Mi corazón supone que esas luces
son señales celestes, dedos de los dioses
que me indican el Sur del Mundo,
doble inexacto de las columnas de Hércules,
donde la Voz, siempre omnipotente,
me susurra en off, que ese debe ser mi próximo
derrotero o derrota,
porque en el diccionario de los mares y la navegación
ruta y ruina llegan a itsmo;
pero mi ojo lo desmiente,
desmonta sus mónadas oxidadas,
porque las luces pequeñas que perlan las cuadernas,
el horizonte,
el planisferio de los cielos,
son planes diferentes para los que nuestros destinos trazamos,
son un Reino Adyacente, mas con el cual haremos estuario,
pero como los murciélagos que vuelan sordos,
en la sala de billar de los sueños,
dándose contra el musgo verde de las mesas
y las lanzas coráceas de los tacos,
biofluorescencia de insectos y peces,
que utilizan las luces orgánicas para conservar la especie,
soldados de una batalla darwiniana,
abisales o vesperales guerreros inextricables de la Naturaleza,
cuando aún había algo así como Naturaleza en Ítaca,
luciérnagas mutantes, de carne y hueso,
que con sus neones ácidos llaman al acoplamiento,
para prolongar no sé si la vida
o sus fantasmales luminosidades.
Luces que llevan un nudo corredizo en el extremo.
en Ítaca, 2001.
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