lunes, enero 13, 2025

«La secreta vida literaria de Augusto Pinochet», de Juan Cristóbal Peña

Fragmento




Álvaro Puga Cappa murió hace un par de semanas y el autor recién viene a enterarse. Murió en silencio, sin un duro en los bolsillos, condenado socialmente pero sin pasar un solo día en la cárcel. Para el golpe de Estado redactó bandos militares y luego quedó instalado al frente de la Oficina de Asuntos Públicos, donde escribía discursos para Pinochet y montaba campañas y operaciones de prensa como el montaje de 1975 para encubrir la muerte de 119 miristas. A él, y a su amigo Mario Carneyro, entonces director de La Segunda, se le atribuye el titular «Exterminados como Ratones". Puga, que además fue dramaturgo, vendedor de televisores y jefe de Operaciones Sicológicas de la DINA, fue un producto perfecto de la Guerra Fría que se vivió en Chile.

El siguiente es un fragmento de una de las entrevistas que el autor sostuvo con Puga para su libro sobre los libros de Pinochet.  

Hay algo importante en todo esto que usted tiene que saber, no sé si ya se lo he contado: al cuarto o quinto día del golpe, mientras seguía escribiendo bandos en el edificio de las Fuerzas Armadas, volví a conversar con Pinochet. Estábamos a solas y le dije: «Mi general, esto que estamos haciendo es una revolución». «¿Cómo una revolución?», me dijo, muy serio. «No me hable de revolución, por favor». «Usted llámelo como quiera», le dije, «pero esto es un cambio brusco. Un antes y un después en la historia, eso tenemos que tenerlo claro». Y le dije que mientras no nos cayera encima la Contraloría podíamos hacer lo que nos diera la gana. Y eso hicimos, créame. Una revolución. 

No sé si usted sabe que yo fui el de la idea de poner las fechas 1810-1973 sobre un fondo de cobre cuando presentamos la Declaración de principios del gobierno de Chile en el salón principal del Diego Portales. También participé junto con Jaime Guzmán y otra gente de la redacción de la Declaración de principios, participé de muchas cosas, pero ese acto que le estoy contando le dio un impulso especial al gobierno. Establecimos una segunda independencia, ¿y sabe qué siguió a eso? Yo le contaba que había vivido muchos años en Buenos Aires. Allá había visto una gran antorcha en un acto de aniversario a San Martín, así que se me ocurrió hacer algo parecido en Chile. La verdad es que muchas ideas las traje de Argentina, para qué voy a decir una cosa por otra. Como le digo, fue a partir de lo que vi en el homenaje a San Martín que se me ocurrió La Llama de la Libertad. Bueno, al principio no querían, decían que un acto público así, en pleno centro, era exponer al general Pinochet a un atentado. Me acuerdo que Claudio López, que en ese momento era teniente coronel y estaba a cargo de la seguridad, me dijo: «Si le pasa algo a mi general tengo una bala para ti». Éramos muy amigos con López, andábamos para todos lados juntos (todavía tengo el arma que me regaló), él me contactó con Lucía Pinochet, la hija mayor del general, que tenía mucha influencia, mucha. La cosa es que al principio no querían, y no sólo los militares: en esos días había mucha gente tratando de influir, de hacerse un lugar. Había que irse con cuidado. Yo era un civil que estaba en un mundo militar y eso no era aceptable, generaba celos, incordios. Yo tuve el apoyo de Pinochet y Merino casi de inmediato, también de Mendoza y Leigh, aunque ese terminó enojado conmigo. Leigh no era fácil. Tenía ambiciones personales, era muy odioso. Yo no tenía ambiciones, yo sólo quería contribuir a la reconstrucción de mi país, y la verdad es que al comienzo acumulé mucho poder, mucho, y se lo digo sin alardes. Es cierto que los militares confían más en los militares que en los civiles, ellos siempre tienen tres o cuatro civiles de primera línea, nunca se confían de uno solo. Y bueno, yo era uno de ellos, como le digo, de primera línea, desde el primer día, desde que llegué al edificio de las Fuerzas Armadas y el almirante Carvajal me recibió con un abrazo y me pidió rehacer los primeros bandos que habían escrito de antemano. A Campos Menéndez le gustaba decir que él había sido el primer civil del régimen. ¡No, señor! El primero fui yo. Campos Menéndez dice que escribió bandos militares y yo nunca lo vi. Primero estuve yo y después, unas horas después, llegó Willoughby y el hijo del general Arellano que era abogado. Éramos los tres únicos civiles a cargo de los bandos en ese piso, y la verdad es que yo no sé a qué fue el hijo del general Arellano, lo poco que escribió fueron puras brutalidades, me acuerdo de un bando donde hablaba de la revolución de la revolución, algo así, y, por supuesto, no se lo dejamos pasar. Le contaba que los primeros bandos me los pasaron en borrador, con ideas mal redactadas, y yo tuve que ordenarlos, darles coherencia. También ayudé a hacer esa lista de los políticos que se tenían que presentar ante las nuevas autoridades, la lista esa donde estaban Gladys Marín, Altamirano, tantos, porque los militares no sabían exactamente quién era quién en la Unidad Popular. Yo sí lo sabía. Esa lista la hicimos junto a la gente de Inteligencia de la Marina, la Aviación y el Ejército. Ayudé en eso pero lo principal fueron los bandos. Me acuerdo que me tocó hacer el que anunciaba la muerte de Allende, que para mí fue el más importante. Me quedó muy bien ese bando, logró su propósito, porque tenía que ser verosímil y a la vez prudente para que no se levantara la poblada. Hice muchos bandos, ya no recuerdo cuántos, muchos. Cuando salí de mi casa esa madrugada de once de septiembre yo pensaba que sería cosa de un día, dos cuanto más, me llevé un calzoncillo y un par de calcetines que me metí al bolsillo de la chaqueta antes de despedirme de mi señora, para qué más, pensé, pero imagínese, estuve una semana entera en ese edificio, día y noche, sin salir. Llegué hasta el bando número cuarenta y siete y después siguieron otros, no sé quién. Ahí pudo haber llegado Campos Menéndez, pero como le digo, yo no lo vi. De las cosas tontas que he hecho en mi vida fue no haber guardado los originales de los bandos. Me llevé algunos para mi casa pero un día me los pidió un coleccionista chileno famoso con el que tenía una cierta amistad, Carlos Alberto Cruz, el Chupo Cruz, el arquitecto que diseñó la Torre Entel. Qué pelotudo que fui, se los di nomás, le regalé los originales que tenía y tiempo después nos peleamos porque él era hombre de Jaime Guzmán. Ya le voy a hablar de Guzmán.  

Como le decía hace un rato: no era fácil trabajar en el Diego Portales. Mucha envidia, mucha. Y muchos intermediarios. Los militares siempre tienen intermediarios, los enlaces que le llaman. La persona de confianza de Pinochet era Enrique Morel Donoso, edecán, ayudante, todo. Es el que aparece siempre muy serio detrás de las fotos oficiales de esa época. Le llamaban el Tigre. Era fregado, terrible, tomaba una inquina con alguien y sonaba. A mí me tenía simpatía, en general me llevaba muy bien con los militares, mi problema era con algunos civiles. Y para serle franco, yo tampoco era fácil. ¿Sabe usted como me llamaban a mí? El Obispo. Así me decían a mis espaldas: el Obispo. Lo que pasa es que en el Diego Portales había muchas secretarias y eso llevaba a que se produjeran los típicos líos de faldas. Pasaba lo mismo que pasa en cualquier oficina, que se meten todos con todas, y eso yo no lo permitía. Yo pasaba y las secretarias temblaban, pensaban que podía hacerles alguna observación. Y no es que yo sea pacato, era estricto, que es distinto. Creo que ciertas cosas hay que hacerlas donde corresponde. Y sí, como le digo, en el Diego Portales se daba mucho eso. Me acuerdo que había una niña que era hija del general Brady que iba mucho para allá y todos se volvían locos. Militares, civiles, todos. Es que la chiquilla era muy buenamoza y le gustaba lucirse. Era coqueta, no sé si me entiende, se insinuaba. Me acuerdo que un día se me acerca Jaime Guzmán y me dice Álvaro, por favor, sácame a esta niña de encima. Pucha, Jaimito (así le decía yo, Jaimito), he escuchado que te la quieren poner de secretaria. No, por favor, me decía, ayúdame, haz algo. Yo le decía eso para molestarlo, porque sabía el problema que Guzmán tenía con las mujeres, usted sabe, esa condición ambivalente. Yo tendía catorce años más que él y lo trataba como a un hijo, sabía todos los problemas que tenía con las mujeres. Guzmán era todo pudoroso, todo lleno de cuestiones, muy beato. Y no es que fuera una mala persona, ¿ah? Tampoco era tonto, en ningún caso. El hacía un muy buen trabajo de recopilación, recorría fulano por fulano, iba acumulando ideas y después las redactaba muy bien en su estilo. Pero dígame: ¿qué obra escrita dejó él que valga la pena? Digo, una obra firmada con su nombre. Ninguna, ¿no es cierto? Eso no quiere decir que haya sido una mala persona, como le digo. Lo que pasa es que lo fue comiendo la ambición, hizo cualquier cosa por llegar a influir en Pinochet. Y lo logró, eso es cierto. Lo logró, y, de paso, logró sacarme del camino a mí. ¿Sabe usted que yo logré reducir en diez por ciento el porcentaje de comisión que se pagaba a las agencias de publicidad con las que trabajábamos en el gobierno? En el fondo era un ahorro para el gobierno, para Chile, pero la gente de Guzmán empezó a decir que yo me quedaba con ese porcentaje. Ya habíamos tenido algunos roces, pero ahí empezó la cosa con Guzmán y su gente. Empezó y no paró más, empezaron a inventarme historias con la DINA, fueron con cuentos ante Pinochet, qué no hicieron para sacarme del camino. Y claro, ya ve usted, lo lograron.




2013
















 

No hay comentarios.: