie. Hablaba en voz alta, gesticulando abundantemente. Una pequeña cresta de espuma se le formaba en las comisuras de los labios. Escuché los pasos del guardia en el pasillo, acercándose a la puerta.
-Vea –le dije en un tono muy calmo-, usted no debe irritarse conmigo; estoy completamente de su lado.
Interrumpió su parrafada, se sentó y cerró los ojos. Su silencio duró mucho más que las dos veces anteriores en que había callado. Creí que se había dormido. Lentamente abrió los ojos, sonrió y me indicó con un gesto que me sentara más cerca de él. Llevó su mano a un costado de la boca, como para hablarme al oído. Me preste al juego, y dijo:
-Veo que usted es digno de este secreto. Voy a contárselo todo –y señaló con la mirada, haciéndose a un lado, el abultado papelerío sobre el que estaba sentado, que yo había tomado por un sucio almohadón de trapo.
-Aquí se encuentran las pruebas irrefutables de mis argumentos. Se las confiaré a usted cuando llegue el momento. Entonces entenderá cómo llegué a descubrir que los egipcios fabricaban corindones y diamantes. Leerá la descripción de algunas de esas piedras, que yo exhumé de Tebas, y qué elementos testimonian su indudable origen artificial.
Volvió la voz del profesor, que habló docta y metódicamente sobre los vidrios coloreados analizados por Klaproth, los distinguió de los rubíes verdaderos tomados de algunos sarcófagos y señaló que los egipcios conocían perfectamente, y dejaron transcripta en jeroglíficos, la tabla de equivalentes de los óxidos que componen las gemas.
Luego retomó su tono misterioso para añadir:
-Pero todo esto no es nada. Lo más interesante, lo verdaderamente raro y milagroso que mis papeles van a darle a conocer es la existencia y ubicación precisa, en el centro de África, en un punto cuya latitud y longitud exactas pude determinar, de la Ciudad de las Gemas. Continuó en voz muy baja, en un murmullo casi imperceptible que me zumbaba en el oído como esas cantilenas en fragmentos dispersos que uno escucha en sueños:
-¡Criptas! La noche llena de estrellas multicolores... Tomarlas a manos llenas... Para no depreciar las piedras preciosas, las enterraban... ¡Siglos! ¡Siglos! ¡Mucho! ¡Demasiado! ¡Y grandes! Enormes... ya que tenían tiempo para las excavaciones... como la misma naturaleza... El Regente, el Sancy, el Orlow, el Mongol, el Koh-i-Noor y cualquier otra piedra célebre son pequeñísimos al lado de ellas, verdaderos soles, guijarros de estrellas... ¡La luz en flores! Yo, viejo y encerrado... morirme sin verlas... la Ciudad de las Gemas... ¡La Ciudad de las Gemas!
Largo rato canturreó de esta forma, expresándose con esos segmentos de frase cuyo sentido se llegaba a captar, o reemplazando las palabras por una especie de gorjeo inarticulado, sin exaltación de voz, sin nada propio de un demente presa del delirio, más bien con la melancolía de un exiliado que recuerda el país perdido y se arrulla en su tristeza, termina por adormecerla y se adormece él mismo. Pues terminó deslizándose en la somnolencia, de la que se despertaba, por momentos cada vez menos frecuentes, para balbucear vagamente el nombre de la Ciudad de las Gemas, abriendo los ojos ingenuos en los que agonizaba la flor azul, ya pálida, de su mirada de niño.
-¿Y bien? –dijo el doctor al verme entrar en su despacho- ¿Pudieron hablar? ¿Dijo cosas interesantes?
-Prodigiosamente interesantes.
-¿Lo perturbó?
-Un poco, lo acepto.
-¿Le ofreció leer sus papeles?
-Sí.
-¿Quiere llevárselos? Puedo traérselos con el guardia.
-No, gracias. Prefiero quedarme con la sensación de un sueño extraño y maravilloso. Sus notas, si usted afirma que está loco, deben ser un extenso garabateo incoherente, que rompería para siempre el encanto, en suma...
-No se engañé. He leído esas notas, y puedo decirle que tienen una claridad y una fuerza argumentativa sorprendentes.
-¿Y entonces?
-¿Lo ve usted? Es aterrador, pero es así. Los locos a menudo tienen mucha lógica. Una vez admitido su punto de partida, aun siendo absurdo, lo tienen a uno en sus garras. ¡Lo llevan, lo arrastran a uno adonde quieran!
Me tomó del brazo con fuerza.
-Vea –continuó-; a pesar de todo, con mi vida hecha, con mi familia, los cincuenta años y la ciencia que me han hecho sentar cabeza, hay momentos en los que envidio la suerte de los dos trastornados que partieron convencidos rumbo al centro de África, en peregrinaje a la Ciudad de las Gemas.
Y en sus ojos fríos de alienista, de golpe bizarramente brillantes, en esos ojos de oro verde que el barniz de la oscura obsesión que me confesaba hacía parecer todavía más verdes, pude leer una insospechada e inquietante pregunta, llena de amargura y malestar: ¿Quién sabe...?
Con un gesto le hice comprender que me ofendía que pusiera en duda la estabilidad de mi salud mental. No insistió con sus precauciones; llamó a un guardia y le dio órdenes de conducirme a la celda 27, dejarme a solas con el enfermo y quedarse detrás de la puerta, en el pasillo, pronto a intervenir si hacía falta.
-Por si se da el caso de que la charla se torne ríspida, lo cual le aconsejó evitar cuidadosamente, sobre todo por consideración hacia el propio desgraciado. El desacuerdo puede provocarle un acceso de demencia furiosa.
El internado de la celda 27 no tenía, sin embargo, aspecto de loco peligroso. Las precauciones del doctor me parecieron exageradas cuando me encontré frente al vejete inofensivo y dócil, a quien el guardia me presentó diciendo:
-Este señor quiere hablar con usted para publicar la cosa en un diario -en el pasillo, antes de llegar a la celda, me había advertido que era la forma más segura de que el buen hombre hablara.
Había dicho “el buen hombre”, y ninguna otra locución, en efecto, parecía mejor para caracterizar al dulce septuagenario de rostro pálido y sonriente, voluminoso cabello blanco cayendo sobre las orejas como el de un Béranger, actitud reposada, casi somnolienta, y ojos ingenuos en los que se abría la flor azul de una mirada de niño.
Pero una chispa viva, de golpe, se encendió en esa mirada de niño. Y mi imaginación descubrió entonces que la flor azul tornaba al resplandor cerúleo del azufre que arde. Los ojos del buen hombre dispararon un rayo que caló en los míos, incisivo hasta provocarme dolor e incomodidad.
-Lo está examinando –me dijo en voz muy baja el guardia-; tengo la sensación de que le cae bien.
El rayo agudo mitigó, la chispa se extinguió, la flor azul volvió a florecer en la mirada de niño y el viejo me dijo con voz lejana y calina:
-Encantado de hablar con usted, señor. Siéntese, se lo ruego; inclínese para poder escucharme, por favor.
Me quedé a solas con el loco. El guardia, luego de salir, había cerrado la puerta, detrás de la cual podía sentirse su inmovilidad silenciosa y alerta.
-Señor -me dijo el viejo luego de un rato largo-, ¿usted es mineralogista?
-No, en absoluto -respondí.
-¿Químico?
-Tampoco.
-¿Egiptólogo, al menos?
-No mucho, o al menos muy poco.
-¡Tanto peor! Entonces, no está en condiciones de escucharme. Su editor hubiera debido pensarlo dos veces... ¡En fin! Parece usted inteligente, y yo sé ser claro. Espero hacerme comprender a pesar de su incompetencia.
Y entonces, siempre con mucha calma, sin ninguna fiebre elocutoria que revelara la agitación cerebral de un loco cabalgando sobre su quimera, con todo el aspecto, por el contrario, de una mente lúcida y ordenada, como un profesor exponiendo metódicamente una ciencia dominada a fondo, capaz de simplificar su ardua materia y ponerla al alcance de un ignorante, improvisó un verdadero curso abreviado de mineralogía y química, relevando todo lo relacionado con la formación, el análisis y la síntesis de piedras preciosas. No me resultaba difícil seguirlo, y sólo me preguntaba adónde quería llegar, mientras él explicaba la cristalografía, la mineralogénesis, las propiedades generales y particulares, las diferencias de polarización, de densidad, de oxidación que caracterizan a las diferentes especies de piedras, notablemente al diamante y al corindón, que comprende el rubí oriental, la esmeralda y el zafiro. Comentó también que los principales yacimientos se encuentran en las rocas metamórficas y en las napas pleistocénicas, y cómo el misterioso trabajo de la naturaleza logró ser parcialmente reproducido en los laboratorios de la química moderna, tan justamente llamada química del carbono. Adónde quería llegar, me lo reveló con una súbita pregunta:
-En fin, ¿estoy loco por sostener que el hombre puede fabricar piedras preciosas?
-No, ni por asomo –respondí-. Según lo poco que yo sabía y, sobre todo, según lo que usted acaba de exponer de forma tan cristalina, la cosa se deduce de lo planteado.
Me agradeció con un gesto sereno y volvió a callar por largo rato. Luego, con una voz un poco menos tranquila, con verba más agitada y labios tremolantes, continuó:
-Señor, es que yo me he estrellado contra el absurdo orgullo de esta química moderna, contra la monstruosa aberración del progreso. Porque Sainte-Claire Deville y Caron pudieron obtener solamente corindones casi sin espesor, porque los rubíes de Frémy y de Feil son delgadísimas láminas que no llegan a cristalizar en prismas hexagonales, porque Despretz no pudo reconstituir diamantes que fueran perceptibles sin microscopio, se concluyó que, allí donde la química moderna es impotente, las civilizaciones anteriores deben haber sido necesariamente más impotentes todavía.
-Discúlpeme –dije-, pero no veo bien...
Me interrumpió con violencia, clavándome la misma mirada aguda que al comienzo de la entrevista.
-¿Qué es lo que no ve bien? ¡¿Piensa usted que la humanidad no conoció civilizaciones superiores a la nuestra?! ¿No sabe usted, por ejemplo, que los antiguos egipcios fueron los últimos custodios de una ciencia legada a algunos de sus sacerdotes por sabios que lograron escapar del hundimiento de la Atlántida?
Se puso de pie. Hablaba en voz alta, gesticulando abundantemente. Una pequeña cresta de espuma se le formaba en las comisuras de los labios. Escuché los pasos del guardia en el pasillo, acercándose a la puerta.
-Vea –le dije en un tono muy calmo-, usted no debe irritarse conmigo; estoy completamente de su lado.
Interrumpió su parrafada, se sentó y cerró los ojos. Su silencio duró mucho más que las dos veces anteriores en que había callado. Creí que se había dormido. Lentamente abrió los ojos, sonrió y me indicó con un gesto que me sentara más cerca de él. Llevó su mano a un costado de la boca, como para hablarme al oído. Me preste al juego, y dijo:
-Veo que usted es digno de este secreto. Voy a contárselo todo –y señaló con la mirada, haciéndose a un lado, el abultado papelerío sobre el que estaba sentado, que yo había tomado por un sucio almohadón de trapo.
-Aquí se encuentran las pruebas irrefutables de mis argumentos. Se las confiaré a usted cuando llegue el momento. Entonces entenderá cómo llegué a descubrir que los egipcios fabricaban corindones y diamantes. Leerá la descripción de algunas de esas piedras, que yo exhumé de Tebas, y qué elementos testimonian su indudable origen artificial.
Volvió la voz del profesor, que habló docta y metódicamente sobre los vidrios coloreados analizados por Klaproth, los distinguió de los rubíes verdaderos tomados de algunos sarcófagos y señaló que los egipcios conocían perfectamente, y dejaron transcripta en jeroglíficos, la tabla de equivalentes de los óxidos que componen las gemas.
Luego retomó su tono misterioso para añadir:
-Pero todo esto no es nada. Lo más interesante, lo verdaderamente raro y milagroso que mis papeles van a darle a conocer es la existencia y ubicación precisa, en el centro de África, en un punto cuya latitud y longitud exactas pude determinar, de la Ciudad de las Gemas. Continuó en voz muy baja, en un murmullo casi imperceptible que me zumbaba en el oído como esas cantilenas en fragmentos dispersos que uno escucha en sueños:
-¡Criptas! La noche llena de estrellas multicolores... Tomarlas a manos llenas... Para no depreciar las piedras preciosas, las enterraban... ¡Siglos! ¡Siglos! ¡Mucho! ¡Demasiado! ¡Y grandes! Enormes... ya que tenían tiempo para las excavaciones... como la misma naturaleza... El Regente, el Sancy, el Orlow, el Mongol, el Koh-i-Noor y cualquier otra piedra célebre son pequeñísimos al lado de ellas, verdaderos soles, guijarros de estrellas... ¡La luz en flores! Yo, viejo y encerrado... morirme sin verlas... la Ciudad de las Gemas... ¡La Ciudad de las Gemas!
Largo rato canturreó de esta forma, expresándose con esos segmentos de frase cuyo sentido se llegaba a captar, o reemplazando las palabras por una especie de gorjeo inarticulado, sin exaltación de voz, sin nada propio de un demente presa del delirio, más bien con la melancolía de un exiliado que recuerda el país perdido y se arrulla en su tristeza, termina por adormecerla y se adormece él mismo. Pues terminó deslizándose en la somnolencia, de la que se despertaba, por momentos cada vez menos frecuentes, para balbucear vagamente el nombre de la Ciudad de las Gemas, abriendo los ojos ingenuos en los que agonizaba la flor azul, ya pálida, de su mirada de niño.
-¿Y bien? –dijo el doctor al verme entrar en su despacho- ¿Pudieron hablar? ¿Dijo cosas interesantes?
-Prodigiosamente interesantes.
-¿Lo perturbó?
-Un poco, lo acepto.
-¿Le ofreció leer sus papeles?
-Sí.
-¿Quiere llevárselos? Puedo traérselos con el guardia.
-No, gracias. Prefiero quedarme con la sensación de un sueño extraño y maravilloso. Sus notas, si usted afirma que está loco, deben ser un extenso garabateo incoherente, que rompería para siempre el encanto, en suma...
-No se engañé. He leído esas notas, y puedo decirle que tienen una claridad y una fuerza argumentativa sorprendentes.
-¿Y entonces?
-¿Lo ve usted? Es aterrador, pero es así. Los locos a menudo tienen mucha lógica. Una vez admitido su punto de partida, aun siendo absurdo, lo tienen a uno en sus garras. ¡Lo llevan, lo arrastran a uno adonde quieran!
Me tomó del brazo con fuerza.
-Vea –continuó-; a pesar de todo, con mi vida hecha, con mi familia, los cincuenta años y la ciencia que me han hecho sentar cabeza, hay momentos en los que envidio la suerte de los dos trastornados que partieron convencidos rumbo al centro de África, en peregrinaje a la Ciudad de las Gemas.
Y en sus ojos fríos de alienista, de golpe bizarramente brillantes, en esos ojos de oro verde que el barniz de la oscura obsesión que me confesaba hacía parecer todavía más verdes, pude leer una insospechada e inquietante pregunta, llena de amargura y malestar: ¿Quién sabe...?
Le Gaulois, 20 de marzo de 1896
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