Estaba descansando en un bosque espeso. Los árboles y los frutos silvestres estaban maduros. Era otoño. Me estaba ganando el sueño, cuando algo pesado me cayó sobre el vientre. Era un conejo muerto, al que le manaba sangre del hocico. Había muerto de agotamiento. Apenas había logrado quitármelo de encima cuando, con un salto más ágil que el de un ciervo, un hombre aterrizó a mi lado. Era de estatura mediana, tenía la cara enrojecida y un largo bigote canoso. Por su apariencia, le calculé unos noventa años.
—Es usted muy ágil para su edad —dije, pero entonces me fijé en su ropa. Llevaba una cazadora color rosa damascena, un sombrero verde brillante con plumas anaranjadas y botas negras, muy altas, con un ribete de flores veraniegas. No llevaba pantalón. Miró al conejo con interés.
—Iba despacio, para darle oportunidad al pobre animal —dijo—. Pero no sabía correr. De ahora en adelante le dejaré los conejos a Mcflanagan.
Traté de pensar en algo agradable que decirle.
—Me gusta su atuendo —dije, con una sonrisa de simpatía.
—Oh, esto —replicó—. A la gente con cierto criterio estético le parece falto de distinción, pero es por principios deportivos que lo llevo. Si los animales me ven venir, tienen mayor oportunidad —y entonces su expresión cambió—. ¿Es whisky lo que lleva en esa botella?
—Sí —contesté.
—Oh —dijo—. ¿De verdad?
—Sí, sí.
—Ah —se sentó junto a mí y dijo, mirando la botella como hipnotizado—: ¿conque dice que es whisky?
—De 1900.
—Una gran añada. Es mi cosecha preferida.
—La mía también.
—Ah.
—Sí —para entonces ya había adivinado que quería un trago. Le ofrecí la botella. Aceptó.
—¿Sabe? Tengo una cava extraordinaria. ¿Le gustaría probar algunos de mis vinos?
—Sí —contesté.
—Tome el sendero de la izquierda, siga todo derecho y cruce todos los senderos con los que se atraviese. Es la primera mansión, pasando la decimoctava encrucijada.
—Pero ¿usted no viene?
—Yo sólo puedo andar a pasos agigantados —contestó, y desapareció entre los árboles, dando saltos de cinco metros de longitud.
Me puse en marcha y llegué a la mansión alrededor de la medianoche. Me abrió la puerta un sujeto en cuatro patas.
—Mi hermano Mcbologan espera su visita desde mediodía. Yo soy Mcflanagan, el Terror del Bosque. Mcbologan es la Maldición del Bosque y Mchooligan es la Abominación del Bosque. Mchooligan es el cocinero.
Entramos a una estancia de unos cien metros de largo y cincuenta de ancho. Mcbologan estaba sentado a la mesa ante seis docenas de liebres, cien patos silvestres y diecinueve jabalíes.
—¡Mchooligan! —gritó Mcbologan—, estamos listos para empezar a comer.
Se oyó un ruido de viento y Mchooligan entró como un relámpago: no logró detenerse antes de llegar al otro extremo de la estancia, chocó contra la pared y se sentó a la mesa, sangrando.
Sus hermanos lo miraron con pena.
—Nunca puede ir más despacio de lo que usted vio —explicó Mcflanagan, que seguía en cuatro patas. Mchooligan era unos diez años mayor que Macbologan y mostraba la misma profunda tristeza que sus hermanos. Durante la comida derramaban cálidas lágrimas, que caían en sus platos.
Cuando casi terminábamos de comer, Mcbologan dijo:
—Mcflanagan debería de rasurarse.
Era lo primero que se decía desde el principio de la cena. Una hora más tarde, Mcflanagan contestó:
—¿Por qué?
Y dos horas después, Mcbologan respondió:
—Porque sí.
Mchooligan no dijo nada, lloraba sin parar. Cerca de las cinco de la madrugada, Mcbologan dijo:
—Vamos a poner un poco de ambiente, ¿no creen? Necesito divertirme.
Y como los otros no dijeron nada, se dirigió a mí.
—Tengo algunos trofeos de caza, ¿le gustaría verlos?
Luego de recorrer un largo pasillo, llegamos a una sala bien iluminada con varias lámparas. En ella no había más que salchichas. Salchichas en acuarios, salchichas en jaulas, salchichas colgadas en las paredes, salchichas en lujosas vitrinas. Puras salchichas. Puede que yo haya dejado traslucir cierta sorpresa. Mcbologan las señaló:
—Esto que ve —afirmó— es la mano del destino.
Me quedé junto a él, rumiando mis pensamientos.
—Debemos comprender que nada es eterno; que nada, en definitiva —continuó, contemplando el panorama de salchichas—, nada es más fuerte que la bondad. Desde la primera comunión de mi abuelo Angus Mcfruit, la familia ha estado en tremendas dificultades. Jock Mcfish Mcfruit, mi pobre padre, sólo podía caminar de cabeza. Y Geraldine, mi madre (¡una santa!), solamente podía andar sobre sus… en fin, los detalles son demasiado personales.
Mcbologan derramó unas lágrimas.
—Pero no hay que ser sentimentales. Todo comenzó el día de la primera comunión de mi abuelo. Era un chiquillo, no se daba cuenta de la solemnidad de la ocasión. La noche anterior a ese día santo, la víspera del momento en que recibiría el cuerpo de Cristo, se comió un plato de frijoles. Y a la mañana siguiente, en la iglesia… —titubeó
— sucede que cierto ruido se le escapó —su mirada volvió a pasear por el paisaje de salchichas y yo me daba cuenta de cómo luchaba con sus emociones—. Desde ese momento, pesa sobre nosotros la condena divina y todos los trofeos que tratamos de conservar se convierten en salchichas. En cuanto a nosotros… usted nos ha visto.
Dio media vuelta, embargado por una emoción incontenible, y escuché cómo se alejaba a grandes saltos hacia el interior de la mansión.
en Cuentos completos, 2021
No hay comentarios.:
Publicar un comentario