miércoles, julio 19, 2023

“Claro que te acuerdas de mí”, de António Lobo Antunes





Debo de haber cambiado mucho: ya no uso funda herniaria ni alambre en los dientes ni pantalones cortos ni flequillo. No tengo voz de niña al teléfono. No ando a pedradas con las moreras en busca de hojas para los gusanos de seda que se arrastran unos sobre otros en una caja de zapatos. Mi plato favorito ya no son los emparedados. Y hace siglos, fíjate, que no me despellejo una rodilla.

 

Debo de haber cambiado mucho: me han salido granos y pelos, he comenzado a afeitarme, he hecho la mili, he dejado de vivir con mis padres, me he ido del barrio, he conseguido un trabajo. Nunca más he vuelto a Amadora. Tal vez el café de los billares cerró, hay un videoclub en lugar de la tienda de comestibles, han cortado los plátanos en la plaza contigua a tu casa y has quitado aquellos cisnes de escayola de las columnas del portón. Siempre supuse, no me preguntes por qué, que acabarías quitando los cisnes de escayola, con las alas abiertas y el pico pintado de rojo, de las columnas del portón. Tal vez porque a mí me gustaban los cisnes. Tal vez porque me encontrabas feo y yo no te gustaba. Nunca respondiste a mis cartas. Nunca sonreíste a mi sonrisa. Nunca me agradeciste la rana tan bonita que te mandé por mi hermano menor. Cuando le pregunté:

 

–¿Le has dado la rana?, mi hermano contó que apenas desanudó el pañuelo y te mostró el animalejo saliste corriendo a gritos.

–Saca esa porquería de aquí.

 

Pero estoy seguro (¿a quién no le gustan las ranas, ¿eh?) que te encantó, le hiciste muchas caricias y la pusiste en el estanque del patio. Seguro que aún anda por allí, acuclillada en un guijarro, mirando la ropa colgada de una cuerda en el patio de la cocina: la ropa de tu madrastra, tu ropa, la ropa del señor Bernardino que respondió al anuncio pegado en el escaparate de la carnicería y os alquiló una habitación. Mi hermano, fíjate hasta dónde pueden llegar las malas lenguas, jura que te casaste con él, que los ve tomando café, cogidos del brazo los domingos por la mañana, en la Preciosa dos Pastéis, que tienen un hijo rubio, que comenzaste a trabajar en la secretaría del Ministerio de Hacienda. Claro que es mentira, que no le creí, que me reí. Que yo sepa, nadie puede tener hijos a los 12 años, ¿no? Y, además, ¿qué demonios puede encontrar el señor Bernardino en una niña?

 

Debo de haber cambiado mucho. Pero estoy seguro de que me vas a reconocer cuando el domingo tome el tren de Amadora. Por más edificios nuevos que construyan, la casita y el arriate de dalias han de estar allí todavía, con cisnes o sin cisnes, justo después de los plátanos. Me acerco a la verja, tiro de la cadena de la campana que suelta un gruñido desgarrado en el pórtico, un dedito sutil apartará las cortinas y como ya no uso alambre en los dientes puedo decir:

 

–Hola, Olga puedo llamarte, frotar los zapatos en el felpudo, entrar, sentarme a tu lado con un paquete de bizcochos de soletilla colgado en el meñique, en el sofá frente al televisor. Porque es solo eso lo que quiero: sentarme a tu lado en el sofá frente a la telenovela.

 

Cuando le digo esto, mi hermano menor se pone a hacer bromas sin ningún motivo: que has crecido, que te casaste, que tienes un hijo, que trabajas en el Ministerio de Hacienda, que no te acuerdas de mí, que estoy loco. ¿Para qué responderle? Es evidente que te acuerdas de mí: era el único de la escuela con cara de conejo y alambre en los dientes, y que me quedaba quieto en el recreo por no poder correr debido a la hernia, con una rana en el bolsillo para ti. Es evidente que te acuerdas de mí: era tan bonita la rana, ¿no?

 

 


en Libro de crónicas, 2013




















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