viernes, mayo 19, 2023

«Poeta chileno», de Alejandro Zambra

Fragmento




Vicente leyó un par de poemas más de Jorge Teillier, que a Carla también le gustaron, aunque estaba distraída pensando que la poesía era como una enfermedad que su hijo también había contraído, una enfermedad asociada al cuartito, una enfermedad que desde luego prefería a la enfermedad previa de la tristeza, pero que de todos modos le preocupaba.

Vicente quería seguir leyéndole poemas a su madre la tarde entera. Eligió varios de Gonzalo Millán, entre ellos justamente uno de los que su ex padrastro había plagiado, pero Carla quiso partir de inmediato a la pizzería.

Caminaron diez cuadras, ella fumaba enérgicamente, él contaba las ciruelas reventadas en el suelo.

—¿Y hablas de poesía con Gonzalo?
—Me encantaría, pero Gonzalo Millán murió hace como cuatro años, de cáncer de pulmón —respondió Vicente, como si no hubiera entendido la pregunta.
—Me refiero al otro Gonzalo.
—¿Gonzalo Rojas?
—Sí.
—No lo he leído todavía, pero me van a prestar una antología suya que se llama Del relámpago.
—Ay, tú sabes lo que te estoy preguntando.
—No, mamá.
—El Gonzalo Rojas que vivía con nosotros.
—¿Y por qué tendría que hablar con él de poesía? Casi nunca contesto los mails de ese hombre.
—¿Y por qué no los contestas? ¿Por qué lo llamas «ese hombre»?
—¿Y cómo tendría que llamarlo? ¿Papito?
—¿Y por qué no contestas sus mensajes? ¿No te gustan? ¿Qué te dice?
—No me dice nada. Me habla de Nueva York, me cuenta historias medio divertidas. Me dice que le cuente cómo estoy, pero me da lata contestarle.

Vino un silencio tenso pero gobernado también por cierta contradictoria dulzura. Vicente se agachó para atarse las zapatillas. Carla miró el pelo largo, negro y enmarañado de su hijo y pensó que si él muriera ella ni siquiera esperaría el funeral, se mataría de inmediato. Se imaginó contemplando las aguas revueltas y sucias del río Mapocho, desde un puente, un segundo antes de saltar.

—¿Extrañas a Gonzalo? —preguntó Carla.
—¡Pero por qué tendría que extrañarlo! En ese caso tú tendrías que extrañarlo, era tu pololo, no el mío. —Se notaba en sus frases el deseo fallido de que todo sonara razonable—. Y si lo extrañara le contestaría los mensajes. No solo a tu ex le gustaba o le gusta la poesía. Miles de personas en el mundo leen poesía. Millones. Millones de millones.
—¿Tanta gente?
—Sí —dijo Vicente—. Que a ti no te guste la poesía no significa que a nadie más le guste.
—Me gusta la poesía, me encanta, me encanta Blanca Varela, por ejemplo —dijo Carla, por decir un nombre, y no mentía, quizás solamente exageraba, porque alguna vez Gonzalo le había leído unos poemas de Blanca Varela que le gustaron.
—Pero no tienes libros de ella.
—Ahora estoy leyendo La elegancia del erizo, pero cuando la termine me voy a comprar un libro de Blanca Varela y lo voy a leer y después te lo regalo.
—¿Y tú extrañas a Gonzalo? —le preguntó Vicente, mientras esperaban mesa en la pizzería, el lugar estaba repleto.
—Yo creo que tú y yo estamos bien —dijo Carla, como respondiendo a una pregunta siguiente—. Los dos solos, en la casa. Me gusta que tengas tus libros en el cuartito.

Después, por la noche, mientras intentaba terminar La elegancia del erizo, Carla se distrajo pensando que Gonzalo era como una herida en el pie; una herida molesta que sin embargo no le impedía en lo absoluto caminar, que no le impedía ni siquiera correr. Pensó intensamente en esa perdida vida de familia, en las primeras semanas, cuando Gonzalo apareció o reapareció y con él la idea del amor como compañía, como la más seria de las distracciones. La palabra familia se revelaba en el agua con promisoria lentitud: una fotografía colgada al sol como una sábana que nunca llegaba a secarse del todo y que de pronto, sin embargo, de la noche a la mañana, amaneció borrada, velada.

Abandonó la lectura, ya solamente tenía ganas de dormir y levantarse al otro día temprano, quizás muy temprano, con la promesa de un día entero por delante, así que dobló la dosis de somníferos. Por su parte, en el cuartito, Vicente acababa de encontrar, en internet, algunos poemas de Enrique Lihn, y estaba muerto de sueño pero quería seguir leyéndolos y releyéndolos, así que preparó un litro de café y se quedó pegado a la pantalla del computador. Cuando, a las 3:34 am, empezó uno de los terremotos más feroces de la historia de Chile, Vicente corrió a la pieza de Carla y la tomó en brazos —estaba tan profundamente dormida que tardó unos minutos en asimilar lo que acababa de suceder.

La casa resistió, había solo daños menores, pero les daba miedo que el segundo piso se desplomara con las réplicas, y aunque era un miedo irracional, en esas circunstancias no era fácil establecer los límites de lo racional. Decidieron acomodarse en el cuartito, unos cuantos libros se habían caído al suelo y los estantes se habían soltado un poco. Quitaron los estantes, amontonaron los libros en un rincón, y durante cuatro noches madre e hijo durmieron juntos en el cuartito, al que llamaron provisoriamente el búnker.

Meses después, ya en plena primavera, Vicente emprendió el reacondicionamiento del cuartito: lo pintó de un celeste casi blanco, cepilló y barnizó las maderas, y cuando todo estuvo listo decidió que en esa biblioteca en adelante solo habría libros buenos —se deshizo de las revistas y de todo el relleno y procuró conseguir más libros de poesía, chilena o de cualquier parte. Pasaba también mucho tiempo en Facebook chateando con otros chicos de su edad que leían poesía. Fue por entonces cuando empezó a ir a recitales y conoció a Pato y a otros amigos que le prestaban libros y lo instaban a mostrarles sus poemas. Vicente ni siquiera había pensado en escribir poemas, pero una noche, en ese mismo cuartito, lo intentó. Ahora leía a Alejandra Pizarnik, a Blanca Varela (Carla había cumplido su promesa), a Enrique Lihn, a Carlos Cociña, a Fernando Pessoa y sobre todo a Rodrigo Lira, pero en el primer poema que escribió imitó más bien a Gonzalo Millán, que finalmente era su poeta más querido. La hablante del poema era una licuadora que contemplaba atónita cómo la iban llenando de todas las frutas imaginables y hasta de verduras —«Qué voy a hacer», se preguntaba la licuadora, con automática desolación, pero no era un poema cómico sino más bien sentimental y nunca se decía que el hablante fuera una licuadora, eso nada más lo sabía Vicente. Lo leyó ante Pato y sus amigos y a nadie pareció disgustarle —eso lo tranquilizó.

Cuando Vicente cumplió dieciocho años el cuartito ya era, con propiedad, de nuevo, la habitación de un poeta. Los estantes no estaban llenos, en realidad la biblioteca apenas llegaba a un tercio de su capacidad, pero todos los libros —en un noventa por ciento de poesía— los había leído al menos una vez y la mayoría como cinco veces. Igual, para que la pieza no se viera tan pelada, Vicente había dispuesto una serie de retratos —de Allen Ginsberg, de Anita Tijoux, de Pedro Lemebel, de Mauricio Redolés— y una especie de altar que compartían, como si pertenecieran a la misma familia, fotografías de César Vallejo y de Camila Vallejo.

Esa es la habitación que, durante los últimos minutos del año 2013, mientras esperaban, en medio de la multitud, los fuegos artificiales de la torre Entel, Vicente le ofreció a Pru. Se la ofreció gratis pero ella se negó de plano y acordaron una cifra modestísima, casi ridícula, simbólica. Le dijo que era una habitación independiente (verdadero), desocupada (parcialmente verdadero), que solían arrendar (falso) a extranjeros (falso).

—Pero tú sabes que no va a pasar nada entre nosotros —le advirtió Pru, entusiasmada y cauta.
—Cómo se te ocurre —respondió Vicente, como si efectivamente Pru hubiera dicho un disparate.
—Perdón, solo quiero estar seguro.
—Se dice segura. —A Vicente no le gustaba corregirle el español, pero ella se lo había pedido.
—Segura.

Tres días más tarde, la mañana en que Pru llegó a instalarse en el cuartito, Carla comprendió que en su persuasiva argumentación Vicente había omitido algunos detalles esenciales: le había hablado, estratégicamente, de «una mujer de tu edad, más o menos», lo que no era necesariamente mentira, porque desde muchos puntos de vista una mujer de treinta y un años comparada con una de treinta y ocho son aproximadamente de la misma edad, y hasta era biológicamente posible que Pru tuviera un hijo de la edad de Vicente, aunque habría tenido que parirlo en plena pubertad. A Carla le había parecido razonable alojar por un tiempo moderado —Vicente había hablado de «más o menos un par de semanas»— a una gringa dedicada a investigar la poesía chilena, aunque su hijo le había dado a entender o Carla había entendido que se trataba de una adusta doctora o posdoctora de anteojos enternecedoramente gruesos, de esas que necesitan bibliografía hasta para salir a caminar, y no de una risueña periodista en shorts y polera, de la que Vicente —Carla no tenía dudas— estaba medio enamorado.

Una rubia de piernas largas, flaca, los pechos tirando a abundantes, la cara ovalada, los ojos verdes y grandes, los labios gruesos que dejaban ver unos dientes perfectos: Carla miró a Pru de arriba abajo y pensó que era decepcionante o triste que su hijo adhiriera a una idea de belleza tan típica, tan rutinaria —culpó a las estrategias de los medios masivos de comunicación y a los odiosos concursos de belleza y a la atosigante publicidad y luego se culpó ella misma o tal vez se disculpó, porque a decir verdad a ella también la gringa le parecía preciosa.




2020












No hay comentarios.: