Siete anotaciones
(1942-2024)
7 de marzo. En Scitture estreme, Franco Rella cita un aforismo de Kafka: «Hay un punto desde donde ya no es posible el regreso. Este es el punto a alcanzar». No puedo decidir si es un impulso optimista o pesimista; expresa un deseo, pero no sé si es un deseo de destrucción o de futuro absoluto, de utopía absorta en lo que vendrá y no en lo que fue. Aunque todo lo que sabemos sobre Kafka inclina a pensar que el aforismo es pesimista, la negación del cumplimiento de toda promesa y de la llegada a una tierra prometida parece más un ansia de nuevo comienzo, de punto cero, abolición de una historia maldita o corte simple con la repetición. Nacimiento, no renacimiento. No hay tiempo para que el pasado ensucie o enturbie el presente. El pasado como mancha: alejarse de él, llegar al punto de no retorno.
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10 de octubre. Repetición. En un panel cuyo escenario es la Feria de Frankfurt (juro no hablar sobre el retrato de Maradona ni las fotos del colorido álbum oficial), alguien dice que nadie ha entendido el peronismo. Me sorprendo por la ancianidad de la afirmación. Menciono libros, investigaciones, artículos, escritos en las últimas dos décadas por lo menos. El panelista, que no da señas de tomarlos en serio, insiste: «Sí, pero nadie lo entendió». No es un fantasma del pasado; es un político de sesenta años, una edad que, salvo enfermedad grave, no impide la lectura ni la comprensión de textos. Después pasa a dar su teoría del peronismo, una síntesis que confunde significante vacío con significante flotante (debe tener un déficit de atención). No voy a contestarle que lo que acaba de decir es un mal resumen de Laclau, porque he respetado a este panelista cuando fue un político independiente, original y audaz. Lo que dice sobre la cualidad incomprensible del peronismo (o por lo menos incomprensible para quienes no son peronistas) es propio de la mística o del romanticismo poético. Tampoco se lo digo porque tengo miedo de que, acostumbrado a que no le discutan mucho, empiece a explicarme que nadie entendió el romanticismo ni supo leer bien a los místicos, que hay que ser romántico para entender a Victor Hugo y místico para leer a San Juan de la Cruz. Unanimismo.
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27 de septiembre. Salgo de viaje. Hace diez años, antes de internet, era más difícil saber qué se iba a encontrar en el lugar de destino. Recuerdo un vuelo a Nueva York donde, por casualidad, porque ninguna aerolínea ofrece a los pasajeros de clase turista el New Yorker de la semana, pude leer la cartelera de música. Durante todo el viaje supe adonde iría la noche siguiente. Art Blakey tocaba con los Messengers en Sweet Basil. Esa noche, mientras hacía cola sobre la nieve, mientras la nieve caía sobre mi impermeable, un tipo dijo: «Blakey, Blakey, esto sólo lo hago por vos». Yo, extranjera, no tenía tantas exclusiones y lo habría hecho también por otros. Al final pudimos entrar al boliche. Ahora ese suspenso es innecesario, Blakey murió, pero si alguien viaja a New York sabe quién toca en Sweet Rythm (antes Sweet Basil) y en cualquier otro lado. No sé qué prefiero. Llegaba a una ciudad y corría al kiosco para buscar el Voice, el City Paper de donde fuera. Parada en una esquina, hojeaba como una posesa las carteleras; indefectiblemente desilusionada me daba cuenta de que había llegado un día después y lo mejor había sucedido la noche anterior; pero descubría también que me esperaba algo esa misma noche. Buscaba una cabina de teléfono para hacer una reserva, encontraba un contestador y dejaba un mensaje, quedaba inquieta. Esperaba hasta la noche y llegaba al boliche con la breve información de cartelera (con suerte, un comentario o un destacado de la semana). No sospechaba que una década después toda esa excitación iba a disolverse en internet; las revistas que antes se compraban y después se obtenían gratis, ahora están en la pantalla de mi computadora, y puedo armar un itinerario como si hubiera contratado un paquete turístico en una agencia especializada en freaks, fans, melómanos y bizarros. No extraño esas décadas donde el azar trazó las líneas inesperadas de una relación suspensiva con las ciudades extranjeras, a las que llegaba como a una fiesta sorpresa, donde uno es verdaderamente un desconocido. Hoy el mapa y la ciudad real se acercan. Ahora espero justamente que, en algún lugar, se produzca una dislocación.
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24 de septiembre. Leo varias páginas de una novela alemana, en traducción, que no me convence. Pienso, dos o tres veces, cuánto más voy a darle antes de dejarla o de comprobar que me equivoco y que vale la pena seguir. Las peores películas comerciales (quiero decir las que se hacen en el sistema de producción de los grandes estudios, no los fracasos comerciales medio torpes) siempre tienen tres minutos aceptables al principio. El comienzo es un momento peligroso, porque el libro pasa por un riesgo verdadero: que lo cierren. Por eso muchos cuestionarios a escritores incluyen la pregunta sobre los «comienzos favoritos»: Call me Ishmael, y arranquemos (de esa frase inmejorable también arranca Charles Olson en su libro sobre Moby Dick). En las novelas rusas leídas, por supuesto, también en traducción, el comienzo está lleno de personajes que tienen dos o tres nombres distintos: el apellido, el patronímico, el diminutivo, Sasha, Nadezha, Aliosha. Trampas para lectores. Edward Said señala dos comienzos del escritor: cuando rompe o se ubica en una tradición y cuando empieza un libro: son gestos que definen (también lo cree Bloom) todo lo que viene después, incluso la obra tardía. La épica neutralizaba los comienzos peligrosos con la invocación a la Musa (o a los santos del cielo) y el ofrecimiento de algunos adjetivos para caracterizar al héroe. Pero hay que reconocer que la épica no se compuso para lectores ni mucho menos para lectores modernos, gente inquieta, poco capaz de tolerar, ya sea por el lado de la estética o de la exigencia de sentimentalismo, ideología y ficción.
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31 de agosto. Terminé de leer el libro de Buch sobre el «escándalo Schönberg». Algo me sorprende, como si no hubiera podido pensarlo antes. Muchos de los críticos que odiaban su música entendían bien, en términos técnicos, lo que Schönberg estaba haciendo; podían describirlo perfectamente, incluso darle un nombre, «atonal»; y, poco más tarde, escuchar un acorde de los doce sonidos menos uno. Escucharlo y refutarlo. Es interesante esta bisagra donde se entiende lo que se escucha aunque se lo aborrezca; en otros períodos, se aborrece pero no se entiende, no se es capaz de describir qué está sucediendo en un film de vanguardia, por ejemplo. Y, en general, se piensa que si algo se entiende no puede aborrecerse. Los críticos de Schönberg son el caso que invalida una idea tan de cajón, tan obviamente didáctica.
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23 de agosto. Domingo a la noche, en el bar de la Biblioteca Nacional, después de haber entrado al salón donde lo velaban a Fogwill. Guillermo Piro, Daniel Guebel y Marcos Mayer cuentan historias irónicas, frustradas, última conversación por teléfono, mesa de poesía en el Rojas de la que Fogwill estuvo majestuosamente ausente, reediciones. Valen para pasar el tiempo entre la llegada y la partida (de la Biblioteca, quiero decir). El mozo jura que nos va a cobrar JW etiqueta roja por el etiqueta negra que nos está sirviendo. Piro dice que el dueño del bar se hizo millonario con todos los que pasaron esa tarde. Ridículamente, insisto en el entierro del día siguiente, en Quilmes, pregunto si alguien va. Nadie va. Oscar Terán habló en el de Pancho Aricó, un entierro socialdemócrata, habría dicho Fogwill. Alberto Díaz me contó el entierro de Saer, en París. No sé por qué estoy interesada en el entierro de Fogwill, más que en esa reunión de sus amigos en la terraza de la Biblioteca. Debería ser a la inversa. Sin embargo, el entierro es algo así como la escena monumental de una muerte, el momento en que hay que convencerse del todo: Fogwill se murió.
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31 de mayo. Almuerzo con L. Fue dirigente sindical y militante político de la izquierda radicalizada. Hoy es presidente de una gran cooperativa gráfica y escribe poemas. Hablamos de Robert Walser, ese escritor cuya «lengua se había vuelto loca», como dijo Benjamin. Apropiadamente, cumpliendo la frase de Benjamin como si fuera un destino, Walser vivió desde 1929 hasta su muerte, en 1956, en manicomios suizos. Pienso que a L. le va a interesar y le cuento otra historia. Mi amigo A. se pasó cuatro o cinco años escribiendo los comunicados de prensa del SMATA, Córdoba, el sindicato que dirigía René Salamanca, desaparecido el 24 de marzo de 1976. A. también desapareció por esos días, pero fue reconocido como preso y salió al exilio poco después. En 1985 regresó a la Argentina; publicó una novela y trabajó en el periodismo. En esa época nos veíamos mucho, sobre todo para discutir, con igual entusiasmo, de política y de literatura. Un día llegó con la siguiente resolución: «Me voy a hacer internar en un loquero, quiero escribir un libro». Le dije con una sensatez conservadora: «Si te hacés internar es porque, de algún modo, estás loco». Como sea, consigue que un médico lo admita en un manicomio cordobés. Está allí algunas semanas, quizá más tiempo. Cada vez que sale, me busca para contarme las anécdotas desgarradoras y cómicas de los locos. Después regresa a México, se enferma y muere. L. me dice que mi amigo le recuerda a Austerlitz de Sebald. No se me había ocurrido. A. murió antes de Sebald y, cuando empezó con su proyecto del manicomio, sólo hablábamos de Walsh y de Lunar Caustic de Malcolm Lowry. L. me cuenta que, hacia 1973, una tarde llegó a su casa René Salamanca, el dirigente del SMATA, y que lo acompañaba un hombre joven (agrego: flaco, encorvado, de ojos azules y barba rala). Era mi amigo. No se quedó a comer con ellos las pizzas que amasó el padre de L. Dio un pretexto. Seguramente se fue al cine o a las librerías, abandonó por unas horas ese mundo de militancia obrera que lo atrapaba como un remolino. L. me da su último libro de poemas. Me quedo pensando que ese cruce de literatura y política parece haber transcurrido en otro planeta del que hoy quedamos unos restos dispersos, sin función evidente.
en Bazaramericano (Año XI, Nº 57), 2016
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