jueves, diciembre 11, 2025

«Ensayo del agua», de Catalina Porzio

Fragmento




El agua, la leche y el vino son sustancias que gobiernan el reino de la sed, líquidos virtuosos que triangulan un balance perfecto de color y consistencia. La huella del agua, la más efímera de todas, activa un cambio cromático en las superficies donde se derrama por un tiempo fugaz, casi inaprensible, como vemos a menudo en la cara de una piedra humedecida que se deja tocar por el sol: el halo se recoge hacia el centro hasta desaparecer sin dejar rastro. 

La leche, blanca por excelencia, parecida al alabastro pero cada vez más pálida ante los caprichos de la industria alimentaria, que la somete a un exceso de pasteurizaciones para volver a envasarla, despojada de su crema y su lactosa, nos devuelve un atisbo de aquella densidad que apaga el fuego del hambre en las entrañas y se infiltra en nuestros huesos, en la marca provisoria de un bigote sobre las bocas de sus bebedores más frenéticos. Es por ello que la leche negra a la que alude Paul Celan, que se bebe a toda hora sin cesar, nos inquieta de manera tan brutal: invertir el color de la sustancia que nos nutre es un hecho sombrío, opuesto a su naturaleza benéfica; oscuro como las aguas que se agitan al compás de la noche, en cuyas fauces aguarda silenciosa la posibilidad de una tumba. Un salto al vacío. En cierta medida, esa negrura que recorre el interior de un cuerpo nos recuerda la bilis, uno de los cuatro humores predominantes en la medicina hipocrática, atribuido a la causa irrestricta del abatimiento melancólico. Tampoco las lágrimas del desamor derramadas por la inmensa pena de un extravío, como dice el bolero, se ajustan a la opacidad funesta de ese color que lo enluta todo, pues, aunque miradas a través de un microscopio su estructura varíe según la causa que las motiva, son tan cristalinas como las de la risa. Así y todo, la combinación de elementos fundidos en la figura de unas lágrimas negras me resulta familiar: las he visto abrazar la curvatura de una mejilla, dejando tras de sí el dibujo de su estela triste.

Si bien el agua y la leche, además de saciar necesidades básicas, cuentan con atributos reales y fabulosos asociados a la idea de pureza, el vino, bebida inmemorial cuyo color amoratado se disipa en los albores de su propia existencia, es imposible de rastrear. Sabemos que proviene de la vid, y aunque se hayan redoblado los matices de sus cepas no hay grandes misterios en su proceso de producción; por el contrario, se ofrece en calidad de panorama bajo el concepto de «ruta», aludiendo a las extensas y fatigosas redes que en otros siglos llevaron hacia Oriente en busca de mercancías exóticas, a un público aburrido que se entrega a estos circuitos de copa en mano y atiborra sus paladares con vocablos fatuos, pasados a fruta y a madera, pura superchería. Pero más allá de su fisiología no hay certeza de cuándo ni dónde apareció por primera vez; por así decirlo, pertenece a la humanidad. 

El vino es materia oscura que enciende las confidencias, realza el brillo de las cosas que aprendieron a resplandecer bajo ondas de luz artificial, y en torno a una fogata despierta ese raro gusto por llenar el aire con historias de fantasmas y demonios que azuzan las noches en el campo. Sus bebedores, melancólicos o alegres, en medio de ardientes sorbos solitarios, buscan en el vino el recuerdo o el olvido, a riesgo de precipitarse sobre el vértigo que instiga los vómitos, sumirse en una ciénaga irrevocable de sudor y temblores y tal vez perderlo todo: la casa, la familia, el perro, la ropa, los dientes, como pregonaron Los Parkinson en su canción maníaca: «¡Por el vino me quedé así!» (sosteniendo la i del final hasta agotar el aliento). 

Se ha trazado una relación estrecha entre el escritor alcohólico y el agua, cualidad que se repite con alevosía en la camada de autores norteamericanos proclives al uso de frases cortas y diálogos inconclusos (Carver, Cheever, Fitzgerald y otros tantos bebedores de destilados, no de vino), conjugando con estas marcas un estilo determinante en la literatura que, en su tesis, Olivia Laing achaca a los efectos colaterales del metanol, solvente anodino que al ser consumido de manera prolongada puede desencadenar serios daños cognitivos, por ejemplo, la afasia. Por otro lado, Federico Galende, siempre atento a los pormenores jabonosos de la historia, con los que suele idear teorías sorprendentes, en nuestras primeras conversaciones me aseguró que estos escritores apuraban la sintaxis nada más que por la urgencia de volver a la copa y domesticar el pulso. 

Como sea –aunque me inclino por la segunda explicación–, dentro de los gustos particulares que cada uno de ellos declaró hacia el mar o los ríos, prevalece una acentuada debilidad por el nado. Puede que el verde en el culo de una botella vacía, por donde Baudelaire aseguraba que los bebedores miran el cielo sin hallar una respuesta, invoque la gama de colores marinos y la experiencia de dejarse llevar por el vaivén de las olas o bien naufragar. 



Publicado por Mundana Ediciones, 2025
























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